A la mañana siguiente, al despertar, tuvo una iluminación. Debía robar el pasaporte de una turista, de una mujer que estuviera de paso en Francia. Pensó en la Ciudad Universitaria, situada junto a la puerta de Gentilly: la mayor concentración de estudiantes extranjeros en París. Visitó el campus: una aglomeración de arquitecturas diversas que recordaban las grandes exposiciones universales del siglo anterior. Recorrió las galerías con ornamentos latinos, las fachadas de ladrillos, las escalinatas con figuras africanas. ¿Adónde era mejor ir? ¿A un dormitorio? ¿Y en qué momento era preferible actuar? ¿En pleno día?
La idea: los vestuarios de una instalación deportiva.
Encontró el gimnasio de Artes y Oficios, en la zona sur del campus. Un bloque soviético de siete pisos, cuyo sótano albergaba una sala de deporte. Se adentró en el pasillo y, a través de las ventanas enrejadas, vio abajo el espacio forrado de linóleo verde, con rayas blancas pintadas. Golpe de suerte: en ese momento estaban jugando un partido de balonmano… femenino. Encontró los vestuarios; ni siquiera estaban cerrados.
Frente a una hilera de perchas, había unas taquillas metálicas cerradas con candados. Marc había llevado lo necesario. Introdujo un destornillador en la primera asa de metal y la forzó. En la tercera taquilla, tenía su pasaporte: una alemana. Sin embargo, excitado por esas intimidades violadas, esos olores de mujer y esas prendas interiores que encontraba, prosiguió con el saqueo. Descubrió más pasaportes, carnets de estudiante… Debía de ir por la décima taquilla cuando dio con un tesoro. Un golpe de suerte inaudito: un pasaporte sueco de una chica cuyo nombre de pila era… Élisabeth.
Su mano se cerró sobre el documento de color granate. Siguió registrando el bolso y encontró el carnet de estudiante con la dirección de la Ciudad Universitaria. Ni siquiera miró la cara. El nombre era perfecto: Élisabeth Bremen.
Al día siguiente volvió a la segunda oficina de correos, en la calle Hippolyte-Lebas, donde el empleado le había explicado los pasos que tenía que dar. El hombre, un asiático menudo con cola de caballo, hizo una mueca.
—No ha seguido el procedimiento. El cartero tiene que…
Marc no lo dejó acabar la frase; hizo pasar por debajo del cristal el pasaporte y el carnet de estudiante de Élisabeth.
—Vive en la Ciudad Universitaria. Un verdadero laberinto.
—¿Qué le pasa exactamente? —preguntó el empleado en un tono más conciliador.
—La cadera. Se ha roto la cadera jugando al balonmano.
El hombre meneó la cabeza sin convicción, observando los documentos. Detrás de Marc, la cola se alargaba. El asiático levantó un ojo.
—No comprendo una cosa. Usted quiere recibir el correo de esta chica. De acuerdo, pero ¿por qué no en su casa?
Marc había previsto la objeción. Se acercó al cristal y colocó ostensiblemente la mano izquierda delante de su interlocutor. Se había puesto una alianza en el dedo anular. Un truco que ya utilizaba en su época Rapiñador para inspirar confianza.
—En mi casa es complicado.
—¿Complicado?
Marc dio tres golpes en el cristal con la alianza. El empleado bajó la vista y pareció comprender.
—Entonces, ¿está todo en orden?
El hombre terminó de rellenar las casillas de los formularios reservadas a la administración.
—Son diecinueve euros.
Marc pagó, notando que el sudor le corría por la espalda. El asiático le dio varios resguardos y dijo:
—Cuando venga a buscar el correo, traiga siempre los documentos de identidad. Si no hay pasaporte, no hay carta. ¿Está claro? Y diríjase a mí; yo soy el responsable de las listas de correos.
Finalmente le guiñó un ojo en señal de complicidad. Una vez en la calle, Marc debería haberse alegrado, pero un fondo de angustia lo atormentaba. Confusamente, temía los acontecimientos que seguirían.
A partir del 1 de marzo, fue a correos todos los días.
Era absurdo. Una carta de París tardaba como mínimo diez días en llegar a Malaisia. Además, la administración penitenciaria debía de almacenar las cartas antes de dárselas a los presos. Y en el caso de que Jacques Reverdi decidiera responderle, habría que contar entre diez y quince días antes de que le llegara la carta. O sea, más de tres semanas, en la versión más optimista. Y él había enviado la carta el 20 de febrero.
Sin embargo, todas las mañanas una fuerza magnética lo arrastraba hacia la calle Hippolyte-Lebas. El empleado de correos (se llamaba Alain y era de origen vietnamita) se había relajado con su visitante. Incluso se permitía algunas bromas. «Buenos días, señorita», decía cuando veía aparecer a Marc. O bien adoptaba un tono policial detrás de la ventanilla y preguntaba: «¿Tiene los papeles?».
Sus pullas sonaban a falso.
Y los días pasaban sin respuesta.
En lo tocante al trabajo, Marc lo hacía sin un celo excesivo. Había cubierto otros sucesos y hablado de varios personajes pintorescos: el estrangulador de Pas-de-Calais, el violador de la CX…
Pero en el periódico la motivación descendía. Las ventas estaban cayendo en picado. Las previsiones de Verghens se confirmaban: la guerra en Irak era inminente y a los lectores solo les preocupaba esa cuenta atrás. En períodos de crisis, el público no siente el mismo deseo de sumergirse en historias violentas y siniestras: la amenaza del presente les basta.
El 9 de marzo, los norteamericanos aún no habían bombardeado Irak.
Marc aún no había recibido ninguna carta.
Esa noche le hizo una visita a Vincent.
A las ocho de la tarde entró en el estudio fotográfico del coloso. El artista se hallaba en plena sesión: fotomontajes para una aprendiz de modelo. Ese era su verdadero fondo comercial. Vincent trabajaba para las agencias o directamente para las modelos, y en este segundo caso cobraba en negro. Un auténtico negocio desde el punto de vista fiscal.
Había creado un estilo de imágenes basado en el
flou
que causaba furor en las agencias y las revistas. Incluso corría el rumor entre las modelos de que esas fotos daban suerte.
Ese triunfo asombraba a Marc. Lo que había empezado como una broma se había convertido en un filón. A finales de aquel invierno, el de 2003, el gigante, al que había conocido vestido de paracaidista inglés, con la gorra en la mano y los dedos siempre manchados de grasa, se había convertido en uno de los fotógrafos más solicitados de París. Hasta se había comprado un estudio al fondo de una escuela de arquitectura, en la calle Bonaparte, en el distrito VI.
Marc se adentró en la penumbra. De pie detrás de su aparato, en el límite de las luces del plató, Vincent peroraba sobre la mejor manera de «atravesar las apariencias». Ayudantes, peluquera, maquilladora y estilistas lo escuchaban religiosamente mientras una joven andrógina era atrapada por los deslumbrantes focos.
Vincent hizo un gesto explícito: «Se acabó por hoy». Un ayudante se precipitó sobre su aparato y extrajo la película como si se tratara de una sagrada reliquia. Otros corrieron hacia los grupos generadores. Todavía crepitaron unos flashes, emitiendo largos silbidos. Cuando el coloso vio a Marc, abrió los brazos exageradamente.
—¿Habías desaparecido o qué?
Sin responder, Marc siguió con la mirada a la joven modelo, que se metió en el vestuario.
—Olvídate —dijo Vincent—. No vale la pena… —Señaló una serie de polaroids que estaban sobre la mesa de montaje—: Tengo cosas mucho mejores en el almacén, ¿quieres verlas?
Marc ni siquiera echó un vistazo. Vincent abrió la puerta de un pequeño frigorífico situado al fondo del estudio, junto a la sala de revelado.
—Sigues sin estar de humor, ¿eh?
Se acercó destapando una lata de cerveza. Marc se dio cuenta de que va estaba bebido. El fotógrafo compensaba la falta de adrenalina de su nuevo trabajo con fuertes dosis de alcohol. Por la noche era terrorífico. Resoplando como un buey, apestándole el aliento, te miraba con su único ojo visible, a la vez brillante y congestionado. Sin embargo, fue él quien dijo:
—Tienes mala cara. Vamos, te invito a cenar.
Acabaron en un pequeño restaurante de la calle Mabillon. Un lugar de los que le gustaban a Marc: abarrotado, lleno de humo, ensordecedor. Una burbuja de calor humano donde el guirigay general podía sustituir la conversación. Pero Vincent no se dejaba desbordar por el jaleo: monologaba sobre las perspectivas de su propio futuro, encadenando una cerveza tras otra.
—¿Te das cuenta? —bramaba—. ¡Dos de mis chicas han pasado directamente a la tarifa cuarenta! Gracias a mis fotos. Lo que yo te diga: el
flou
es el maná. He decidido hacer también de agente. Hago gratis las primeras fotos y me llevo un porcentaje de los contratos que vengan después. Puedo hacerlo tan bien como las agencias, que de todas formas no hacen nada. Soy un mago. ¡Un verdadero descubridor!
Decía aquello en el tono del seductor que quiere convertirse en proxeneta. Con una sonrisa en los labios, Marc levantó su vaso de agua con gas y miró a Vincent a través de él.
—¡Por el
flou
!
El coloso alzó su copa.
—¡Por las tarifas cuarenta!
Se echaron a reír. En ese momento, Marc solo tenía una cosa en la cabeza: se preguntaba si Élisabeth tenía alguna posibilidad de que Jacques Reverdi le respondiera.
—Esto viene de Malaisia.
El vietnamita, con una sonrisa radiante, deslizó un sobre por debajo de la pared de plexiglás. Marc lo cogió y tuvo que morderse los labios para no gritar. La carta estaba arrugada, tachada, había sido abierta y cerrada de nuevo, pero era lo que él esperaba: una respuesta de Jacques Reverdi.
Cuando vio, bajo los sellos y los borrones de la administración, la escritura inclinada, regular, formando el nombre de Elisabeth Bremen, notó que su ritmo cardíaco se alteraba, invadía su pecho. Saludó brevemente a Alain y se fue corriendo a su estudio.
Allí, cerró la puerta con llave, corrió las cortinas de los ventanales y se sentó tras su mesa. Encendió una lamparita halógena y se puso unos guantes de algodón de los que se utilizan para manipular los negativos fotográficos. Finalmente, abrió el sobre con un cúter y luego, con precaución, como si cogiera un insecto raro que pudiera desmenuzarse, sacó la carta. Una simple hoja de papel cuadriculado, doblada en cuatro.
La desplegó sobre la mesa y, con el corazón palpitante, empezó a leer.
Kanara, 28 de febrero de 2003
Querida Élisabeth:
Una estancia en la cárcel siempre es una dura prueba: promiscuidad entre los criminales, aburrimiento mortal, humillaciones y, por supuesto, sufrimiento por el encierro. Las distracciones son bastante raras. Por eso deseo agradecerle su carta, tan entusiasta y tan explícita.
Hacía mucho tiempo que no me había reído tanto.
La cito: «Gracias a mis conocimientos en psicología, creo estar en condiciones de comprender lo que otros no han percibido, ni siquiera intuido». Y también: «Mediante mis preguntas y los comentarios que le enviaré inmediatamente, puedo hacerle ver más claramente en su interior».
Élisabeth, ¿sabe a quién le ha escrito? ¿Cree por un solo instante que necesito a alguien para ver «claramente en mi interior»?
Pero, ante todo, ¿ha pensado en las implicaciones de su carta? Se dirige a mí como si fuera un asesino cuyos crímenes estuvieran probados. Olvida un detalle: todavía no me han juzgado. Mi juicio aún no se ha celebrado y, que yo sepa, mi culpabilidad está por demostrar.
Le recuerdo que en la cárcel abren todas las cartas, las leen y las fotocopian. Tiene tal desfachatez, manifiesta tanta seguridad cuando describe mis «pulsiones sombrías» y mi «psicología» que parece poseer elementos determinantes sobre mi culpabilidad. Su carta constituye, pues, una presunción suplementaria contra mí.
Pero eso no es lo importante.
Lo importante es su arrogancia. Se dirige a mí como si fuera a responderle sin la menor vacilación. Infórmese: no he concedido una entrevista desde hace años. No he dado la más mínima explicación a nadie. ¿De dónde saca sus certezas? ¿Por qué supone que voy a responder a las preguntas de una estudiante que pretende analizarme?
Además, ¿qué sabe exactamente de mí? ¿Cuáles son sus fuentes? ¿Periódicos? ¿Documentales? ¿Libros escritos por otros? ¿Cómo es posible comprender una personalidad siguiendo tales caminos?
En cuanto a sus comparaciones entre la apnea y mis «pulsiones», sepa que tan solo yo escojo mi absoluto y que todo eso es inaccesible a los demás seres humanos.
Élisabeth, por favor, haga de psicóloga con los jóvenes delincuentes de Fresnes o de Fleury-Mérogis. Asociaciones especializadas la pondrán en contacto con presos a su medida, dignos de sus pequeños «trabajos prácticos».
No quiero volver a recibir una carta de ese tipo. Se lo repito: una estancia en la cárcel es una dura prueba. Lo bastante penosa de por sí para no tener que sufrir, por añadidura, los insultos de una parisina pretenciosa.
Élisabeth, adiós. Espero no volver a leer pronto una carta suya.
Jacques Reverdi
Marc permaneció inmóvil un buen rato. Observaba la hoja cuadriculada. Ahora parecía un puño que se hubiera estrellado contra su nariz. Con la fuerza de un búfalo.
Había recibido un buen vapuleo. Sin embargo, su cabeza se hallaba en plena ebullición. Sus pensamientos chocaban unos contra otros, seguían trayectorias diferentes, eran como unos fuegos artificiales de ideas contradictorias.
¿Qué significaba esa carta? ¿De verdad había fracasado? ¿Era la primera y última respuesta que recibiría de Reverdi? ¿O, por el contrario, bajo las palabras, bajo los insultos, había una esperanza?
Volvió a leerla. Varias veces. Finalmente, decidió que aquella misiva era una victoria. Algunas señales discretas, implícitas en el texto, lo alentaban. Se había equivocado en la forma, de acuerdo, pero el asesino no le cerraba la puerta.
Además, ¿qué sabe exactamente de mí? ¿Cuáles son sus fuentes? ¿Periódicos? ¿Documentales? ¿Libros escritos por otros? ¿Cómo es posible comprender una personalidad siguiendo tales caminos?
Marc se sentía tentado de traducir: «Si quiere saber la verdad, remóntese a los orígenes. Hágame las preguntas adecuadas». Sin duda pecaba de optimismo, pero se negaba a admitir que Reverdi se hubiera tomado la molestia de escribir a Élisabeth simplemente para insultarla. Entre líneas, el submarinista ponía algunos cebos: