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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Thriller, Policíaco

La línea negra (5 page)

BOOK: La línea negra
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Detrás de él se oyeron unos ruidos. El de un sillón al ser arrastrado, el de un papel al ser arrugado. En plena noche, esos sonidos resultaban más incongruentes aún que el resto. Reverdi dobló la cabeza para ver qué pasaba. Bajo la galería, a unos metros, había un escritorio metálico cubierto de papelotes.

El vigilante, que dormitaba tras la mesa, se levantó en la oscuridad y se ajustó el cinturón, cargado con una pistola, una bomba lacrimógena y una porra. No era precisamente un enfermero. Jacques se encontraba, por lo tanto, en la sección reservada a los criminales. El hombre encendió una linterna y se dirigió hacia él. Reverdi ordenó en malayo:


Tutup lampu tu
. (Apaga eso.)

El vigilante dio un paso atrás; la voz le había sorprendido. Y todavía más las palabras pronunciadas en malayo. Tras unos instantes de vacilación, apagó la linterna y rodeó con precaución la cama. En la oscuridad, Jacques vio que acercaba la mano a un interruptor.

—No enciendas —ordenó.

El hombre se detuvo. Tenía la otra mano crispada sobre el arma. Alrededor de ellos, el silencio era total; los demás presos se habían callado. Al cabo de unos segundos, el guardia apartó la mano del interruptor.

—No debo ver tu cara —susurró Reverdi—. Ninguna cara. Ahora no.

—Voy a llamar al enfermero. Te pondrá una inyección.

Reverdi se estremeció. En un segundo, su cuerpo quedó empapado de sudor. No debía dormir más. Los Otros lo esperaban en su sueño, detrás del entramado de rota.

—No —dijo en voz baja—. No lo hagas.

El malayo se echó a reír. Estaba recuperando la seguridad en sí mismo. Se dirigió hacia el teléfono de pared.

—¡Espera!

El hombre se volvió, furioso, sujetando la porra con la mano. No estaba de humor para dejar que un
mat salleh
lo jorobara.

—Mira el fondo de mi garganta —ordenó Reverdi.

Como a su pesar, el vigilante volvió sobre sus pasos. Jacques abrió la boca y preguntó:

—¿Qué ves?

El malayo se inclinó con desconfianza. Jacques sacó la lengua y cerró violentamente las mandíbulas. La sangre brotó por las comisuras de los labios.

—¡Diablos! —masculló el guardia, precipitándose hacia el teléfono.

Reverdi le dijo antes de que descolgara:

—Oye, si llamas al enfermero, la habré cortado por completo antes de que llegue. —Sonrió. Unas burbujas calientes se formaban sobre su barbilla—. Diré que me has pegado, que me has torturado…

El hombre se había quedado inmóvil. Jacques aprovechó su ventaja:

—No vas a llamar a nadie. Yo haré como que duermo hasta mañana por la mañana. Todo irá bien. Solo responde a mis preguntas.

El malayo pareció indeciso hasta que, al cabo de un momento, bajó los hombros en señal de capitulación. Cogió, de una mesa con ruedas, un rollo de papel higiénico. Con prudencia, se acercó a Jacques y le limpió la boca. Reverdi le dio las gracias haciendo un ademán con la cabeza.

—¿Estamos en Ipoh?

El hombre asintió. Llevaba bigote y tenía la piel sembrada de marcas de acné. Auténticas hendiduras que, en el azul nocturno, hacían pensar en los cráteres lunares.

—¿Cuánto tiempo hace que estoy aquí?

—Cinco días.

Jacques hizo un rápido cálculo mental.

—¿Hoy es martes o miércoles?

—Miércoles, doce de febrero. Y son las dos de la madrugada.

No guardaba ningún recuerdo del período que lo separaba del viernes anterior. ¿En qué estado había llegado allí? Su cuerpo se bañó de nuevo en sudor.

—¿Estaba… inconsciente?

—Delirabas.

El sudor se le heló. Le pinchaba el pecho, como partículas de miedo que lo salpicaran.

—¿Qué he dicho?

—Ni idea. Hablabas en francés.

—Lárgate —ordenó.

El guardia se puso tenso ante su tono autoritario; después fue a sentarse tras su escritorio acompañado por un tintineo de llaves. Reverdi se relajó, con los hombros apoyados en la cama.

Al cabo de un buen rato, dejó de oír ruidos en el lado donde estaba el vigilante… dormido. Al otro lado de los barrotes verdes, los murmullos también se apaciguaban: todo el mundo volvía a acostarse.

Intentó otra vez recordar. No veía nada relacionado con su hospitalización. Pero surgían, de un modo confuso, otros fragmentos. Palabras. La «cámara». Los «jalones». El «sendero»… Vio las paredes de bambú, los regueros de sangre. El miedo lo invadió de nuevo. Un destello: la mujer herida, desangrándose lentamente…

¿Por qué se había dejado vencer por el pánico? ¿Por qué de repente le había dado tanto miedo su compañera? Esa pérdida de control iba a costarle la vida. Recordó que esa incoherencia pertenecía en realidad al proceso. Al final de la ceremonia siempre desvariaba. Pero normalmente estaba solo. Solo en la Cámara de Pureza…, y ese instante de abandono no tenía ninguna consecuencia.

Se concentró más y reconstruyó la escena. La mujer cosida a puñaladas. Su mano, la de él, sosteniendo la llama. Ese pensamiento se hizo tan claro, tan preciso, que creyó estar de nuevo en la Cámara… Sintió deseos de acariciar ese cuerpo abierto, chorreante, pero sabía que era imposible. La fuente era tabú.

No obstante, se acercó a su amada y contempló sus heridas. Admiró esos ríos oscuros que se esparcían sobre la piel bronceada. Sintió una ternura y un agradecimiento ilimitados hacia esos surcos que le aportaban paz.

Se inclinó. Hasta el punto de oír el siseo de las heridas. Hasta el punto de notar el calor del cuerpo… Cerró los ojos y notó, dentro de su boca lacerada, el sabor de cobre de su propia sangre.

Lentamente, el sueño volvía a invadirlo.

Pero esta vez era un descanso límpido, alejado de toda pesadilla.

Vio una vez más el charco oscuro que se extendía a sus pies, alrededor de su compañera. Él mismo se hundía en él como en una almohada mullida, benéfica, donde anidaban sus pensamientos.

Una sonrisa apareció en sus labios.

Ya no tenía miedo; estaba curado.

6

En su búsqueda, los asesinos en serie ocupaban un lugar aparte.

Para Marc eran como diamantes puros. Piedras en bruto. En ellos no encontrabas móviles parásitos, pasión ciega, pánico del último minuto. Ningún arrebato que pudiera explicar, incluso disculpar, el acto criminal.

Nada más que la pulsión de matar.

Fría, aislada, regia.

Había leído todos los libros sobre la cuestión. Relatos. Biografías. Autobiografías firmadas por los propios criminales. Estudios psiquiátricos. Él mismo había redactado informes exhaustivos sobre algunos de los más célebres. Los conocía mejor que nadie. Jeffrey Dahmer, que agujereaba el cráneo de sus presas con un taladrador para verter ácido dentro. Richard Trenton Chase, que se bebía la sangre de sus víctimas y metía los órganos en una batidora para extraer mejor su líquido vital. Y Kumper, dos metros, ciento cuarenta kilos, caníbal, necrófilo, que hablaba a la cabeza de su víctima, colocada sobre la chimenea, mientras sodomizaba su cuerpo decapitado. Y Gein, que se hacía máscaras de carne con el rostro desollado de sus víctimas.

A partir del año 2000 había presentado solicitudes para visitar a asesinos en serie encarcelados en Francia. Así había conseguido interrogar, en ocasiones durante varias horas, a Francis Heaulme, Patrice Alègre, Guy George, Pierre Chanal… Había entrevistado también a las personas de su entorno, hablado con sus padres y con las familias de sus víctimas.

Y siempre había experimentado la misma decepción.

Como todos aquellos a los que había observado en los tribunales, esos hombres eran corrientes. Algunos eran gigantescos, otros estaban llenos de tics, otros tenían realmente cara de pocos amigos, pero su apariencia no revelaba nada fundamental. Su secreto, su abismo, estaba —y permanecía— en el interior de sí mismos.

En esos momentos dudaba de sus propias dotes de entrevistados ¿Por qué no lograba comprenderlos, meterse en su cabeza, imaginarlos en plena carnicería? En su desesperación, casi lamentaba no poder sorprenderlos en flagrante delito, con las manos ensangrentadas, de rodillas ante sus víctimas frías.

A fuerza de estudiar esos casos horribles, había llegado a reunir unas pocas imágenes, unos pocos leitmotivs, que reaparecían para atormentarlo en sueños. Y se felicitaba por ello. Al menos compartía algo con los asesinos.

Estaba obsesionado, por ejemplo, con el ruido de una cuchilla. La de Francis Heaulme degollando a una mujer en la playa de Moulin Blanc, cerca de Brest. Marc había visto las fotos del corte: limpio, profundo, practicado desde el centro del cuello hasta la parte de atrás de la oreja izquierda. Habían encontrado a la víctima en bañador, tendida sobre las piedrecillas, y había una especie de vínculo cruel entre esa herida desnuda y los guijarros grises a merced del viento y del mar. Ese paisaje siniestro era lo que se perfilaba primero en su sueño; luego, de repente, el silbido lo arrancaba de la pesadilla. El ruido de la navaja cortando el cuello.

También soñaba con un cuadro misterioso que representaba a una mujer muy delgada cuyos brazos tenían las manos amputadas. La figura hierática caminaba pensativa, con el vientre abierto y las entrañas recogidas. En su sueño, Marc siempre se preguntaba quién era, dónde la había visto antes. Poco a poco, la respuesta iba tomando forma hasta despertarlo.
El espectro del sex-appeal
Un cuadro de Salvador Dalí.

En 1998, Marc había investigado una serie de crímenes cometidos en Perpiñán, cuyo autor posiblemente se inspiraba en ese cuadro. Al menos en un caso la joven víctima había sido destripada y se le habían amputado las manos. No habían encontrado al asesino y Marc estaba convencido de que, mientras estuviera libre, su obsesión, bajo el signo de Dalí, planearía por los aires y lo contaminaría a él, el periodista solitario que buscaba el secreto pero solo atrapaba briznas, humo.

El pitido del contestador automático lo sacó de sus pensamientos; desde que se había despertado, divagaba mirando los retratos de Reverdi. La voz de Verghens retumbó en el gran espacio del estudio: «Soy yo. Hace tres días que me mandaste el texto mierdoso sobre el caso de Malaisia. Espero que tengas algo nuevo de aquí al próximo cierre. Llámame esta mañana sin falta. (Una pausa.) Te recuerdo que dentro de unas semanas habrá guerra. A nadie le interesarán ya nuestras historias. Así que, por el amor de Dios, danos una primicia».

Marc sonrió al escuchar la alusión al conflicto inminente en Irak. Como si él necesitara una cuenta atrás para moverse. Las once de la mañana. Había mirado su correo. Ningún mensaje de la agencia France Press, ni tampoco de Reuters o de Associated Press. Ni de sus contactos en el
New Straits Times
y en el
Star
, los principales periódicos de Kuala Lumpur. Ninguna respuesta del DPP, el Deputy Public Prosecutor, el equivalente en Malaisia del juez de instrucción, a quien había escrito. Ningún signo de vida tampoco de la embajada de Francia, que supuestamente redactaba un informe diario. Al parecer, Reverdi seguía en el hospital psiquiátrico y su estado no había experimentado ninguna variación. El nombre de su abogado continuaba sin conocerse. Estaban en punto muerto.

Marc fue a prepararse un café a la cocina americana, comunicada con el estudio. Era un apasionado del café: una de sus manías de solterón. Tenía sus contactos para conseguir arábicas únicos, robustas raros, las mejores selecciones de todos los países, y en los tiempos en que era rico había comprado una cafetera muy sofisticada, con tubo «vapor» para capuchinos y descalcificador integrado, que permitía destilar verdaderos néctares. Tomaba todos los días una buena veintena de esos brebajes concentrados y variaba las marcas y los orígenes a lo largo de la jornada. Se decidió por un colombiano fortísimo. Capaz de resucitar a un muerto. Exactamente lo que necesitaba.

Se lo tomó a sorbitos de pie detrás de la barra de madera blanca, paseando la mirada por su antro. Un espacio de ciento veinte metros cuadrados, con el techo de una altura impresionante. Cuando lo compró, le había parecido que semejante verticalidad permitiría despegar a su mente. Ocho años más tarde, eso todavía estaba por demostrar.

Situado en la planta baja, el estudio daba a un pequeño patio embaldosado y decorado con dos palmeras enanas, que montaban guardia a través de los ventanales. Las otras paredes sostenían estanterías donde había libros, partituras y CD. Trozos enteros de su vida que se elevaban hasta las cristaleras abuhardilladas y que no constituían sino la antecámara de su verdadera biblioteca: una pequeña habitación anexa, en un nivel inferior, tapizada de libros especializados.

Todo lo que se había escrito sobre los asesinos en serie, o casi todo, se encontraba ahí metido, amontonado, catalogado. Al igual que montañas de periódicos de sucesos. Ese teatro de sangre era tan completo que los demás periodistas de
Le Limier
iban a menudo para consultar tal o cual obra o informarse sobre un asesino histórico. Ese cuchitril era el causante del olor a moho que flotaba en el
loft
y que hacía decir a Vincent cada vez que iba: «Tienes que dejar de fumar champiñones».

En la habitación grande, el mobiliario se reducía a la mínima expresión: una tabla apoyada sobre unos caballetes a modo de mesa; un salón, al fondo, formado por un sofá hundido y unos cojines esparcidos, y unos metros a la derecha, en un entrante, la cama. Un colchón sin somier, colocado directamente sobre el suelo, frente a una mesa baja que sostenía un gran televisor y material electrónico diverso: un lector de DVD, un reproductor de vídeo, unas pantallas acústicas y otros aparatos de alta fidelidad.

A Marc le encantaba dormir en el suelo. Era la posición del soldado que observa, agazapado, la base que hay que atacar. Ese punto de vista resumía su vida: siempre escondido, emboscado. Por la noche observaba su muralla de libros, que brillaba a la luz del farol del patio, mientras que una serie de farolillos rojos, colgados delante, evocaban las señales de una pista de aterrizaje. ¿Cuándo despegaría? ¿Cuándo encontraría la verdad que buscaba?

Se hizo otro café y se instaló frente al escritorio. Ordenó el fárrago de documentos, notas, fotos y cintas de casete que había acumulado sobre un único tema. Material suficiente para escribir una espléndida biografía de Jacques Reverdi. Pero contaría la historia de un gran deportista, no la de un asesino.

Durante los dos últimos días, Marc había recorrido paso a paso su vida. A principios de los años ochenta, Jacques había sido una verdadera estrella. Artículos, entrevistas y fotos componían la imagen heroica de uno de los mejores apneístas de finales del siglo. Entre Jacques Mayol y Umberto Pelizzari. Sin embargo, en las entrevistas Reverdi nunca abusaba de los lugares comunes sobre esa disciplinar la búsqueda del absoluto, el retorno al mar nutricio, la complicidad con los mamíferos marinos… Al contrario, él insistía en el carácter antinatural de la apnea y en sus peligros: los riesgos de síncope, la amenaza constante de la presión, el vértigo de las profundidades. Marc conocía ese deporte por haberlo practicado un poco en Córcega, y recordaba haber tenido problemas de pérdida de conciencia en el fondo de una cala. Inmediatamente lo había dejado; esos desvanecimientos le habían recordado los dos períodos de inconsciencia de su vida.

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