No podía escribir estando solo. Ya en la época de la facultad, e incluso del instituto, redactaba sus trabajos en bares abarrotados, rodeado por el vocerío de la gente y los chorros de vapor de las cafeteras. Esa presencia le permitía superar su miedo frente a la escritura. Y frente a sí mismo. Marc temía la soledad. La casa vacía, en la que un extraño puede entrar para matar. Un frío lo invadió de golpe, penetró a través de todo su cuerpo. A los cuarenta y cuatro años seguía igual, con sus terrores infantiles.
—¿Tomará algo más? —El camarero con chaqueta blanca lo observaba de hito en hito, después de haber lanzado una mirada hacia la documentación extendida sobre las dos mesas—. Esto es un bar, señor, no una biblioteca.
Marc rebuscó en su bolsillo y solo encontró algunas monedas.
—¿Un café? —añadió el camarero en tono irónico—. ¿Con un vaso de agua?
—Sí, con un vaso de agua.
El hombre se alejó. Marc observó los euros en su mano. Brillaban débilmente bajo las lámparas, resumiendo su situación financiera. Mentalmente, repasó sus reservas personales y no encontró nada. Ni en el banco ni en ninguna parte. ¿Cómo había llegado a esa situación, cuando diez años antes era uno de los reporteros mejor pagados de París?
Puso una moneda sobre la mesa y la hizo girar sobre sí misma como si fuera una peonza. Esa imagen le hizo pensar en una linterna mágica que proyectara la película de su propia vida. ¿Qué título se le podría poner? Lo pensó durante unos segundos y se decidió por este:
Retrato de una obsesión
.
La obsesión del crimen.
Y sin embargo, todo había empezado de un modo inocente.
Con el piano. Durante la adolescencia, Marc tenía una convicción. Su existencia estaría organizada como una partitura. Clases de música en el instituto. Conservatorio de París. Recitales y grabaciones de discos. Como pianista, Marc también quería ser pragmático. Rechazaba el
pathos
, los recursos románticos. Cuando tocaba las
Variaciones Goldberg
, de Johann Sebastian Bach, nunca utilizaba el pedal, lo que acentuaba el carácter matemático de los contrapuntos. Cuando interpretaba a Chopin, se esforzaba en no exagerar jamás el
rubato
de la mano izquierda, que podía hacer que la pieza se bamboleara como una vieja barca que hace agua. Y cuando ejecutaba una obra de Rachmaninov, en las oscilaciones ternarias de la mano izquierda le gustaba separar la melodía en dos tiempos, con un rigor tenso, rectilíneo.
Las certezas corrían entonces bajo sus dedos. No preveía una sola nota falsa en su destino. Sin embargo, sucedió. Con una violencia fulminante, en la primavera de 1975. La desaparición de D'Amico, su mejor amigo, con quien había compartido los años de instituto, sumió su existencia en el caos. Además, Marc rechazó mentalmente ese hecho. Estuvo en coma seis días. Cuando recobró la conciencia, no recordaba nada. Ni del descubrimiento del cuerpo ni de las horas inmediatamente anteriores al suceso.
Enseguida se dio cuenta de que el accidente no lo había impresionado sin más. El drama había tenido un efecto subterráneo y perverso. Su percepción de la música había cambiado. Ahora experimentaba ante el piano un malestar pernicioso, un hastío que le impedía, no tocar, sino interpretar con sensibilidad. Una grieta se abría cada vez más, y todas sus esperanzas escapaban a través de ella. El conservatorio, los certámenes, los recitales… No había dicho nada a sus padres, ni tampoco al psiquiatra que lo trataba desde que había sufrido la pérdida de conciencia. Mal que bien, había aprobado el bachillerato musical. Pero la máquina se había roto. Ya no podía confiar en ser diferente de otros virtuosos, en aportar algo a la gran historia de la interpretación. Por exclusión, escogió la literatura y se matriculó en la Sorbona.
Estaba terminando sus estudios cuando sus padres murieron. Uno a continuación del otro. Del mismo cáncer. Aturdido todavía por su propio trauma, Marc siguió de lejos aquella tragedia. En realidad, nunca había estado muy unido a esos dos farmacéuticos de Nanterre que no comprendían sus ambiciones. La pareja siempre le había evocado la imagen de dos gomas elásticas alrededor de un mismo fajo de billetes. Nada que ver con sus sueños de músico desinteresado. Por lo demás, Marc tenía una hermana, cortada con el mismo patrón pequeñoburgués, que se había apresurado a hacerse cargo de la farmacia. Cambio de testigo, cambio de moneda.
Marc hizo la memoria de fin de carrera:
Apuleyo o las metamorfosis del verbo
. Luego descubrió el mercado de trabajo. Redactó con mucho esmero su
curriculum vitae
. Se veía como un náufrago que lanzaba botellas al mar y, a falta de mensaje interior, retocaba cuidadosamente las etiquetas. ¿Quién necesitaba, en el universo profesional contemporáneo, un especialista en los poetas neoplatónicos? Había buscado en todos los ámbitos donde tenía posibilidad de ejercitar su pluma: periodismo, publicidad, edición… En el fondo, todo eso le era indiferente; su herida, el abandono del piano, aún no se había curado.
El milagro se produjo. Recibió una respuesta afirmativa de un periódico, una simple publicación local, pero lo importante era que iban a pagarle por escribir. Se consagró a su nuevo oficio. Se apasionó por el sur de Francia y descubrió que todos los clichés pintorescos sobre esa región eran ciertos: el sol, las llanuras doradas, los colores pastel del espliego y el romero. Cada sensación era para él como una de esas bolsitas de hierbas secas que se ponen entre las sábanas. Los perfumes lo impregnaban; era un bienestar quedo, íntimo, que se deslizaba entre los pliegues de su ser.
Pasaron los años. Progresó, fue ganándose mejor la vida. Vendió su parte de la farmacia a su hermana y compró una casa en las afueras de Sommières. Allí tenía un círculo de amigos, un círculo de costumbres, un círculo de «novias». A los treinta años se había convertido en un hijo del Gard. El drama de D'Amico le parecía lejano, la escritura era el único hilo conductor de su vida y, naturalmente, alimentaba la idea de escribir una novela. Cada mañana se levantaba más temprano para redactar la «obra maestra». Pero, sobre todo, sus angustias prácticamente habían desaparecido. Seguía yendo a un psiquiatra en Nimes y sus pesadillas iban a menos. El rojo, ese rojo que a veces inundaba las paredes de su cráneo, se aclaraba hasta el punto de desaparecer en el polvo del aire matinal cuando se despertaba.
Pero sin que él se diera cuenta, un nuevo veneno penetraba en su vida: la rutina. Los círculos concéntricos de su existencia se estrechaban hasta el extremo de asfixiarlo. Cada día se anquilosaba un poco más. Se levantaba más tarde, justo a tiempo para llegar a la reunión de la mañana. Por la noche ponía la televisión con la excusa de que se había pasado el día «trabajando como un burro». Poco a poco, las preocupaciones de su vida profesional, minúsculas pero concretas, prevalecieron sobre sus sueños de escritor. Comía más, se abotargaba y tomaba gusto a la inercia. Incluso había vuelto a tocar el piano, pero de la misma forma que se vuelve a hacer bricolaje.
Entonces la
conoció
.
Al principio no la vio. Como en esos tests psicológicos en los que se muestra al sujeto unas cartas imposibles (as de picas rojo, diez de diamantes negro) y que a este le pasan inadvertidas porque las confunde con cartas normales, Marc asoció a Sophie con el paisaje habitual y fue incapaz de percibir sus diferencias.
Era, simplemente, la carta imposible.
Coincidieron por primera vez en Sagnon, en el parque natural de Lubéron, durante la inauguración de un yacimiento arqueológico. Habían descubierto en una placa calcárea unas huellas fosilizadas de animales prehistóricos. Ese día, Sophie le habló: era la responsable de comunicación de la fundación que financiaba las excavaciones. Marc no se fijó en ella. Una dama de tréboles roja. Una reina de corazones negra. Fue preciso que ella insistiera, que lo invitara varias veces a otros yacimientos financiados por su fundación para que por fin comprendiera.
Sophie se ajustaba exactamente a su ideal femenino.
Era el esbozo que siempre había planeado por su mente. El sueño latente que no se atrevía a precisar por miedo a que se borrara al entrar en contacto con su pensamiento. Todavía hoy sería incapaz de describirla. Alta, morena, a la vez precisa y vaga. Solo recordaba un equilibrio inusitado. Una gracia perfecta. Siempre lo había pensado y por fin tenía la prueba: el color del cabello, la calidad de la tez, la textura de la piel carecían de importancia. Solo contaba la armonía del conjunto. La pureza de las líneas, el rigor del dibujo. Como el prodigio de una melodía, que puede ser interpretada con cualquier instrumento sin perder emoción.
Imposible también decir si le gustaba su mentalidad, su personalidad, puesto que todo en ella, absolutamente todo —comentarios, decisiones, actitudes—, estaba atravesado por esa gracia indescriptible. Marc no la escuchaba; planeaba. No la amaba; le profesaba culto. Solo tenía un deseo: vivir con ella, acompañar a esa belleza hasta el final, igual que se hace una peregrinación. Quería ver aparecer sus arrugas, familiarizarse con su belleza, sin tratar de comprenderla ni de penetrar su secreto. Esperaba simplemente integrarse en su historia, igual que un sacerdote asimila la fe, a fuerza de oraciones, sin comprender los designios de Dios.
Encontró una energía nueva en su trabajo. Desde hacía dos años era corresponsal de una gran agencia fotográfica de París. Cuando se producía un suceso en su región que podía tener relevancia en el ámbito nacional, avisaba inmediatamente a la oficina central y le enviaban un fotógrafo. Gracias a ese trabajo, conocía a reporteros prestigiosos, hombres que no paraban de viajar, que vivían en otro nivel de la realidad. Marc les propuso una colaboración —el famoso tándem periodista-fotógrafo— aplicada a escala mundial.
Le dieron un voto de confianza. Viajó, trató con gente de todo tipo. Etnias lejanas, multimillonarios delirantes, guerras entre gánsteres. Valía todo, con una sola condición: garantizar en papel satinado lo inédito, lo extraordinario, la adrenalina. Sus ingresos aumentaron. Los riesgos que corría también. Vendió su casa de Sommières para regresar a París. Sophie lo acompañó, por supuesto; además, todo eso lo hacía por ella. Paradójicamente, realizaba esos viajes para acercarse a ella, para alimentar su cotidianidad con un material incandescente y sublimar su relación íntima. Frente a su belleza, no podía sino convertirse en un héroe. Era una cuestión de equilibrio.
A finales de 1992, Marc empezó a preparar un reportaje importante sobre la mafia siciliana. Su periplo incluía varias ciudades: Palermo, Mesina, Agrigento… Convenció a Sophie de que se reuniera con él al final del recorrido, en Catania, al pie del Etna.
Allí, en la ciudad volcánica, fue donde el drama se repitió.
Sophie desapareció el 14 de noviembre de 1992. Jamás olvidaría esa fecha. La mujer sagrada, la Pitonisa, se desvaneció en el mismo color que D'Amico. El rojo. Por lo menos eso era lo que suponía, pues no guardaba ningún recuerdo de aquello. Cuando descubrió su cuerpo, perdió el conocimiento y se sumió en un sueño sin sueños. Todo se repitió exactamente igual que la primera vez. El descubrimiento. El choque. El coma.
Se despertó en un hospital parisiense. Le contaron, con mucha precaución, lo que había pasado. Habían transcurrido dos meses. Lo habían trasladado a París. Sophie estaba enterrada con su familia, en la región de Aviñón. Marc no podía hablar. Los viejos fantasmas resurgieron a su alrededor: su hermana, los especialistas en amnesia, el psiquiatra que lo había tratado la primera vez.
Él los escuchaba, comía, dormía. Pero solo experimentaba una sensación: un sabor de cemento en la boca, como después de una larga sesión con el dentista. Ese sabor lo invadía, se extendía por todas partes y lo paralizaba. Estaba convirtiéndose en un bloque mineral. Incapaz de la menor idea, de la menor reacción.
Tardó dos semanas en levantarse. Se observó en el espejo de su habitación y se encontró, simplemente, más delgado. Su piel tenía color de yeso y su boca seguía exhalando el mismo olor a mortero.
Un mes más tarde, sus ideas se ordenaron. Comprendió que lo había perdido todo. No solo a Sophie, sino también el último recuerdo de Sophie. Ese agujero negro era lo que le obsesionaba cuando deambulaba en pijama por los pasillos del hospital. Esa herida de tiempo, esa página borrada que siempre le faltaría y que ningún implante podría reemplazar.
Después calibró el alcance de su propia metamorfosis. Con la muerte de D'Amico había perdido el gusto por el piano. Esta vez había perdido el gusto por la vida, por el futuro, por toda actividad. Ingresó en una clínica especializada, que podía pagar con el dinero obtenido de la venta de la casa de Sommières. Pasaron meses. Marc se veía adelgazar día a día en el espejo. Tez blanquecina, pómulos salientes. Se desmaterializaba porque ya no daba la talla frente al mundo que lo esperaba fuera.
No obstante, encontró una vía nueva: el cinismo.
Recobrarse de la muerte de Sophie era recobrarse de lo peor. Así pues, reanudaría su trabajo, pero sin escrúpulos ni ilusiones. Trabajaría por la pasta. E incluso por toda la pasta posible. Conocía bastante los medios de comunicación para saber que solo una vía era realmente rentable: famosos e indiscreción. Esa mañana se sonrió en el espejo, a la sombra del bigote que se había dejado crecer para dar cuerpo a su semblante de asceta.
Puesto que ya no tenía esperanza, haría fructificar su desesperación.
Se convertiría en
paparazzo
.
Para un periodista, no se podía caer más bajo. Ser
paparazzo
era el fondo de la cloaca. Ni valores ni principios: todo está permitido si reporta beneficios. Al mismo tiempo, era un trabajo de tensión, de adrenalina, que exigía mucha investigación. E incluso más: había que esconderse, disfrazarse, engañar. Por no hablar de los riesgos, reales como la vida misma, como que te partieran la cara o te destruyeran el material. Resumiendo, todo lo que necesitaba. No era fotógrafo, pero sería un investigador sin igual.
Un especialista en casos jugosos.
En unos años se convirtió en uno de los mejores del oficio. O sea, uno de los peores. Entrometido, mentiroso, manipulador. Se metió en una especie de intermundo: una ciénaga de la que extraía oro. Se relacionó con prostitutas de lujo, polis cargados de deudas, soplones que se movían entre famosos. Aprendió a sobornar a porteros, a chóferes, a médicos. Se hizo experto en el arte de rebuscar en los cubos de basura, pero también en el de colarse en las fiestas selectas.