En realidad, el campeón se refería a la apnea como a una guerra entre el hombre y el mar. Una guerra que había que ganar con el propio cuerpo para sobrepasar, en las grandes profundidades, una especie de límite. En las entrevistas siempre hablaba de esa frontera misteriosa que solo conocía el apneísta. La del récord, por supuesto, pero también la de la mente. Un estadio superior al que, paradójicamente, se accedía en las profundidades. Cuando lo evocaba, se intuía que en el seno de las tinieblas, a una presión alucinante, cuando los pulmones no eran más que dos piedrecitas y la luz un recuerdo, el buceador ganaba algo más que una medalla o una copa.
Marc había encontrado también un artículo más reciente, publicado en L'Express en agosto de 1988, en plena fiebre de
El gran azul
, cuando en Francia, siguiendo la estela de la película de Besson, miles de adolescentes se habían apasionado de pronto por el submarinismo. Los reporteros habían localizado a Reverdi, convertido en simple profesor de submarinismo en Tailandia. Aparecía entonces más sereno, mucho más cercano a la imagen de sabiduría y de espiritualidad de la apnea.
Pero Marc se había remontado a épocas anteriores de la existencia de Reverdi y había descubierto cosas interesantes. Esas cosas permitían entrever traumas que podían explicar los acontecimientos actuales.
Jacques nació en 1954 en Epinay-sur-Seine, en el departamento de Val-d'Oise. Hijo único y huérfano de padre, creció con su madre, que era asistenta social. Fue una infancia normal y corriente hasta que, en 1968, Monique Reverdi se suicidó. Jacques —tenía catorce años— encontró el cuerpo de su madre en el piso donde vivían, rodeado de un charco de sangre: se había cortado las venas.
El adolescente cambió entonces de personalidad. El niño tímido, reservado, se convirtió en un ser agresivo, un golfo impulsivo que iba de un hogar a otro, no paraba de cometer robos, actos de vandalismo, agresiones. A los diecisiete años lo enviaron a Marsella, a un centro destinado a adolescentes difíciles. Fue el segundo gran giro de su existencia. Allí conoció a Jean-Pierre Genoves, un psiquiatra muy abierto que lo inició en la apnea. Aquello fue una revelación. Jacques se apasionó por ese deporte y demostró poseer unas aptitudes únicas.
En 1977, después del servicio militar y de años de entrenamiento, Jacques batió su primer récord mundial en peso constante. Esa disciplina es particularmente difícil; no se trata de descender gracias al peso de un lastre y luego subir con ayuda de un paracaídas, como en la categoría «
no limits
», sino de sumergirse y salir a la superficie únicamente con la fuerza de las manos. Jacques alcanzaba así una profundidad de sesenta metros. Paralelamente, se ejercitó en el «
no limits
» y sobrepasó la línea de los cien metros, cruzada ya por Jacques Mayol en 1976. A partir de 1982, el campeón, que contaba veintiocho años, dejó de desarrollar una actividad tan intensa, hasta que acabó por abandonar la competición y se instaló en el Sudeste Asiático, donde desapareció hasta que el éxito de
El gran azul
volvió a colocarlo, brevemente, bajo la luz de los focos.
Marc había efectuado asimismo una búsqueda iconográfica. Por supuesto, había encontrado numerosas fotos del campeón durante su período de gloria. Pero había dado también con un retrato de Monique Reverdi y había descubierto a una mujer alta y delgada, perdida dentro de un vestido de flores de estilo Laura Ashley cerrado hasta el cuello. Una belleza lánguida, inquietante. Una larga melena castaña, peinada con raya en medio, acentuaba lo alargado de su rostro. Lo que impresionaba era su mirada, oscura, intensa, así como sus labios sensuales, en forma de pétalos. A Marc, la foto le había recordado, curiosamente, a dos estrellas del rock de distinto sexo: Cher y Marilyn Manson. Al mismo tiempo, había en su actitud una rigidez estoica, un hieratismo de mártir. Monique Reverdi era una mezcla de imagen piadosa y cubierta de disco.
Marc había conseguido hablar por teléfono con antiguos compañeros de trabajo de la asistente social. En opinión de todos, Monique Reverdi era una mujer servicial, generosa. «Una santa.» ¿Por qué se había cortado las venas?
De su experiencia como investigador criminal, Marc había obtenido una certeza: el único punto en común entre los asesinos en serie era su infancia perturbada. Violencia en el seno de la familia, alcoholismo, abandono, incesto… Según todos los indicios, no era ese el caso de Jacques, mimado por su madre. ¿Había bastado la violencia del descubrimiento del cuerpo para provocar la psicosis criminal?
Bebió un trago de café… frío. Tenía que encontrar otra pista. No para redactar su nuevo artículo, sino para comprender mejor el perfil del predador. Ordenó los papeles, las fotografías y las notas según los diferentes períodos cronológicos. Cuando llegó a la carpeta titulada «camboya», se dio cuenta de que no tenía casi nada. El retrato de Linda Kreutz, unos recortes de prensa procedentes de periódicos franceses… Se había puesto en contacto con la embajada de Francia en Phnom Penh, pero el personal había cambiado. Imposible acceder a los archivos del proceso, que tuvo lugar en pleno golpe de Estado. Tampoco había manera de dar con el abogado camboyano de Reverdi. Por lo que estaba viendo, la justicia camboyana era bastante confusa.
A Marc se le ocurrió una idea. Había leído en alguna parte que la víctima pertenecía a una familia acomodada. Seguro que los Kreutz habían contratado, en la época, los servicios de un abogado alemán para redactar la demanda y constituirse en acusación particular. Quizá incluso los de un investigador privado para arrojar luz sobre el caso. El instinto le decía que esos padres estaban convencidos de la culpabilidad de Reverdi y que debían de haberse sentido indignados por su liberación.
Su nueva detención, tras haber sido pillado en flagrante delito, podía darles ideas. Intentarían reabrir el caso de su hija en Camboya. Sí, se podía sacar algo por ese lado. Marc debía identificar al abogado encargado del caso.
Marc tenía varias tácticas para obtener información, e internet distaba mucho de ser su favorita. Demasiado vasto, demasiado confuso. En general, no había nada mejor que una buena llamada telefónica y el contacto humano. Llamó a la embajada de Alemania, a cuyo responsable de prensa conocía. Este último, sin siquiera colgar, se puso al habla por otra línea con un amigo reportero de la revista
Stern
, un especialista en sucesos que había cubierto el caso Kreutz. El periodista aún tenía las señas de Erich Schrecker, defensor de la familia.
Unos minutos más tarde, Marc estaba hablando con el abogado. Le explicó en su mejor inglés la investigación que estaba llevando a cabo: quería demostrar las posibles relaciones entre la acusación de Johore Bahru y las sospechas que habían pesado sobre Reverdi en Camboya. Schrecker lo interrumpió con sequedad:
—Lo siento, no puedo decir nada.
—Dígame al menos si van a reanudar las actuaciones. ¿El arresto de Reverdi en Malaisia permite recurrir en Camboya?
—El caso fue juzgado. Hubo sobreseimiento.
Por el sonido de la voz, Marc intuía que Schrecker y la familia Kreutz ya tenían una estrategia.
—¿Se ha puesto en contacto con la acusación particular en Malaisia?
—Es muy pronto para decir nada.
—Pero los dos casos presentan similitudes, ¿no?
—Mire, estamos perdiendo el tiempo los dos. No le diré nada. Usted sabe que un abogado no habla con los periodistas, salvo si hacerlo puede ayudarlo en el caso. Este solo necesita una cosa: discreción. Así que no correré ningún riesgo.
Marc se aclaró la garganta.
—Puede informarse sobre mí. Soy un periodista serio.
—La cuestión no es esa.
—Le prometo que le dejaré leer el artículo antes de…
El abogado rompió a reír; su voz parecía rejuvenecer segundo a segundo.
—¡Si supiera la cantidad de artículos que me han prometido que me dejarían leer y que no he visto jamás!
Marc no insistió; no recordaba haber cumplido ni una sola vez su palabra en ese terreno. Prefirió apostar por el pragmatismo:
—Tengo veinte años de crónica judicial a mis espaldas. No soy de los que escriben cualquier cosa. Deme solo la temperatura. ¿Lo relaciona con el caso de Papan o no?
Silencio del abogado.
—¿Los dos sistemas judiciales van a colaborar?
—Mire, yo…
—¿El DPP de Malaisia va a ir a Camboya?
Se notó un cambio en el silencio de Schrecker.
—Me he puesto en contacto con él, en Johore Bahru —susurró con lasitud—. No he obtenido respuesta. Y seguimos sin saber si los camboyanos están dispuestos a dejarle ver el expediente Kreutz.
—¿Por qué no se lo dan ustedes?
Se echó de nuevo a reír, pero en un tono siniestro.
—Porque no lo tenemos. En 1997 éramos consultores extranjeros. Los jemeres son muy susceptibles en el terreno de las competencias. No están dispuestos a dejar que los occidentales les den lecciones.
El abogado se exaltaba. Marc notaba que el caso le resultaba apasionante.
Hay una cosa que debe entender —continuó—. Los jemeres rojos han matado al ochenta por ciento del personal judicial de Camboya. Actualmente, los abogados y los jueces tienen un nivel de formación equivalente al de un maestro. También está la corrupción, y las influencias políticas. Es un caos absoluto. A todo eso, se añaden las relaciones bastante difíciles entre Camboya y Malaisia. Y además, cuando lo hemos intentado con Tailandia…
—¿Por qué Tailandia?
El abogado no respondió. Marc ya había comprendido.
—¿Hay una causa contra Reverdi en Tailandia?
Schrecker seguía mudo. Marc insistió:
—¿Reverdi ha tenido también problemas allí?
—Problemas no. No está acusado de nada.
Marc pensó a toda velocidad mientras abría las carpetas. Cogió sus notas; tenía que demostrar a Schrecker que conocía el caso a fondo.
—De 1991 a 1996, en 1998 y en 2000, Reverdi pasó temporadas en Tailandia. Y volvió en 2001 y en 2002. ¿Hubo otros asesinatos durante esos períodos?
Ninguna respuesta del alemán. Marc oía su respiración entrecortada. No quería hablar, pero una fuerza contradictoria le impedía colgar.
—¿Han encontrado cuerpos?
—¡No, cuerpos no! —saltó Schrecker—. Si fuera eso, estaría solucionado.
—Entonces, ¿qué?
—Desapariciones.
—¿Desapariciones en Tailandia? ¿Con ocho millones de turistas al año? ¿Cómo pueden llamar la atención unas «desapariciones»?
—Hay convergencias.
—¿De lugar?
—De lugar y de fecha, sí.
Marc bajó la vista hacia su documentación: en las diferentes estancias de Reverdi en Tailandia, se repetía un lugar.
—¿Phuket?
Phuket, sí. Dos casos de desaparición verificados. Concretamente en Koh Surin, en el norte de Phuket. El feudo de Reverdi.
—La proximidad geográfica no demuestra nada.
—Hay más. —El abogado volvía a exaltarse. Sin duda había tardado meses en descubrir esos indicios—. Una de las mujeres asistió a sus cursos de submarinismo. La otra vivió en su bungalow. Tenemos testigos. Parecía enamorada. Nadie ha vuelto a verla.
Marc se estremeció: el perfil de un verdadero predador estaba dibujándose.
—Las víctimas. Deme sus nombres.
—¿Qué se cree? Hemos tardado años en preparar el caso. No vamos a dejar ahora que un periodista lo estropee todo.
—Habla en plural. ¿A quién se refiere?
—A las familias. Hemos localizado a las familias en diferentes países de Europa y nos hemos unido. Nuestra acción converge hacia Malaisia. —Schrecker soltó una brusca carcajada—. Es como una rata.
Schrecker parecía sobreexcitado y Marc no le iba a la zaga. ¿Cuántas veces había actuado Reverdi? Ya se imaginaba a sí mismo señalando con rotulador, en un mapa del Sudeste Asiático, las zonas en las que el antiguo campeón había matado. De pronto le vino a la memoria la definición clásica del «asesino multirreincidente»: «Como la mayoría de los sádicos sexuales, es un hombre muy móvil, que se desplaza mucho, socialmente competente, al menos en apariencia, pues es capaz de proyectar una máscara de normalidad y no asustar a sus víctimas, y controla perfectamente el lugar del crimen…».
—¿Puede decirme al menos la nacionalidad de las chicas? —insistió Marc.
—Adiós. Ya he dicho demasiado.
—¡Espere! —Casi había gritado. En un tono más bajo, añadió—: Quisiera ver sus caras. Solo eso. Mándeme sus fotos.
—¿Para que las saque en su periódico?
—Le juro que no publicaré nada. Solo quiero compararlas con las otras víctimas.
—No hay semejanzas. Es lo primero que hemos comprobado.
—Solo las fotos. Sin nombre ni origen.
—Ni hablar. Solo tenemos presunciones. Y estamos tratando de establecer una colaboración entre países que no pueden verse. Con sistemas judiciales diferentes. Un auténtico rompecabezas. No correré el menor riesgo por un periodista que va…
—Olvide al periodista. Olvide la publicación. Solamente quiero entender esta historia. Se ha convertido en una cuestión personal, ¿comprende?
Nuevo silencio. Marc había ido también demasiado lejos, pero esa revelación pareció dar en el blanco. Dos cazadores se habían encontrado.
—¿Qué garantías puede darme de que no publicará nada?
—Envíeme las fotos por correo electrónico en baja resolución. No podré reproducirlas en el periódico; solo consultarlas en el ordenador.
Después de haber apuntado la dirección del correo electrónico de Marc, el abogado dijo:
—Le facilitaré los períodos de estancia en Tailandia y las supuestas fechas de desaparición. Para que se sitúe.
—Gracias.
—Pero esto es un toma y daca, ¿eh? Me mantendrá al corriente de cualquier descubrimiento que haga.
—Cuente conmigo.
Otra mentira. Marc era un solitario; jamás compartiría sus datos. Se disponía a colgar cuando se dejó llevar por un último impulso. Quería sonsacarle a ese hombre su convicción íntima.
—¿Está seguro de que Reverdi es un asesino en serie?
El abogado no respondió enseguida. Estaba elaborando su respuesta. Quería que sus palabras sonaran como una sentencia.
—Un animal feroz —dijo por fin— ¡ En los dos casos conocidos, asestó más de veinte puñaladas. Les cortó la cara, el sexo, los pechos. Actúa movido por un arrebato, por una pulsión súbita que lo obliga a matar sin tomar precauciones, sin un plan elaborado. Un animal feroz. Solamente quiere desangrar a esas pobres chicas.