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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Thriller, Policíaco

La línea negra (8 page)

BOOK: La línea negra
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—Pero ya no estamos en la Edad Media —continuó Éric, esforzándose en resultar tranquilizador—. El director de la trena los vigila. Ha habido denuncias. En cuanto lo pillen con las manos en la masa, llevan a ese cabrón con su comando de la picha loca ante el consejo disciplinario. Mientras tanto, contamos los días.

Jacques miraba ahora a los reclusos, que se agrupaban con su bandeja por origen étnico. Encorvados sobre sus dedos pringosos, permanecían en cuclillas, como si estuvieran cagando al mismo tiempo que comían.

—¿Cada comunidad está en un bloque?

—En principio no. Pero, a base de pasta, los presos consiguen agruparse. Es la tendencia natural, y las autoridades cierran los ojos. Al menor problema, vuelven a separar a todo el mundo. —Se echó a reír—. Una patada en el hormiguero…

—¿Y los blancos?

—Perdidos en la masa. Los ingleses han conseguido que los pongan en la misma celda. Con los chinos. Los italianos también, con los indios.

Reverdi pensó en su pequeño estudio con cuarto de aseo. Aún no sabía con qué comunidad estaba. A no ser que estuviera, simplemente, en la zona residencial donde se agrupaban los malayos y los ricos han.

—¿Cada clan tiene su especialidad?

—Los chinos y los malayos siguen viviendo a su manera: los primeros venden de todo, los segundos no dan golpe. Los indios se ocupan de los problemas administrativos; hacen de abogados, redactan cualquier clase de carta por unos ringgits. Los indonesios son los esclavos. Podrías tener uno al día solo a cambio de tu porción de queso. Con los filipinos, la cosa se complica.

—¿Y el servicio de orden?

—Unos asesinos. Los peores de todos, porque no tienen nada que perder.

Reverdi prosiguió su recorrido visual escrutando, más allá de los edificios centrales, unos grandes cobertizos con el techo de chapa. Éric siguió su mirada.

—Los talleres. Hay uno por bloque. Ya sabes cuál es el principio: nos hacen tener las manos ocupadas para vaciarnos la cabeza. Y nos pagan con latas de sardinas. Pero eso a ti no te afecta; los que están en prisión preventiva no pueden trabajar. —Éric estiró un brazo nudoso—. Pasadas esas barracas, tienes un campo de fútbol. Y más lejos, en los pantanos, unas cabañas sobre pilotes que algunos consiguen construirse comprando el material a los guardias. Algo así como segundas residencias…

—¿Y aquellos?

Jacques señalaba, a la derecha, tres edificios achaparrados con manchas de humedad.

—El primero es el
guian
. El «mono». Ahí es donde meten a los que ya no tienen con qué pagarse los «viajes». Si arman demasiado escándalo, Raman los traslada al segundo bloque: la celda de castigo.

—¿Y el tercero?

—El tercero es… es el… —Éric no se decidía a decirlo, pero Jacques ya había entendido—. El pabellón de los condenados —dijo por fin—. Dentro está la horca. Parece ser que.

Se interrumpió de nuevo. Se concentró en la tarea de inspeccionar las costras que tenía en las plantas de los pies. Reverdi tragó saliva. El corredor de la muerte. Se había jurado no pensar en él y sabía que, con fuerza de voluntad, lo conseguiría. Su nuevo reto: vivir hasta el último segundo desentendiéndose de la muerte.

Levantó la cara hacia el sol y notó deslizarse por su piel la luz ardiente. Sonrió. La sensación. La vida.

—¿Y qué me dices de las posibilidades de evasión? —preguntó, abriendo los ojos.

—Cero por ciento. Nadie escapa de Kanara.

Pensó en la frase de bienvenida de los guardias de Auschwitz: «Aquí solo hay una salida: la chimenea». En su caso sería la cuerda.

Éric hurgó en la herida:

—Los muros tienen siete metros de alto. Hace dos años, unos tipos consiguieron escalarlos pasando por el tejado de la cantina. Uno se rajó el vientre con los alambres. El otro acabó con las dos rodillas incrustadas bajo las costillas al caer al otro lado. Al último lo atraparon en los pantanos, asfixiado por el cieno. Aquí tienen perros especiales que detectan los olores incluso dentro del agua. Los traen de Estados Unidos. Una especie de perros mutantes, adaptados al sistema carcelario. Pero nunca son suficientemente rápidos; solo encuentran cadáveres.

De pronto, a Reverdi le llamó la atención una escena extraña. A un centenar de metros, a la izquierda, en el ángulo muerto de un edificio, un hombre con la cabeza rapada caminó pegado a la pared, breve sombra sobre el cemento, hasta reunirse con otro preso, un joven de largos cabellos negros, untados con aceite de coco, con una camiseta y unos pantalones cortos tan ceñidos que le marcaban hasta la raya entre los huevos. La criatura andrógina cogió al hombre de la mano y desaparecieron bajo una chapa gris.

—Los thais —dijo Éric—. Se me habían olvidado. Cien ringgits el polvo. Amasan auténticas fortunas para operarse. También puedo ofrecerte titis. Uno de los guardias las trae los viernes durante la plegaria. Si quieres…

—No. Nada de mujeres.

Éric se fijó en que Reverdi llevaba el torso totalmente afeitado.

—A lo mejor lo que a ti te va son los thais —susurró, haciendo una mueca.

—Es por el submarinismo.

—¿Cómo?

—Lo de afeitarme el cuerpo… es por el submarinismo. El traje se adhiere mejor.

Éric pareció aliviado.

—Si quieres fumar o pincharte, estoy planeando…

—Tampoco quiero droga.

—¿Un teléfono móvil?

—No.

Éric se calló, perplejo. Reverdi le hizo una pequeña concesión para no enemistarse con él:

—Cuando quiera algo, me dirigiré a ti.

Éric le obsequió con la mejor de sus sonrisas: un teclado de piano con teclas blancas y negras. Se puso de pie con la expresión satisfecha del negociante que acaba de firmar un contrato.

En ese momento, otra voz se dirigió a Reverdi:


Jumpa
.

Un guardia permanecía en pie delante de él. Jacques se levantó, sorprendido.
Jumpa
: no habría imaginado que oiría esa palabra antes de que pasara mucho tiempo.

Significaba simplemente «visita».

9

En cuanto entró en el locutorio, supo que se encontraba ante su ángel de la guarda.

Un chino de unos treinta años, enfundado en un traje caro. Bajo y muy gordo, respondía a los embates de los trópicos con un sudor brillante que lo cubría como una fina película de barniz. En la mano derecha llevaba una cartera de piel roja. Su brazo izquierdo, doblado, sujetaba un cartón de tabaco, unas tabletas de chocolate y unas revistas. No cabía duda, era su ángel de la guarda.

El guardia lo empujó a través de la sala. Le habían puesto para la ocasión cadenas de hierro en las muñecas y los tobillos. Tenía la impresión de estar interpretando un papel —el de asesino sanguinario— en el que no creía. Las cadenas, el fusil de repetición del guardia, la cadencia marcial de los pasos: todos esos detalles convencionales le parecían falsos; folclore, nada más. Si de repente le hubiera dado a Reverdi por jugar la carta de la realidad —estrangular al guardia con las cadenas, por ejemplo—, el hombre habría muerto antes de haber puesto el dedo en el gatillo del fusil.

El locutorio era una sala larga y estrecha con ventiladores colgando del techo. Había varias mesas con sillas a los dos lados. El sol penetraba por unos tragaluces, y sus finos rayos se quebraban en las esquinas como láseres luminiscentes.

El chino dejó los objetos que llevaba en las manos y avanzó con decisión.

—Me llamo Wong-Fat y soy su abogado —dijo en inglés, sin decidirse a tender la mano ante la visión de las cadenas—. Pero llámeme Jimmy, por favor. Es mi nombre de pila inglés.

—Yo no he pedido a nadie.

—Me han nombrado de oficio —repuso el abogado, abriendo los brazos para indicar que era algo evidente.

En ese instante, Reverdi sintió que el abatimiento lo invadía. La idea de la comedia que se avecinaba —interrogatorios, careos, reconstrucción de los hechos, luego la mascarada del juicio, con los magistrados malayos tocados con peluca blanca— casi le hacía lamentar que el linchamiento de Papan se hubiera visto frustrado.

Wong-Fat señaló al guardia una mesa. Este sentó a la fuerza a Reverdi y enganchó las cadenas de manos y pies a una anilla clavada en el suelo. Mientras tanto, el chino se instaló al otro lado de la mesa después de haber trasladado hasta allí la cartera, las tabletas de chocolate y el cartón de tabaco.

Reverdi observaba a su interlocutor: un hijo de papá, se dijo, atiborrado de tortitas americanas y de tallarines fritos. Sus manos rechonchas estaban cuidadísimas. Bajo la chaqueta, una camisa de Ralph Lauren lo ceñía como la piel de un salchichón. Apestaba a un perfume chic y viril, del que debía de haberse puesto medio frasco. Con su tez amarilla, hacía pensar en una figurita de cera aromática. Jacques acabó por sonreír: su abogado parecía una vela de Navidad.

El guardia retrocedió hasta la puerta con el arma en la mano. Wong-Fat esperó a que estuviera a bastante distancia para empujar los objetos hacia Reverdi.

—Regalos.

Reverdi no dijo nada. Ni siquiera bajó los ojos. El chino añadió, sin dejar de sonreír:

—Espero que le guste su celda. Esos imbéciles querían ponerlo en la zona de alta seguridad.

Reverdi continuó impertérrito. Wong-Fat dio unas alegres palmadas, como para indicar el inicio de la sesión. Colocó con precaución la cartera ante sí, acarició la solapa de piel gastada y finalmente, presionando con los pulgares, abrió los cierres dorados.

Por la manera en que había efectuado ese pequeño ceremonial, Jacques suponía el cariño que el chino le tenía a su cartera, un objeto que seguramente lo había acompañado durante todos sus estudios. Colegios privados en Kuala Lumpur. Facultades inglesas. Regreso a KL, donde papá debía de haberle proporcionado una clientela rica e internacional. En tal caso, ¿por qué era abogado de oficio?

—Voy a hablarle con franqueza —comenzó, lanzando una salva de perdigones—. Su caso no pinta bien. Nada bien. Aquí tengo el atestado de la policía de Mersing. Afirman haberlo sorprendido junto al lugar del crimen. También tengo una copia del informe de la autopsia, un documento redactado por los mejores patólogos de Malaisia. Encontraron veintisiete cuchilladas en el cuerpo.

Jacques continuaba en silencio. Desde que estaba sentado, no se había movido ni un milímetro.

—Describen con todo detalle las heridas y hablan explícitamente de «salvajada», de un «ensañamiento patológico».

El abogado se interrumpió, en espera de una reacción por parte de su interlocutor que no se produjo. Sacando de la cartera otro fajo de papeles, prosiguió:

—He recibido también los resultados de los análisis realizados por el Government Chemistry Department de Petaling Jaya y son demoledores. Las huellas que hay en el cuchillo son suyas. La sangre tomada de sus huellas en el suelo y de su piel pertenece a la víctima… —Cogió otros informes—. Y están, por supuesto, los pescadores de Papan, pero me comprometo a rechazar su testimonio, pues ellos están también encerrados por intento de linchamiento. —Apoyó su mano regordeta sobre el conjunto de los documentos—. Resumiendo, hay muchas pruebas acusatorias, Jacques. Puedo llamarlo Jacques, ¿verdad?

Al no obtener ninguna respuesta, repitió, dejando finalmente de sonreír:

—Muchas. Desde ese punto de vista, no hay manera de demostrar su inocencia.

Reverdi percibía en la voz la actitud del jurista, una especie de excitación. Ese tipo no estaba ni asqueado ni horrorizado por el crimen a cuyo autor tenía que defender. Al contrario, el caso parecía fascinarlo. Jacques tuvo una intuición: Wong-Fat se había presentado voluntario para tener la oportunidad de conocer al «monstruo».

—Solo hay una salida: alegar demencia. Es la única manera de evitar la pena capital. Será internado de por vida, pero, si presenta indicios de recuperación, es posible que, con unos buenos informes de expertos, lo dejen en libertad al cabo de unos diez años.

Reverdi seguía sin abrir la boca. El chino tosió antes de continuar:

—En ese sentido, el pequeño acceso que sufrió en Papan es muy positivo, así como su estancia en Ipoh. Lástima que no haya seguido allí. —Apretó el puño—. Si pillara al idiota que lo ha dejado salir…

—He sido yo.

El sonido de la voz sobresaltó a Jimmy.

—Yo he pedido ser trasladado a Kanara.

—No lo sabía… Es una verdadera pena… Para alegar…

—No alegaré locura. No estoy loco.

Wong-Fat se echó a reír, revolcándose literalmente sobre la mesa. De repente parecía un mal alumno descarado.

—¡Pero es la única forma de evitar la horca!

—Oiga —dijo Reverdi, que seguía sin mover ni un eslabón de la cadena—, no pienso volver a Ipoh. No necesito ningún tratamiento.

El chino frunció el entrecejo.

—¿Y qué quiere hacer? ¿Declararse culpable?

—No.

—¡No pensará defender su inocencia!

—No haré nada. No diré nada. Que la justicia malaya haga su trabajo. Eso no es cosa mía. Además, no contestaré a ninguna pregunta.

Jimmy hizo tamborilear los dedos sobre su vieja cartera; no se esperaba aquello. Su nuez se movía como la bola de un boliche. Miró a Reverdi de soslayo, luego lo intentó de nuevo:

—De momento, debe prometerme una cosa. —Había adoptado un tono confidencial—. No debe dejar que nadie se le acerque, y mucho menos los funcionarios de la embajada de Francia. Querrán nombrar un consultor, un abogado francés que se inmiscuirá en el caso. Eso sería muy perjudicial para usted. Los jueces malayos son susceptibles.

Jacques callaba, pero ese nuevo silencio podía interpretarse como un asentimiento.

—Y por supuesto —prosiguió el abogado—, nada de periodistas. Ninguna declaración, ninguna entrevista. Hay que estar lo más quieto posible, ¿comprende?

—Acabo de decírtelo. No hablaré. Ni con el juez, ni con los periodistas, ni contigo.

Wong-Fat se puso tenso. Reverdi cambió de tono:

—A no ser que tú me digas algo.

—Perdón…

—Si quieres confidencias, primero debes hacerme alguna tú.

—No comprendo lo que…

—Chisss… —susurró Reverdi, colocando un dedo sobre sus labios. Por primera vez las cadenas tintinearon.

El chino rompió a reír. Una risa demasiado fuerte, exagerada, señal evidente de incomodidad.

—¿Naciste en Malaisia?

Jimmy asintió con la cabeza.

—¿En qué provincia?

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