La línea negra (11 page)

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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Thriller, Policíaco

BOOK: La línea negra
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Los hombres miraron sus fotos. Ella solo veía la visera de sus gorras. Una llevaba la N y la Y entrelazadas de la sigla de Nueva York. La otra, el logotipo de la marca Budweiser. En el universo de la moda, a determinada altura, esa imagen era un valor seguro. El equivalente de la ironía, pero en un mundo sin humor.

Los dos tipos acabaron por echarse a reír.

—¿Qué pasa? —preguntó Jadiya.

Uno de ellos levantó la cabeza: piel bronceada, barba de tres días. Sacó una de las fotos metidas en el
book
y leyó el nombre que había escrito.

—Tus fotos no matan, Kadidja.

—Ja-di-ya —repitió ella muy despacio—. Se pronuncia Ja-di-ya.

—Sí, vale —dijo él, frotándose la nuca—. Pero, en fin, tu
book
parece el catálogo de La Redoute…

—¿Qué le veis de malo?

—Los encuadres, el maquillaje, tú. Todo.

Jadiya sintió resurgir el fuego, lo notó crepitar bajo su piel.

—¿Qué tengo que hacer?

—Cambia de fotógrafo.

—Es mi agencia la que…

—Pues cambia también de agencia. ¿Con las cejas piensas hacer algo?

—¿Las cejas?

—Verás, hay aparatos. Y también hay cera. Y pinzas de depilar. Pero no puedes dejarte ese bosque encima de los ojos.

El hombre ya no reía. Su voz estaba impregnada de lasitud. Jadiya debía de ser la quincuagésima chica a la que humillaba esa mañana. El otro, a su lado, hojeaba el
book
haciendo restallar las páginas al pasarlas.

Jadiya tuvo un destello: vio a su padre acurrucado en el sofá del salón, pasando páginas de revistas de la misma forma una tarde tras otra, con la mirada fija, esperando la hora de su dosis.

Esa visión le devolvió la coherencia, la rebelión permanente que la constituía, como un armazón de titanio. Sonrió mientras recuperaba su
book
. Estaba más decidida que nunca a gustarles, a seducirlos.

Se impondría a ellos en su propio terreno.

Muy pronto serían ellos los que arderían de deseo.

Y la antorcha sería su cuerpo.

12

Los días pasaban, pero el programa de actividades permanecía inmutable.

A las cinco, despertar.

A través de la claraboya, el azul oscuro de la noche. Poniéndose de puntillas, Jacques podía observar los otros edificios. En las ventanas palpitaban luces. Se oían los primeros ruidos: toses, orines, abluciones. El rumor se elevaba, amortiguado todavía pero atravesado por tintineos, gruñidos, gritos. La enorme bestia despertaba.

A las seis, luz.

Encendido anémico de las bombillas de sesenta vatios. Herida sorda bajo los párpados. A modo de contrapunto, los guardias recorrían los pasillos, golpeaban todas las puertas, cruzaban el patio. Era la hora de las náuseas. Poco a poco, Jacques tomaba conciencia de cada sensación, ya insoportable.

Las paredes, demasiado juntas. El calor, asfixiante. El galope de las cucarachas sobre su estera. Y los olores. Pese a su obsesión por la limpieza, Kanara era una podredumbre imparable. Todas y cada una de las piedras, de las baldosas, de las grietas estaban habitadas por la humedad. Incluso en plena estación seca, los materiales conservaban el monzón en su memoria.

Otros olores se añadían: orina, mierda, sudor… El concierto de las exhalaciones orgánicas que parecían ensombrecerse, espesarse entre aquellas paredes. Luego, ya, los efluvios de comida. Pesados, grasientos, perezosos. El desayuno estaba en marcha. Pero antes aún había que sufrir algunas pruebas.

Las siete.

La llamada.

La enfermedad de las prisiones. El ritual de la llamada —en malayo,
muster
— se repetía cinco veces a lo largo del día. Ya no era una comprobación, sino un conjuro, como si esa letanía pudiera impedir toda ausencia, toda tentativa de evasión.

El ruido seco de los cerrojos. Las rascadas de las puertas. El estruendo sordo de los pasos. Esos sonidos se volvían a la larga tan familiares, tan íntimos como los latidos del propio corazón. Concentración en el patio principal. Ante la visión de todos aquellos hombres, las náuseas de Jacques se intensificaban. Dos mil reclusos en cuclillas en el suelo, como papeles arrugados, relegados al rango de números.

Las siete y media.

Himno nacional bajo el sol.

Luego, por fin, desayuno. Los presos se desperdigaban para ponerse de nuevo en fila a lo largo del edificio de la cantina. Después, el hormiguero se dispersaba en el patio: puntitos concentrados en el caldo espeso de la mañana.

Jacques aprovechaba ese momento para ir a las duchas. Provisto de su
gayong
(una caja de plástico que contenía jabón, dentífrico y útiles de afeitado), con su toalla y su camiseta de recambio al hombro, desaparecía en el edificio situado a trescientos metros del comedor. Reverdi tenía su propia ducha en la celda, pero le gustaba ese edificio a cielo abierto, ese instante de soledad entre las grandes cisternas de agua. Respondía a su propia llamada. La llamada del agua.

Las ocho.

Empezaban las faenas.

Cambiaban de una semana a otra. Aquella, la última de febrero, tocaba rascar las rejas y los barrotes de la prisión antes de que obreros especializados fueran a aplicarles un revestimiento antióxido. Los «voluntarios», con un trapo tapándoles la cara, rascaban, frotaban, lijaban, se cubrían de esquirlas de hierro y acababan confundiéndose poco a poco con los barrotes de metal.

Las nueve, fin de las faenas.

Apertura de los talleres.

Éric se lo había advertido: mientras estuviera en prisión preventiva, Reverdi no podía realizar esos trabajos. De modo que se quedaba con los viejos, los lisiados y los enfermos. El calor comenzaba entonces a aumentar. A medida que transcurrían las horas, iba convirtiéndose en una presencia incontrolable, en una estera sin límite. Jacques se instalaba en el patio preservando su soledad, evitando escuchar las tonterías de los demás, que farfullaban en su dialecto. Chismorreos, rumores, historias de
amok
y de
kriss
, esos puñales malayos de hoja torcida que se decía que estaban sedientos de sangre.

A las diez empezaba el deporte.

Flexiones. Abdominales. Después, halteras; allí fabricaban las pesas con bloques de los que se emplean en la construcción. En general, los reclusos trabajaban el cuerpo para salir más fuertes, más peligrosos. En su caso, ¿a qué venía aquello? Era una cuestión de filosofía: quería morir en plena forma. También le producía satisfacción, en el momento presente, mantener su cuerpo despierto. Sentir esa fuerza que fluía bajo su piel, como una luz, un aceite dorado que irradiaba cada uno de sus músculos, cada una de las parcelas de su carne.

Esa exhibición presentaba otra ventaja: demostraba su vigor físico. Mientras hacía ejercicio, sabía que muchos ojos lo observaban a través de las ventanas de los talleres. Incluso los guardias calibraban, por el rabillo del ojo, su fuerza en acción.

Las once y media.

Otra llamada.

Las doce.

Comida.

Comía sin placer, sin apetito, pero siempre contaba con gran precisión las calorías. Allí, alimentarse era un acto de supervivencia. Gracias a la complicidad de Jimmy, había podido mejorar su ración diaria: una pieza de fruta, azúcar y leche suplementarios.

Las dos de la tarde.

Vuelta a los talleres.

Para él, la hora de la siesta. El peor momento. Las moscas, enormes, frenéticas, se estrellaban contra su cara rompiendo el silencio, buscando los ojos. Somnoliento, relegado como los demás al rango de larva inerte, Jacques se tumbaba en el suelo y empezaba a confundir, en la pantalla blanca del patio, moscas y hombres.

Las tres y media.

Otra llamada.

Los números, los brazos que se levantan, los murmullos… Terminaba por resultar hipnótico. Pero entonces Jacques se despertaba. Se enfadaba consigo mismo por haberse abandonado. Ahora percibía su propio cuerpo, que funcionaba, palpitaba entre todos esos zombis. Una máquina clandestina que marchaba en silencio, sometida al calor, a la vigilancia, a la presencia de los demás. Él no estaba muerto. Y hasta el último segundo, estaría rebosante de esa vitalidad ordenada… e incorruptible.

Las cuatro.

Cena.

A partir de las cuatro y media, libertad.

¿Libertad para qué? El patio se animaba a medida que el calor disminuía. Los presos iban a la cantina. Practicaban el trueque; negociaban favores con los guardias; se compraban chucherías en una especie de tienda montada bajo un tejadillo. Y sobre todo, compraban droga. La prisión revelaba su lógica interna, basada en una corrupción total. Todo podía conseguirse con la condición de tener dinero o algo para dar a cambio. Reverdi había llegado a un acuerdo con Jimmy para disponer de dinero, pero no abusaba. Sus deseos no podían satisfacerse con un transistor o unas tabletas de chocolate. Y todavía menos con un chute.

Las seis.

Vuelta a las celdas.

Cuando la puerta se cerraba tras él, Jacques, incrédulo, se quedaba inmóvil. ¿Había vivido realmente un día? Lo peor estaba por venir. Una noche de doce horas. Encerrado entre cuatro paredes, sin ninguna ocupación. En ese instante, odiaba la celda. A esa hora apestaba más que nunca a muerte y a salitre. Un mundo subterráneo, invisible, compuesto de parásitos, de insectos y de ratas, lo acechaba.

Esa noche, a su pesar, dirigió una mirada hacia la claraboya. Todavía penetraba una luz deslumbradora. Recordó la cabaña entre los bambúes. La última Cámara. Se acordó de hasta qué punto se había apartado de su búsqueda por ceder al pánico, por ceder a la…

En el preciso instante en que la palabra «locura» se formó en su mente, las piernas le fallaron y se desplomó en el suelo. Se acurrucó junto a la pared y reprimió las lágrimas. Habría dado cualquier cosa por encontrar una razón para existir, para vivir… incluso los pocos meses que le quedaban.

El chasquido del cerrojo le hizo levantar la cabeza. La puerta de la celda se abrió:


Jumpa
!

13

Jimmy Wong-Fat permanecía en su postura habitual. Traje chic descuidado, cartera roja y vaso de café. Jacques se negaba a admitir que ese gordinflón se hubiera convertido en su única distracción.

—Tengo malas noticias —dijo para empezar—. He recibido un primer informe de los psiquiatras de Kuala Lumpur que vinieron a visitarlo para el contradictamen pericial. Según ellos, su salud mental es buena. Es usted plenamente responsable de sus actos.

—Te lo había advertido.

Jimmy caminaba alrededor de la mesa; sudaba un poco menos que de costumbre. Jacques estaba encadenado al suelo.

—Parece que no lo entiende —susurró—. Si no encuentro una manera de eludir la acusación, sea la que sea, todo está perdido. Es la pena capital.

Reverdi guardó silencio; no tenía ganas de repetir lo que ya había dicho. Prefirió cambiar de tema:

—¿Tienes mis libros?

La pregunta desconcertó al abogado. Tras un momento de vacilación, rebuscó en una gran bolsa depositada junto a la mesa. Reverdi había decidido confiar en el chino y le había firmado una autorización para manejar una de sus cuentas bancarias.

Wong-Fat dejó sobre la mesa una pila de libros. Jacques miró los lomos: el
Kanjur
, los
Yoga-Sutra
, los
Rubaiyat
del sufí
mawlana
Umar Jayum…

—Faltan.

El abogado sacó una lista y la desdobló.

—La Biblia de Jerusalén. Los sermones del Maestro Eckhart.
Las Enéadas
de Plotino. ¿Dónde quiere que encuentre estos libros?

—Están traducidos al inglés.

Jimmy se guardó la lista en el bolsillo.

—Sí, claro, ya lo sé. Los he pedido. —Metió de nuevo la mano en la bolsa—. Por lo menos he encontrado unos pantalones de su talla.

Los dejó sobre la mesa, cuidadosamente doblados, con cara de satisfacción. Finalmente se sentó y cruzó las manos.

—Volvamos a las cosas serias. ¿Sigue el tratamiento?

—¿El tratamiento?

—Las prescripciones de la doctora Norman. Se supone que debe tomar ansiolíticos todos los días. Quiero saber si lo hace. Y si ve al psiquiatra de Ipoh todos los miércoles, tal como está previsto. ¿Va todo bien por ese lado?

Jacques pensó en Éric, que vendía sus pastillas; no se había tomado ni una. En cuanto al psiquiatra de Ipoh, solo lo había visto una vez y lo confundía con los expertos enviados por Jimmy, todos tamiles que hacían las mismas preguntas nebulosas.

—Sí, muy bien.

—Perfecto. El hecho de que esté en tratamiento es muy importante para su perfil.

Reverdi asintió con la cabeza.

—Pese a todo, hay una buena noticia —añadió Wong-Fat, levantando el dedo índice—. Los padres de Pernille Mosensen han enviado a Johore Bahru a un abogado danés para que se persone como acusación particular. También hay una asociación, alemana, me parece, que asoma la nariz. Intentan exhumar el expediente de Camboya. Al DPP no le va a hacer gracia, créame. La acusación está poniéndose antipática, y eso es muy bueno para nosotros.

Reverdi apenas escuchaba esos argumentos repetidos machaconamente. Decidió meterse un poco con su bufón.

—Cuando te masturbabas en casa de tu padre, ¿utilizabas los insectos?

—He venido a hacer mi trabajo. No me arrastrará a…

—Y cuando te tiras a las pequeñas vírgenes, ¿miras el color de su sangre?

El abogado pronunció un «
well
» sibilante frunciendo los labios y cerró la cartera. Era como un colegial ofendido.

—¿Ya no te interesan mis confidencias? —preguntó Reverdi.

El chino levantó los ojos. Jacques le dirigió una sonrisa.

—¿Y si te dijera que no fui yo quien mató a Pernille Mosensen?

—¿Cómo?

—Un niño.

—¿Qué dice?

Reverdi se frotó los hombros con las manos, como si de repente tuviera mucho frío. Las cadenas tintinearon sobre su pecho.

—El niño-muralla —susurró—. El niño que hay en mí…, que contiene la respiración…

Wong-Fat se inclinó, como un sacerdote contra la celosía del confesionario.

—Repita, por favor.

¿Te acuerdas de mi calva?

Hablaba con la cabeza metida entre los brazos cruzados, tendiendo la nuca hacia Jimmy.

—¿Te acuerdas del choque del que te hablé? —Su voz quedaba ahogada por el pecho—. Fue en esa época cuando el niño-muralla nació. —Apretó los dedos sobre el cráneo—. Gracias a él escapé.

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