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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Thriller, Policíaco

La línea negra (10 page)

BOOK: La línea negra
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Aquel día reflexionaba en un capítulo de su tesis doctoral, que trataba sobre la prohibición del incesto. En su obra
Las estructuras elementales del parentesco
, Claude Lévi-Strauss constataba que el único rasgo común entre las sociedades humanas y animales, el único punto de convergencia entre naturaleza y cultura era la prohibición del incesto. Una ley social que era asimismo universal.

Jadiya sentía un interés especial por ese análisis. Porque el etnólogo se equivocaba: parecía ignorar que algunas de las sociedades antiguas más ilustres habían alentado las relaciones consanguíneas. En las dinastías egipcias, por ejemplo, había matrimonios entre hermano y hermana, entre madre e hijo. Era una forma de preservar la sangre sagrada de los reyes. Se le ocurrían más ideas sobre ese tema, pero no tenía nada para escribir. Suspiró, cerró el libro y paseó la mirada por las chicas que la rodeaban.

La comunidad habitual se hallaba presente: las Anoréxicas Asociadas, las Bimbos Bohemias, las Golondrinas del Este… Como siempre, tuvo un destello de lucidez: ¿qué hacía ella allí? La respuesta era simple: la pasta. Si una era una jovencita de veintidós años de ascendencia argelino egipcia, se había criado en el barrio de La Banane, en Gennevilliers, y medía, pese a una crianza basada en un régimen exclusivo de pasta, un metro setenta y nueve para cincuenta y nueve kilos de peso, no había que dudarlo: debía probar suerte. La idea de ganar miles de euros gracias a su contorno de caderas o a su mirada oscura sí que la llenaba de orgullo. No estaba dispuesta a desperdiciar esa oportunidad.

Maquinalmente, hojeó su
book
financiado por la agencia Alice, que la apoyaba en su cruzada. Las fotos no mataban… ¿O sería el tema en sí? Esa chica de tez mate y cabello moreno, que se esforzaba en tener un aire natural sobre el papel brillante. Con todo, a Jadiya le gustaba su aspecto. Llevaba su piel tostada como si fuera una gran pieza de tela, tornasolada y sedosa, en la que se envolvía soñando con el desierto. Le gustaba ese rostro anguloso, extraño, que le había hecho pasar por un adefesio durante su infancia y cuya belleza había emergido en la adolescencia como una isla volcánica en un mar grisáceo. Pero sobre todo le gustaba su mirada, ligeramente asimétrica, de pupilas negras rodeadas de oro y sumergidas bajo unas pestañas espesísimas. A veces, por la mañana, cuando se miraba en el espejo, le asaltaba una pregunta: ¿cómo había podido París prescindir de ella hasta entonces?

Aquel día sentía cierta desazón. ¿La angustia del casting? No. Llevaba por lo menos treinta y estaba blindada. ¿Incomodidad ante las otras chicas? Tampoco. Estaba acostumbrada a la compañía de esas malas pécoras espléndidas que te calaban al primer golpe de vista. Había otra cosa. Un detalle subliminal que la inquietaba profundamente. Pasó revista a las candidatas y le llamó la atención una rubia de cabellos lisos y belleza irreal, una especie de ángel anémico.

Jadiya pensó en esos personajes de ciencia ficción, pálidos, que buscan un nuevo planeta porque el suyo está perdiendo energía. Bajo la curva etérea de las cejas, se fijó en una estrella azul: la pupila. Un signo de cobalto que evocaba un rasguño, una herida celeste.

Su sensación de náusea se intensificó. Era esa rubia la que la descomponía. Identificó las señales de alerta bajo el maquillaje: las ojeras, la nariz húmeda, los párpados caídos. «Drogadicta», se dijo Jadiya. Una toxicómana a unos centímetros de ella, observándola sin verla entre dos tics de los labios.

Jadiya volvió la cabeza e intentó concentrarse de nuevo en el libro, pero era demasiado tarde. Los recuerdos ya habían comenzado a afluir a su mente.

La Banane de Gennevilliers.

El F3 atravesado por los gritos.

Las llamadas desesperadas a SOS Médicos.

Y sus padres.

La larga historia de sus padres envenenada por la heroína.

La droga había sido su cuna.

El lecho de sus orígenes.

No habría sabido decir con exactitud cuándo y cómo había tomado conciencia de ello. Era una verdad, una enfermedad que se le había revelado poco a poco. A los cinco años había tenido que acostumbrarse a las comidas irregulares, a las esperas interminables en el patio del colegio. Había tenido que adaptarse al reloj misterioso que parecía regir su vida familiar. Un reloj de agujas blandas que instauraba un tiempo, una sucesión sin ninguna lógica. Sus padres cenaban a las dos de la madrugada, desaparecían varios días, volvían para dormir veinticuatro horas seguidas.

Pero, sobre todo, había tenido que dominar el miedo. La amenaza permanente de los ataques, los accesos de ira, los golpes. Una violencia imposible de prever, que se abatía sin ninguna explicación. Siempre con esa convicción confusa de que el origen del mal estaba en otro sitio. Al crecer, Jadiya acabó por entenderlo: la causa de todos esos disgustos era la «enfermedad» de papá y mamá. Esa afección que los obligaba a ponerse inyecciones, a salir de noche con urgencia y a veces a quedarse en el hospital varias semanas.

Jadiya tenía nueve años. Empezó a ver a sus padres de otro modo. Olvidó sus miedos, sus rencores, sus enfados silenciosos para sentir una soledad universal. Las palizas y los insultos no eran justos, sobre todo los que recibía su hermano, de cuatro años, y sus dos hermanas, de seis y siete años respectivamente, pero nadie tenía la culpa. Sus padres estaban presos; estaban infectados y no eran realmente verdaderas «personas mayores».

Jadiya había tomado las riendas de la situación. En su condición de hija mayor se convirtió, para el hogar, en la fuente de regularidad que ella no había conocido nunca. Ella era la que iba a buscar a sus hermanos al colegio, la que les preparaba la comida, la que los ayudaba a hacer los deberes y les leía un cuento antes de que se durmieran. Ella firmaba los boletines escolares, rellenaba los formularios de solicitud de asistencia social, administraba todo lo que había para leer y escribir en casa. No tardó en ser ella —a los diez años— la que iba a buscar a la otra punta de Gennevilliers las dosis de sus padres, igual que otros niños bajan a comprar una barra de pan.

Se hizo una experta. Sobre todo en preparar los chutes. Disolver la heroína en agua. Calentar la mezcla para purificarla. Añadir una gota de limón o de vinagre para diluir mejor la droga. Pasarlo todo a la jeringuilla filtrándolo a través de un pedazo de algodón para que no se introdujera nada de polvo. Otros niños aprenden la receta del bizcocho y ella aprendió la de la heroína. O la del crack, según las temporadas.

Se veía como una enfermera. Estaba obsesionada con la asepsia. No paraba de limpiar el cuarto de baño, la cocina, los lavabos… Lo desinfectaba todo con alcohol, se las arreglaba para conseguir varias jeringuillas de más en la farmacia. También sabía dónde pinchar a sus padres. Desde hacía tiempo, las venas de sus brazos estaban demasiado duras para soportar la aguja. Cicatrices, costras, abscesos… Había que encontrar otros puntos donde inyectar intramuscularmente: en un pie, bajo la lengua…

El jardín secreto de Jadiya comenzaba a las once de la noche, cuando había terminado todas las tareas familiares. Solo entonces se ponía a hacer los deberes. Era su actividad preferida. Todavía recordaba sus cuadernos coloreados, el deslizarse de la estilográfica por las páginas de cuadrícula azul. La única satisfacción de su vida. El oasis en la pesadilla.

Pasaron los años. La situación se agravó. A los doce años, Jadiya había comprendido que la palabra «droga» era exactamente lo contrario de la palabra «esperanza». Con la heroína solo se podía descender, ir a la deriva, hundirse… hasta la muerte. Las estancias en el hospital se sucedieron. Cada vez más a menudo. Por suerte, su madre y su padre nunca estaban internados al mismo tiempo. Si no, los cuatro niños habrían sido ingresados en hogares infantiles. Cuando uno de los padres volvía de una cura de desintoxicación, había una breve tregua. Pero la enfermedad aparecía de nuevo… y la locura se agravaba.

A los catorce años, Jadiya vivía una carrera contra el reloj. Solo le faltaban cuatro años para ser mayor de edad. Todas las mañanas rezaba para que sus viejos no murieran o se volvieran locos antes de esa fecha. Ya se había informado de lo que tenía que hacer para convertirse en la tutora de sus hermanos. Estaba preparada. Ni un solo día había dudado de que aquello desembocaría en una catástrofe. Pero imaginaba un deterioro progresivo, una lenta extinción.

Le tocó en suerte un apocalipsis.

Tenía dieciséis años. Acababa de empezar el bachillerato de letras. Era otoño, pero todavía en la actualidad seguía negándose a recordar la fecha. Esa noche, cuando dormía, la pesadilla se hizo realidad. De repente tomó conciencia de un olor muy intenso, un olor a fuego que siempre la había obsesionado y que ahora estaba allí, muy cerca de ella. Cuando abrió los ojos, no vio nada. Una masa negra llenaba la habitación. Sin entender lo que pasaba, murmuró: «Los ceniceros», e inmediatamente supo que sus padres estaban perdidos.

Jadiya se levantó de un salto y, a tientas, zarandeó a sus hermanos, que dormían al lado de ella. Sus cuerpos estaban inanimados, como si hubieran pasado directamente del sueño a la muerte. Jadiya gritó, les pegó, los levantó y logró arrancarlos de la asfixia. Abrió la ventana y les ordenó que se quedaran allí, respirando, sin moverse.

Salió y se adentró en las tinieblas del pasillo. Apoyándose apenas en las paredes ardientes, avanzó a tientas hacia «su» habitación. Se tambaleaba, su cuerpo temblaba al calor, pero su voluntad era firme. Ya no estaba en el tiempo presente, estaba en el futuro. Se juraba, en lo más profundo de sí misma, no dejar nunca a los suyos, a los «pequeños».

¿La puerta estaba realmente roja, incandescente, como en su recuerdo? No. Eso era una deformación de su memoria. Además, la había abierto empujándola con un hombro, sin siquiera quemarse. En cambio, en el interior, las llamas se retorcían formando círculos furiosos. Sentado en la cama, su padre ardía vivo, aparentemente indiferente al fuego que le consumía la cara. Permanecía inmóvil, con los brazos abiertos, delante de una jeringuilla. Sobredosis. Un cigarrillo encendido había hecho el resto.

Jadiya buscó a su madre. La vio acurrucada junto a su marido, con los cabellos crepitantes. Se dijo: «No han sentido nada, no han sufrido», y justo en ese momento sus cuerpos se desplomaron, se hundieron en el interior de la cama y perdieron toda materialidad. Tal vez no era sino una alucinación, otra deformación de las lágrimas y de las llamas… Como esa última imagen que atormentaba su memoria: un brazo de su padre desprendiéndose del cuerpo y cayendo al suelo, como un tronco al fondo de la chimenea.

Cuando se despertó, estaba tendida en la cama de un hospital y respiraba a través de una mascarilla translúcida. Un médico le hablaba en tono afectado. Sus hermanos se habían salvado, pero tenía que ir a reconocer los cuerpos de sus padres. ¿No era ella la mayor? Dos días más tarde, abrieron delante de ella un cajón refrigerado. Permanecían abrazados; había sido imposible separarlos, eran dos masas negruzcas pegadas por una red de fibras fundidas.

Ante aquellos restos carbonizados, Jadiya rompió a llorar. Un auténtico ataque de nervios. La sacaron de allí, la consolaron, la cubrieron de palabras reconfortantes. Pero era odio lo que la invadía. La rabia y la amargura acumuladas desde hacía tanto tiempo por fin habían estallado. Una furia multiplicada frente a esas formas irreconocibles. Continuaban unidos al margen de todo juicio, de toda acusación. Los dejaban solos en el mundo y continuaban eludiendo sus responsabilidades. ¡Malditos cabrones! Se calmó en el pasillo del depósito de cadáveres. Todavía recordaba la voz del médico. Solo eso; su cara no. Una voz suave, que la exhortaba a la calma. De nuevo ese tono de mierda. Y la vanidad de las palabras.

Creyó que había acabado con los dos monstruos. Se equivocaba. El psicólogo se lo advirtió: un choque así —hablaba de un «hematoma del afecto»— no se supera fácilmente. Tenía razón. Sin ella saberlo, el fuego la había alcanzado. Para empezar, se había quemado. Y ni siquiera se había dado cuenta. Durante mucho tiempo, una piel de tortuga, con pliegues minerales, le cubrió el antebrazo izquierdo. Pero también se había quemado por dentro. Todas las noches, el fuego resurgía. Su padre la miraba con las pupilas incendiadas. Y su brazo caía una y otra vez, destrozándole los sueños, desgarrándole el vientre. Nadie lo veía, pero se quemaba viva. Durante años, Jadiya estuvo convencida de que pertenecía a una generación postatómica, como los contaminados de Hiroshima, cuyos genes estaban chamuscados y que solo podían producir cánceres y niños-monstruos.

El fuego provocó otros estragos. Ella tenía dieciséis años; no podía obtener la custodia de sus hermanos. Presentó una solicitud de mayoría de edad anticipada; se la denegaron. Acabaron en diferentes hogares. Jadiya no se dio por vencida; todos los fines de semana iba a Trappes, donde vivía su hermano, y luego a Melun, donde sus hermanas la esperaban. No sirvió de nada. Al cabo de dos años, cuando por fin tenía dieciocho, se habían convertido en unos extraños. Sin reconocerlo explícitamente, todos se daban cuenta de que esas entrevistas solo les traían malos recuerdos. Las palizas. La droga. El incendio. Y los dos torturadores que habían destrozado su infancia.

Jadiya los abandonó a su destino. Por su bien. Aunque eso no los había llevado a nada bueno. La última vez que había visto a Samir, su hermano, fue en el locutorio de la prisión de Fresnes, donde había sido encarcelado por un robo en un hospital. Durante toda la visita, él solo le había hablado de un concurso de rap en el que participaba en la trena. Jadiya no lo escuchaba: lo observaba y buscaba en vano, en ese rostro de chico adocenado, los rasgos del pequeño Samir al que había querido, mimado, protegido, aquel al que siempre le faltaban dientes y al que ella llamaba su «quesito gruyere». Se había marchado sabiendo que no volvería.

El fuego se cerraba tras sus pasos.

Una voz la llamó. Jadiya parpadeó: la mitad de la sala estaba vacía. Siguió a la secretaria titubeando, perdida aún en sus recuerdos. El despacho donde se efectuaba la selección no era mejor que la sala de espera: montones de cajas de cartón, muebles desvencijados, efluvios de tabaco.

Detrás de una mesa metálica, dos tipos con gorra de béisbol hablaban en voz baja, repantigados en la silla, considerando las fotos esparcidas ante ellos. Parecían dos adolescentes agotados después de masturbarse delante de una colección de
Playboy
. Jadiya tendió su
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sin pronunciar palabra; hacía tiempo que ya no malgastaba saliva.

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