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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Thriller, Policíaco

La línea negra (9 page)

BOOK: La línea negra
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—En Perak. En las Cameron Highlands.

Reverdi había conocido a un Wong-Fat en las Cameron Highlands. ¿Sería posible que el azar…?

—¿A qué se dedica tu padre?

—Tiene un criadero.

—¿De mariposas?

—Sí. ¿Cómo lo sabe?

Reverdi sonrió.

—Conozco a tu padre. Durante un tiempo le compré productos.

El chino parecía totalmente desconcertado.

—¿Qué… clase de productos?

—Las preguntas las hago yo. ¿Tú creciste allí, en el bosque?

—Hasta los quince años —respondió Jimmy de mala gana—. Después me fui a estudiar a Inglaterra.

—¿Y cuándo volviste a tu país?

—A los veinte años. Para acabar derecho en Kuala Lumpur.

—¿Y después?

—Regresé a mi casa, a las Cameron Highlands.

Esa vuelta al campo sonaba raro. Las Cameron eran una región elevada, muy apreciada por la alta sociedad de Kuala Lumpur, pero solo para pasar el fin de semana. Jacques no se imaginaba al abogado enterrándose en el bosque.

—Es mi región natal —añadió Jimmy, como si adivinara el escepticismo de su interlocutor.

A Reverdi se le ocurrió otra idea. Ese adolescente tardío le parecía cada vez menos claro.

Viajas por la región?

¿Por la región?

—¿Visitas los alrededores de las Cameron Highlands?

—Sí y no. Los fines de semana.

Jacques notó un olor extraño. Un toque ácido planeando sobre el perfume del chino. El olor del miedo.

—¿Adónde vas? insistió.

—Al norte.

—¿A la frontera con Tailandia?

Jimmy se retorcía en la silla. El olor comenzaba a identificarse. Moléculas de angustia flotaban en el aire.

—¿Por qué allí? —remachó Reverdi.

—Para… para cazar mariposas.

—¿Qué clase de mariposas?

Jimmy no respondió.

¿Pequeños pubis graciosos y calientes? —sugirió Reverdi.

—¿Cómo? No… no comprendo qué quiere decir… Es absurdo.

El chino cerró la cartera temblando. Jacques miró sus manos rollizas y tuvo una visión: el tipo gordo, más joven, tocándose en los cobertizos de papá, rodeado de mariposas, de escarabajos, de escorpiones, recogiendo su placer a la chita callando, entre el hormigueo de los insectos. Ahora que lo había visualizado, supo que estaba en sus manos; el chino era prisionero de su mente.

—Desde los años noventa y el surgimiento del sida —dijo—, los malayos hacen traer vírgenes a la frontera tailandesa. Por lo que sé, se puede desvirgar a una niña por quinientos dólares. No es mucho para un ricachón como tú.

—Está loco.

Wong-Fat se levantó, pero Reverdi lo agarró de una muñeca y lo obligó a sentarse de nuevo. El gesto había sido tan rápido que el guardia no tuvo tiempo de intervenir.

—Dime que no es verdad —susurró Jacques—, que no vas todos los fines de semana a tirarte niñas. A Keroh, a Tanah Hitam, a Kampong Kalai. Debes de pasártelo en grande. Sí, qué gusto follarse esos coñitos sin preservativo, ¿eh?

El abogado permaneció en silencio. Sus ojos huían, buscando un refugio en el suelo. Lentamente, Reverdi le asió la mano y dijo en voz baja:

—No debes arrepentirte de nada. Nunca.

El chino alzó los ojos. Gruesas lágrimas corrían por sus mejillas.

—¿Conoces esta frase de Rinzai Roku? «Si te encuentras con Buda, mátalo; si te encuentras con tus padres, mátalos; si te encuentras con tu antepasado, mata a tu antepasado. Solo entonces quedarás liberado.» Debes asumirlo todo. No sentir vergüenza jamás, ¿comprendes?

Vio brillar un destello de esperanza en las pupilas de Jimmy. Era eso lo que había ido a buscar: la complicidad con el mal.

Jacques dejó pasar un minuto en completo silencio para que se recobrara; luego dijo:

—Ahora me toca a mí.

El chino se revolvió en la silla. Parecía aliviado de no estar ya en el punto de mira.

—Levántate y ponte detrás de mí.

Con muchos titubeos, Wong-Fat obedeció. El guardia se irguió; observaba la escena con atención. Jimmy le hizo un gesto tranquilizador.

—Mírame la nuca.

Notaba el aliento entrecortado, jadeante, del hombre a su espalda. Percibía el olor penetrante y viscoso de su transpiración. Por contraste, saboreaba su propia sequedad. Su piel no sudaba. Su pelo, cortado al cepillo, no se adhería. Él pertenecía al mundo mineral.

—¿Qué ves?

—Un… una marca.

—¿Qué clase de marca?

—Una especie de cicatriz en la que no crece el pelo.

—¿Qué forma tiene esa cicatriz?

Silencio. Imaginaba al chino inclinado sobre su nuca, escogiendo cuidadosamente las palabras.

—Yo diría que es… un bucle, una espiral.

—Ven a sentarte.

Jimmy regresó a su asiento, más calmado. Reverdi adoptó un tono grave, el que utilizaba cuando daba clases de inmersión en apnea:

—No es una cicatriz, por lo menos no en el sentido en que tú la entiendes. No ha habido ninguna herida externa. Es una calva.

—¿Una calva?

—Después de un choque psicológico, en una zona del cráneo los cabellos no vuelven a crecer. La piel conserva la marca del trauma.

—¿Qué… qué trauma?

Reverdi sonrió:

—Esa confidencia no toca desvelarla hoy. Lo que debes entender es que cuando era pequeño me sucedió algo. Desde que sufrí ese choque, tengo ese dibujo inscrito en la piel. Un bucle que recuerda una cola de escorpión.

El chino estaba boquiabierto. Ya no movía la nuez; no se acordaba de tragar saliva.

—Cualquier otro se habría dejado el pelo largo para esconder esa marca. Yo no. Una herida solo nos debilita si la escondemos.

Wong-Fat seguía mirándolo. Parpadeaba muy deprisa, como si una luz lo deslumbrara.

—Mi herida no es un signo de debilidad. Ni una imperfección. Es un signo de poder que todo el mundo debe ver y aceptar. No escondas nunca nada, Jimmy. Ni tus deseos ni tus pecados. Tu vicio, tu atracción por las vírgenes, es tu huella en el mundo.

Reverdi hizo otra pausa; Jimmy estaba en éxtasis. Después añadió en un tono menos solemne, barriendo el aire con las cadenas:

—Si quieres ser mi amigo, extirpa la vergüenza de tu corazón. Y no vuelvas a adoptar ese tono condescendiente conmigo. No vuelvas a explicarme las leyes de tu país. Antes de que tú echaras a andar, yo ya me sumergía con pescadores clandestinos en las aguas de Penang. Y sobre todo, no vuelvas a hablarme de demencia. Warden! (¡Guardia!) —gritó Jacques antes de añadir con amabilidad, como si le tendiera un mango abierto—: Puedes llevarte el tabaco. No fumo.

10

No había encontrado lo que buscaba en su biblioteca.

Ahora estaba probando suerte en los archivos de
Le Limier
.

Era un lugar inmenso, laberíntico. El grupo editorial propietario del periódico había comprado varias colecciones de periódicos que se remontaban hasta principios del siglo
xx
. Esos pasillos forrados de armarios metálicos tenían aspecto de albergar contratos de seguros o expedientes de la Seguridad Social, pero en realidad escondían buena parte de los crímenes de la humanidad: asesinatos, violaciones, incestos. Todas las vilezas imaginables estaban allí, cuidadosamente clasificadas por años, números y categorías.

Marc había ido a trabajar allí con frecuencia, sobre todo cuando redactaba la sección «Los casos negros de la historia», unas páginas de
Le Limier
dedicadas a los crímenes del pasado. Al lado de los archivos propiamente dichos, había una sala de trabajo con varias mesas y una máquina de café. Una verdadera biblioteca.

Pero el elemento clave de toda búsqueda era el archivero, Jérôme, que parecía haber sido comprado junto con el material. Marc no sabía cuál era su apellido. El hombre se expresaba como si hubiera vivido personalmente todos los procesos y las investigaciones recogidos allí. Ni un nombre, ni una fecha se le escapaba. Físicamente, rozaba la caricatura. Sin edad, sin ningún signo distintivo, llevaba en todas las estaciones varios jerséis superpuestos. Un milhojas de lana y nailon. Al preguntarle Marc por lo que le interesaba. Jérôme lo había orientado sin la menor vacilación.

Mientras recorría los pasillos de hierro ese lunes por la mañana, Marc pensaba en el fin de semana que acababa de pasar. No había parado de pensar en Jacques Reverdi. Asesino compulsivo. Fiera salvaje. Seductor. Hombre de mujeres… Las palabras pronunciadas por Erich Schrecker y la pequeña camboyana no se le iban de la cabeza. Seguramente tenían razón, pero estaba convencido de que, por el momento, nadie sabía la verdad sobre el hombre y sus actos.

El viernes había escrito deprisa y corriendo otro artículo desarrollando el caso de 1997 en Camboya. Pero ya le tenía sin cuidado escribir algo interesante o encontrar una primicia para Verghens. Una convicción se afianzaba en él de forma inexorable. Jacques Reverdi era una encarnación del Mal que perseguía un fin secreto. Uno de esos diamantes puros que Marc llevaba tanto tiempo buscando. Un asesino que, gracias a su práctica espiritual, tenía una visión real de su neurosis y podía mostrar, como si se tratara de una transparencia, el rostro del crimen.

Durante dos días se había encerrado en su estudio y había estudiado una vez más la documentación. Recortes de prensa, fotografías, biografías, sitios de internet: no había pasado nada por alto. Podía recitar de memoria pasajes enteros de esa literatura. Sin embargo, todos esos hechos, datos, comentarios y elogios databan de la época «positiva» de Reverdi. En cuanto a la entrevista de Pisaï, era como una balsa de aceite.

El domingo por la noche, agotado tras cuarenta y ocho horas de búsqueda estéril, había llegado a la conclusión de que debía ver urgentemente al asesino. Conseguir por todos los medios que le concediera una entrevista.

Era la única manera de averiguar algo.

Se le había ocurrido una idea, todavía vaga, que merecía una pequeña investigación. Marc se detuvo en otro pasillo: acababa de dar con el armario que buscaba. Descorrió la puerta y cogió un número antiguo de
Le Limier
. Allí mismo, de pie, hojeó el periódico hasta encontrar el artículo que quería releer.

Era un artículo sobre la correspondencia mantenida entre presos y personas de fuera de la cárcel. Marc no era un especialista en el tema; solo sabía que los asesinos en serie recibían mucho correo: insultos, exhortaciones al arrepentimiento y cartas de compasión, así como poemas, declaraciones de amor, discursos de admiración…

Leyendo el artículo, recordó las cifras y los hechos. Un asesino como Guy George había recibido hasta cíen cartas al día durante el juicio. Más alucinante todavía: los asesinos norteamericanos creaban sitios en internet, donde se presentaban (Charles Manson tenía un sitio muy completo), vendían fotos dedicadas e incluso cuadros, dibujos, textos y poemas de su cosecha.

Pero el reportaje no hablaba solo de los famosos. Todos los presos mantenían contactos. La correspondencia en prisión era un universo en sí misma. Una esfera de intercambios, organizada casi siempre por asociaciones caritativas especializadas con nombres como El Correo de Bovet, Genepi o Amistad sin Rostro. De este modo circulaban miles de cartas. Las organizaciones siempre aconsejaban a los voluntarios, como medida de prudencia, utilizar un seudónimo y poner la dirección de su sede social. Los anuncios por palabras en los periódicos también eran legión. La sección «Sentimientos en la sombra» del semanario
L'Itinérant
, por ejemplo, publicaba peticiones de presos simplemente de una mujer con quien cartearse, de una compañera o del alma gemela.

El alma gemela.

Ese era el tema que le interesaba a Marc. Los idilios que se habían vivido gracias a esos contactos eran innumerables. Dos cifras resumían la situación: el noventa por ciento de los que escribían desde la cárcel eran hombres y el ochenta por ciento de los que escribían desde fuera eran mujeres. Las cartas tomaban enseguida un giro amoroso y a veces conducían a un final feliz: boda a la salida de la cárcel o dentro del centro penitenciario.

Había amor.

Había también sexo.

Las que escribían a los reclusos debían de esperar ver aparecer, explícitamente o entre líneas, los fantasmas de estos. Para los presos, la relación epistolar se convertía en un sucedáneo del acto físico.

Marc seguía leyendo con la mente en ebullición. Recordaba que el periodista revelaba algunos patinazos en este terreno. Los reclusos son presas fáciles; tipos duros, criminales que desconfían de todos, pero a la vez hombres enfermos de aburrimiento y de soledad.

Encontró las anécdotas. En Francia, una mujer había «inflamado» a un preso a golpe de cartas sensuales y lo había empujado a revelar sus propios fantasmas. Ese juego pornográfico había alarmado a la administración penitenciaria, que acabó descubriendo que la mujer estaba casada y escribía las cartas con su marido: dos viciosos que se excitaban leyendo las respuestas.

En Estados Unidos, esos engaños tomaban un giro más lucrativo. En cárceles de California y Florida, varios presos habían mantenido una correspondencia amorosa cuya temperatura subía de carta en carta. Sus parejas enseguida les habían propuesto mandarles fotos sugerentes de ellas a cambio de dinero. Los tipos habían pagado y derramado sudor y esperma ante esas fotografías de mujeres a las que creían conocer. En realidad, esas confidentes no existían; se trataba de una simple red de pornografía, dirigida por unos listillos a los que se les había ocurrido esa idea para hacer más atrayentes —y más rentables sus fotos estándar.

Tipos duros, criminales.

Pero a la vez hombres enfermos de aburrimiento y de soledad.

Marc dobló el periódico y se dirigió hacia la fotocopiadora. Oía la voz de Pisaï: «Hombre de mujeres. Si quiere entrevista, mande compañera». Llegó donde estaba la máquina y empezó a fotocopiar el artículo, página tras página, sin siquiera bajar la tapa.

Mientras la luz del flash le pasaba por la cara, trazaba un plan. De pronto, unas sílabas acudieron a su mente.

Élisabeth.

Ese era el nombre que elegiría.

11

Jadiya tenía un truco para los castings: la filosofía.

Durante esas esperas en salas que apestaban a colillas y a perfumes mezclados, entre risas contenidas y secreteos, ella repasaba sus clases. Cuando la aparcaban junto con las demás en una habitación sin ventanas ni muebles, salvo varias filas de sillas desvencijadas, recitaba los Tres Conocimientos de Spinoza. Cuando la sometían al habitual examen anatómico, repasaba la dialéctica del amo y el esclavo de Hegel. Y cuando le pedían que diera unos pasos por el despacho del director del casting, pensaba en la voluntad de poder de Nietzsche. En esos momentos, concentrarse le permitía olvidar que era carne tibia y nada más que eso. Aunque esa carne aspirara a convertirse en la más cara de París.

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