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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Thriller, Policíaco

La línea negra (4 page)

BOOK: La línea negra
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Se observó en los espejos. Como siempre, era incapaz de decidir qué parecía más: ¿pianista, universitario, reportero,
paparazzo
o periodista de sucesos? Su físico de golfillo no encajaba en ninguno de esos papeles. Rechoncho, pelirrojo, con bigote, parecía un jugador de rugby en miniatura de un equipo británico o irlandés.

Para estilizar su silueta, solo llevaba chaquetas entalladas con motivos discretos, marrón y color crema, y camisas blancas de cuello inglés cuyos puños dejaba sobresalir. No estaba seguro de la eficacia del resultado. En los buenos tiempos, se encontraba muy elegante, muy «británico». En los malos pensaba, por el contrario, que con esas chaquetas marrón chocolate, con reflejos color café, parecía más bien el escaparate de una pastelería.

Sumergió la cara en el agua fresca. Tenía que estar chiflado para que se le ocurriera reconstruir su biografía. En la actualidad, ¿quién era en realidad? Se encarnaba totalmente en su búsqueda. Su pasión por el crimen. Esa idea lo llevó de nuevo al tema del día: Jacques Reverdi.

«Un asesino en serie en los trópicos.» ¿Seguro?

Cerró el grifo y se echó el pelo hacia atrás.

Había llegado el momento de ir a ver el rostro del asesino.

4

Líneas blancas y depuradas.

Espacio zen de simetrías impecables.

Cada vez que entraba allí experimentaba la misma sensación. Ese laboratorio de revelado profesional parecía un lugar de meditación. Un vestíbulo de paredes blancas donde había fotografías enmarcadas en negro. Luego un pasillo con lamparitas colgadas que conducía a la sala donde los fotógrafos entregaban sus películas y recogían sus imágenes. De nuevo el blanco, la pureza… Todo parecía organizado para suscitar el vacío mental, el recogimiento del alma. Incluso las mesas de montaje, bloques blancos, resplandecientes, que enviaban su halo lechoso a la cara de los reporteros, acababan por parecer reclinatorios futuristas.

Marc había quedado con Vincent Timpani a las cinco y media. Ya eran las seis, pero el gigante siempre llegaba tarde. Se dirigía hacia la cafetería cuando vio una cara conocida: Milton Savario, fotógrafo de origen sudamericano que pertenecía a la casta superior de los reporteros de noticias. Un asceta famélico, que siempre parecía sobrevivir entre dos guerras.

Savario le hizo una seña. Se dieron la mano. Marc señaló con la cabeza las diapositivas distribuidas sobre la mesa de montaje.

—¿No trabajas con cámara digital?

—Para estos temas no.

—¿De qué se trata?

—El hambre en Argentina.

—¿Puedo?

Marc cogió el cuentahilos —una pequeña lupa montada en un armazón cromado— y se inclinó sobre las fotografías. Un niño esquelético, de semblante descarnado, en la cama de un hospital con un gotero. Un bebé de piel verdusca, con el cráneo enorme, en un ataúd con unas alitas de ángel. Una enfermera llevando en brazos a un crío inánime, con las piernas reducidas a largos huesos inertes, en una escalera gris. Marc se incorporó.

—¿No ha sido muy duro?

—¿El qué?

—Esos niños, el hambre…

Savario sonrió. La barba de tres días y la hirsuta pelambrera negra hacían que pareciese estar maquillado con carbón vegetal.

—En Argentina no hay hambre.

—¿Y estas fotos?

El sudamericano metió las diapositivas en un sobre sin responder. Cogió el cuentahilos y apagó la luz de la mesa.

—Te invito a un café y te cuento el truco.

Se sentaron en la cafetería. Máquinas de bebidas, mesas, asientos, todo era blanco. El fotógrafo se sentó en uno de los altos taburetes.

—No hay hambre —repitió, después de soplar sobre un vaso ardiendo—. Todos hemos picado.

Sacó de su bolsa una foto en papel del niño de miembros deformes con el gotero.

—Es un caso de polio. No tiene nada que ver con el hambre.

—¿De polio?

—La foto debió de circular por error en las agencias y en internet. Todos nos precipitamos. Hambre en Argentina; parecía increíble. Pero resulta que allí, en Tucumán, no hay ningún indicio de hambre.

—¿Y qué has hecho?

—Lo mismo que los demás: he fotografiado al niño enfermo de polio. ¿Sabes cuánto vale un billete a Argentina?

Marc no necesitaba que se lo explicaran con detalles. Una vez hecha la inversión, Savario no estaba dispuesto a volver con las manos vacías. Unas fotos del niño famélico, otras de los dispensarios, de los guetos miserables, y asunto concluido. Siempre habría una revista interesada en comprar esas imágenes e hinchar el asunto de la malnutrición. Nadie mentía realmente, el honor estaba a salvo… y no se había perdido dinero.

—Por la información —dijo el sudamericano levantando el vaso.

Marc brindó con él. Llevaba cinco años trabajando en sucesos, había salido del torbellino de las agencias, pero constataba, con una alegría cínica, que nada, absolutamente nada había cambiado.

Una voz grave se elevó detrás de ellos:

—¿Arreglando el mundo como siempre?

Marc hizo girar el asiento y vio a Vincent Timpani. Un metro noventa, cien kilos de músculos y de carne informe dentro de un traje claro de lino que le daba aspecto de propietario de plantación en los trópicos. Misteriosamente, parecía estar siempre atezado por el sol meridional; se había criado en Niza y conservaba una pizca de acento meridional.

Saludó a Marc y a Savario con una carcajada y luego se dirigió hacia la máquina de refrescos. Savario aprovechó para irse. Vincent volvió a donde estaba Marc con una lata de Coca-Cola en la mano. Siguió al fotógrafo con la mirada.

—¿Qué pasa? ¿Espanto al héroe?

—¿Tienes las fotos?

El gigante sacó tres sobres de un bolsillo de la chaqueta. Tras el drama de lady Diana, se había introducido como fotógrafo en el mundo de la moda, pero de vez en cuando, en recuerdo del pasado, aceptaba hacer algunas fotos para ilustrar los artículos de Marc.

—Me pregunto por qué me presto a reproducir estas horribles caras —dijo con fingido mal humor—. Cuando pienso en las chicas sublimes que me esperan en el estudio…

Marc sacó del primer sobre un retrato antropométrico de Jacques Reverdi. Leyó lo que estaba escrito debajo.

—Esta es de cuando lo detuvieron en Camboya. ¿No tienes la de Malaisia?

—No. He llamado a los de la agencia France Press de Kuala Lumpur y me han dicho que en Malaisia no hay retrato oficial, Reverdi no permaneció el tiempo suficiente en manos de la poli. Fue internado inmediatamente en un hospital psiquiátrico y…

—Estoy al corriente, gracias.

Marc observaba el rostro de Reverdi. Las imágenes que había visto hasta entonces pertenecían al pasado prestigioso del submarinista. Fotos espléndidas en las que el campeón, vestido con un equipo de buzo, sostenía en alto la placa en la que se indicaba la profundidad de su récord. El retrato que ahora tenía delante era distinto. El semblante alargado, musculoso y rugoso de Reverdi ya no sonreía. Las comisuras de sus labios se curvaban en una expresión hosca. En cuanto a su mirada, era oscura, indescifrable.

Abrió el siguiente sobre y descubrió a una chica, casi una adolescente: Pernille Mosensen. Ojos claros y una expresión angelical rodeada de cabellos negros, muy lisos. Y una piel brillante. Marc pensó en la carne pálida de algunas frutas exóticas.

—France Press solo me ha mandado eso —comentó Vincent—. Es la foto de su pasaporte. La he retocado con el ordenador.

La expresión de la joven danesa delataba la voluntad de parecer seria. Sin embargo, pese a ese aire de sensatez, se notaba vibrar una juventud exuberante bajo las pestañas. Una sonrisa que temblaba en el borde de los labios. La imaginaba preparándose para su viaje al Sudeste Asiático. Seguramente su primer gran periplo.

—¿Y el cuerpo? —preguntó.

—Nada. La Audiencia de Malaisia no ha facilitado absolutamente nada. Parece que no quieren dar publicidad al caso.

—¿Y la otra? La chica de Camboya.

Vincent dio un largo trago y empujó el tercer sobre hacia Vincent.

—Solo he encontrado esto. En los archivos del
Parisien
. Y he tenido que hacer auténticos milagros. Es una reproducción de los periódicos de Phnom Penh. Se ve la trama de la impresión.

Linda Kreutz era una pelirroja de facciones delicadas apenas perceptibles. Una fisonomía imprecisa, enterrada bajo una cabellera rizada que no acababa de verse bajo el grano de impresión del periódico. Su expresión se perdía en la trama y adquiría un carácter irreal. Un fantasma de las noticias.

—¿Y del cuerpo de esta tampoco hay nada?

—Nada publicable.
Cambodge Soir
me ha enviado unas fotos. La chica fue encontrada en un río, tres días después de su muerte. Hinchada a más no poder, con la lengua como un pepino… Créeme, nada publicable, ni siquiera en tu periodicucho de mierda.

Marc se guardó los tres sobres.

—¿Qué haces esta noche? —preguntó Vincent en tono de complicidad.

El rostro del fotógrafo estaba cortado por el mismo patrón que el cuerpo: enorme, colorado, fofo. Una cara de ogro, medio oculta por un mechón que le caía sobre el ojo izquierdo a la manera de un parche de pirata. Tenía la boca siempre entreabierta, como un gran dogo jadeante. Sacó otro sobre desplegando una amplia sonrisa:

—¿Te interesa esto?

Marc echó un vistazo: fotos de chicas desnudas. Además de las fotos oficiales para las revistas, Vincent hacía fotos de modelos principiantes y aprovechaba para desnudarlas.

—No están mal, ¿eh?

El aliento le olía a una mezcla de Coca-Cola y alcohol. Marc hojeó el montón de fotos: cuerpos púberes, de medidas perfectas; pieles inmaculadas, sin el menor defecto; rostros de elegancia felina.

—¿Las llamo? —preguntó, guiñando un ojo.

—Lo siento —contestó Marc, devolviéndole las fotografías—. No estoy de humor.

Vincent recogió sus fotos con una mueca de desdén.

—Nunca estás de humor. Ese es tu problema.

5

Los rostros estaban ahí.

A la vez familiares y aterradores.

Retorcidos, deformados, aplastados contra el entramado de rota. Jacques Reverdi dominó su miedo y los miró de frente: vio las mejillas aplastadas, las frentes fruncidas, los cabellos enmarañados. Sus ojos trataban de localizarlo en la oscuridad. Sus manos se agarraban a las paredes. Jacques oía también sus voces amortiguadas, sus susurros entremezclados, sin distinguir las palabras.

No tardó en observar detalles increíbles. Uno de los rostros tenía los párpados cosidos. Otro no tenía boca, solo piel opaca entre las mejillas. Otro tenía la barbilla exageradamente saliente, era como si el hueso, doblado hacia arriba, desmesurado, estuviera a punto de rasgar la carne. Otro sudaba sin parar, pero ese sudor, que caía en gruesas gotas, estaba compuesto de carne líquida: diluía sus rasgos, los fundía.

Jacques comprendió que aún estaba durmiendo. Esos hombres pertenecían a su pesadilla habitual, la que no lo abandonaba nunca. Se esforzó en calmarse. Sabía que los monstruos no lo veían a través de las fibras vegetales; estaba a salvo en la oscuridad. Jamás conseguirían abrir el armario de rota, sacarlo de su escondrijo.

Sin embargo, de pronto notó que su monstruosidad penetraba entre los hilos trenzados, pasaba bajo su piel. El rostro de Jacques se levantó, sus músculos se distendieron, sus huesos crujieron… Se parecía cada vez más a ellos, estaba convirtiéndose en «ellos». Apretó los labios para no gritar. Su semblante se desencajaba, se deformaba, pero no debía gritar, no debía revelar su presencia en el armario, no…

Su cuerpo se puso rígido. Su caja torácica se bloqueó. Su ser se cerró al mundo exterior. Imaginó la arborescencia de su aparato respiratorio cerrándose sobre la noche de sus órganos. Era su apnea preferida, la más suave, la más natural. La apnea nocturna, la que sorprendía a los bebés mientras dormían y a veces los mataba.

Jacques ya no dormía, pero mantenía los ojos cerrados. Contó los segundos. No necesitaba cronómetro. El reloj era su flujo sanguíneo. Ralentizado. Apaciguado. Al cabo de unos segundos, las voces se callaron. Luego los rostros se borraron. Las paredes de rota retrocedieron, como si ya no se ejerciera presión desde el otro lado. Él era más fuerte. Más fuerte que los ojos, que los monstruos, que los…

Abrió los ojos, con la mente absolutamente vacía. Aspiró una gran bocanada de aire. A cambio recibió algo amargo y sabroso a la vez. Un trago de té verde. ¿Dónde estaba? Su conciencia regresó en lentas olas. Estaba tendido. El calor, en las tinieblas, era omnipresente. Sus cinco sentidos comenzaron su trabajo de exploración. Notó el viento ardiente en la cara. Después un olor intenso, penetrante, casi nauseabundo: el aroma del bosque. La frondosidad vegetal.

Ruidos amortiguados. Voces. No tenían nada que ver con las de su pesadilla. Se esforzaban en hablar en inglés y tenían un fuerte acento malayo: «
Helio… Helio
…», «¿Cigarrillos?».

Volvió la cabeza hacia la derecha y, a través de los barrotes de madera pintados de verde, distinguió caras oscuras, confusas. ¿Estaba en la cárcel? Volvió los ojos hacia la izquierda. Se veía un cielo nocturno, vibrante de estrellas. No. Estaba en el exterior.

Se esforzó en calmarse, en analizar los hechos. Era de noche. Una noche azul y verde, con efluvios tropicales. Se encontraba en el pasillo de una galería. A la izquierda, un gran patio de cemento. A la derecha, el muro de barrotes, tras el cual se agitaba un grupo de detenidos. A su espalda se distinguía una gran habitación con camas de hierro. Sí que estaba en la cárcel. Pero era una cárcel al raso.

Instintivamente, intentó levantarse. Imposible: unas correas le inmovilizaban las muñecas y los tobillos. Al segundo siguiente, vio la barra cromada de su cama…, una cama de hospital. Al mismo tiempo, constató que iba vestido con una bata verde. Los presos llevaban la misma indumentaria. Otro detalle le llamó la atención: todos llevaban la cabeza rapada. Sus grandes ojos, abiertos en la oscuridad, parecían heridas blancas. Carcajadas, gruñidos. Aguzó el oído y distinguió las palabras que pronunciaban, en malayo, chino, thai… Frases incoherentes. Palabras absurdas. Chiflados.

Estaba en un manicomio.

Un nombre acudió a su mente: Ipoh, el mayor establecimiento psiquiátrico de Malaisia. La angustia lo invadió. ¿Por qué lo habían llevado allí? Él no estaba loco. A pesar de los rostros, a pesar de las pesadillas, él no estaba loco. Trató de recordar sus últimos días, pero solo pudo acordarse de las hojas de bambú, de las paredes trenzadas, ¿Qué había pasado? ¿Había sufrido otro ataque?

BOOK: La línea negra
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