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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Thriller, Policíaco

La línea negra (14 page)

BOOK: La línea negra
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… sepa que tan solo yo escojo mi absoluto y que todo eso es inaccesible a los demás seres humanos.

El hombre no decía: «Soy inocente». Decía: «Usted no lo entiende». ¿No era eso una forma de atizar su curiosidad? Marc sentía escalofríos. Siempre había estado convencido de que Jacques Reverdi no era un simple asesino en serie, un «asesino compulsivo», como lo describía Erich Schrecker.

En los crímenes había una coherencia.

Una búsqueda.

Sonrisa. Sí, decididamente, había dado en el clavo. Su ataque frontal había irritado al criminal, pero le había hecho reaccionar. Y esa carta era una invitación a ahondar, a preguntar, a ir más allá de las apariencias.

Marc, sin quitarse los guantes de algodón, cogió un paquete de papel de carta y la estilográfica que reservaba para Élisabeth. Había que contestar enseguida. Con el ímpetu de la emoción. Élisabeth debía explicarle que podía cambiar de método, que podía, simplemente, escucharlo, comprender, dejarse guiar…

Pero primero,
mea culpa
.

17

París, lunes 10 de marzo de 2003

Querido Jacques:

Acabo de recibir su carta. Estoy apesadumbrada. ¿Me perdonará mi torpeza? ¿Cómo he podido ser tan estúpida? Jamás querría perjudicarlo, y menos aún ofenderlo.

No había pensado en el problema de las cartas abiertas. Debo confesar que desconozco por completo las normas y los procedimientos vigentes en las prisiones malayas. Siento muchísimo que, por mi manera de expresarme, pareciera que doy crédito a unos hechos que no están ni probados ni demostrados. También en esto confieso mi ignorancia: no sé exactamente cómo va la investigación. Mis conocimientos se limitan a lo que he leído en la prensa francesa.

Perdón, perdón, perdón… En ningún caso quisiera agravar su situación frente a la justicia.

Pero déjeme explicarle las razones profundas de mi petición. Yo ya lo conocía mucho antes de los acontecimientos de Malaisia… y los de Camboya. Lo conocía desde la época de sus hazañas deportivas. La inmersión en apnea me apasiona; cuando tenía ocho años, veía una y otra vez
El gran azul
. Pasaba horas imaginando lo que puede ser la sensación de las profundidades. Lo que se puede experimentar descendiendo, sin respirar, mucho más allá de los límites del hombre. En esa época, su nombre ya figuraba en primer lugar en mi pequeño panteón íntimo.

Actualmente lo acusan de asesinato. Usted no desea hablar de ello y yo respeto su silencio. Pero no por eso su personalidad es menos extraordinaria. Paradójicamente, los actos de los que ahora es sospechoso están tan alejados de sus proezas deportivas, de su imagen de sabiduría y de paz, que esta situación refuerza más mi interés por usted. Ese vínculo hipotético entre el azul profundo y el negro total, ese recorrido imposible entre el bien y el mal me produce vértigo. Sea cual sea la verdad, el arco de su destino es grandioso.

Esto es lo que espero o, mejor dicho, lo que no me atrevo a esperar: que me ofrezca algunos recuerdos personales, que me cuente cosas que le interesan. Las que sean. Emociones submarinas, recuerdos de infancia, anécdotas sobre Kanara… Lo que quiera, con tal de que esas palabras marquen el inicio de un intercambio.

Nada le obliga a escribirme y no tengo más argumentos para convencerlo. Pero estoy segura de una cosa: yo podría ser para usted un oído amigo, cómplice, atento. Ya no hablo de la estudiante de psicología. Hablo simplemente de una chica que le admira.

No olvide nunca que estoy dispuesta a escuchar cualquier cosa. Será usted quien establezca los límites, las fronteras de nuestra relación.

Abismos los hay de todo tipo.

Y todos me interesan.

En espera —impaciente— de leer…

Élisabeth

Cuando acabó de escribir la carta, Marc estaba sudando.

Tenía literalmente las manos fundidas dentro de los guantes. Había redactado el texto varias veces, presionando la pluma con los dedos, siempre con el mismo apasionamiento. Era la letra lo que no acababa de quedar bien. Ahora ya tenía la carta manuscrita: puro Élisabeth. Al releerla, se percató de que el tono era enfático, sentimental. Quizá debería reflexionar antes de mandarla. Al final decidió dejarla tal cual. Era una reacción en caliente. Y Reverdi notaría esa espontaneidad.

Estaba oscureciendo. Eran más de las cinco de la tarde. Se le había pasado el día sin enterarse. No había oído el teléfono ni pensado en el mundo exterior. Ahora que la oscuridad invadía el estudio, le parecía que unas aguas negras lo cubrían a él también. Un malestar que estaba empezando a notar: durante esas pocas horas, había sido realmente Élisabeth.

Un café, eso era lo que necesitaba. Escogió uno italiano muy denso y puso en marcha su pequeña fábrica cromada. Aspiró, reconfortado, el aroma amargo del exprés. Saboreaba por anticipado esa quemazón concentrada que iba a deslizarse hasta el fondo de sus entrañas… y a sacarlo de su trance.

Tomó uno e inmediatamente después preparó otro. Con la taza en la mano, volvió a sentarse, más tranquilo, y contempló aquellas líneas escritas por la mano de una mujer que no existía. El sudor había traspasado los guantes. El papel estaba combado. Mejor. Reverdi advertiría también ese detalle. Imaginaría la excitación de Élisabeth. O quizá imaginara lágrimas. Tampoco estaba mal… Marc se preguntó si debía perfumar esa carta. No. Ya no estaban en la etapa de la seducción, sino en la del apremio.

Cerró el sobre, se puso la chaqueta y cogió las llaves y la carta; tenía que moverse antes de que la oficina de correos cerrara. Había decidido mandar la carta urgente. Le daba igual si el envío parecía precipitado. Le daba igual si el sello de «urgente» en el sobre atraía la atención de los vigilantes de Kanara. No podía esperar un mes la llegada de la respuesta…, si es que había respuesta.

No tomó el camino de la calle Hippolyte-Lebas; no quería encontrarse con Alain. Optó por la oficina de la calle Saint-Lazare, pasado el distrito IX. Al entrar, contuvo la respiración. Como le había sucedido la primera vez, al mandar esta carta tenía la impresión de sumergirse en lo desconocido. Pero en esta ocasión estaba pasando a otro nivel de compresión, hacia las capas oscuras de las aguas heladas.

18


Gosok kuat sikit
! (¡Frota más fuerte!)

Jacques Reverdi estaba de rodillas bajo el sol. Armado con un cepillo metálico y un cubo de agua con lejía, intentaba borrar lo imborrable: el rastro de sudor humano, de mugre impregnada en una de las paredes del patio. Huellas incrustadas en el cemento, tan profundamente como si fueran fósiles. Pese a sus esfuerzos, no conseguía atenuar las manchas. Habría sido necesario rascar, lijar, atacar la piedra con una pulidora.

Por encima de su cabeza, Raman lo observaba. Con los pies separados y las manos cerradas sobre el cinturón. El hombre mascullaba insultos entre dientes, prometiendo que la porra iba a hacer muy pronto realidad sus palabras.

Reverdi se mostraba indiferente. Ni el dolor físico ni los insultos le afectaban. Pensaba en un trozo de vidrio. Las palabras y los golpes lo atravesaban como la luz atraviesa un cristal. En esos momentos se transformaba en prisma y descomponía el espectro de sus propias reacciones, eliminaba las que podrían debilitarlo: vergüenza, dolor, miedo…


Celaka punya mat salleh
! (¡Bastardo blanco!)

Una patada lo alcanzó en el costado. La piel le ardía de tal modo que apenas notó ese dolor suplementario. Otro golpe se perdió en el sufrimiento del aire. Reverdi lanzó una breve mirada por encima de
él
. Raman se había puesto a caminar de nuevo arriba y abajo. Apretó los dientes, volvió a coger el cepillo y trazó mentalmente el retrato del hombre al que intentaba evitar desde su llegada a Kanara.

Abdallah Madhuban Raman, cincuenta y dos años, padre de cinco hijos, musulmán rigorista, quintaesencia pura de autoridad y de sadismo. En la penitenciaría de Camboya, Reverdi había conocido a funcionarios de la crueldad. Vigilantes que habían integrado la brutalidad como uno de los deberes de su función. Raman no tenía nada que ver con esa versión moderada del guardia. Al malayo le excitaba el sufrimiento. Le hacía vibrar. Era un psicópata puro, más peligroso que todos los asesinos de Kanara juntos.

Era malayo, pero por sus venas corría también sangre tamil. Tenía el rostro negro, perforado por grandes fosas nasales que recordaban el hocico de un toro. Sus ojos eran todavía más negros y su cara aplastada, marcada por profundas arrugas, evocaba la de un aborigen de Australia.

El cabrón medía cerca de un metro ochenta y cinco, una estatura excepcional en Malaisia, y llevaba permanentemente, pese al calor, una chaqueta oscura con galones, ceñida en la cintura. En el cinturón lucía una batería de amenazas: pistola, porra eléctrica, bomba lacrimógena, llaves… Contaban que le había sacado un ojo a un preso con la llave que abría la última puerta, la que daba al exterior.

Practicante fanático, miembro de la secta prohibida al-Arqam, Raman era también un homosexual en perpetua ebullición. Éric se lo había dicho, pero su apetito superaba las peores previsiones. El malnacido solo pensaba en el culo. Estaba rodeado de un clan hecho a su medida: guardias de la misma inclinación sexual, amantes de la musculación y de los deportes de combate. Sodomitas duros a los que les gustaba torturar y dar palizas, y a quienes Raman «pagaba» con carne fresca. Todos los presos estaban obsesionados con los gritos que salían de las duchas a última hora de la tarde. Pero Éric se equivocaba: no violaban a las víctimas. Los molían a palos hasta que se desvanecían. Entonces, los guardias follaban entre ellos, embriagados por el olor de la sangre.

En esos momentos, el jefe de los torturadores salía el primero del edificio maldito, titubeando, cegado por el sol y el remordimiento. Todos lo observaban de lejos, aterrorizados, temiendo otras represalias.

—¡Para! —ordenó Raman a su espalda—. Se acabó por hoy.

Jacques siempre había sabido que su posición de estrella occidental le permitiría gozar de un trato de favor. La tarea de esa mañana marcaba el comienzo de los festejos.

—Mañana limpiarás otra pared —prosiguió el guardia, acercándose—. Y así sucesivamente. —Paseó su mirada de carbón por el patio—. ¡No quiero ver ni una mancha de sudor en estas putas paredes!

Reverdi se puso de pie y buscó los ojos del guardia.

—Acabas de perder un punto, muchacho —le susurró en malayo.

Raman desenfundó la porra y golpeó el torso desnudo de Reverdi. Este tuvo el tiempo justo de doblar los brazos para protegerse las costillas.

—¡El que cuenta los puntos aquí soy yo!

Reverdi no bajó la mirada. Raman levantó de nuevo la porra, pero de pronto sonrió, mostrando sus dientes blanquísimos, como si se le acabara de ocurrir una crueldad mejor.

—El día que te cuelguen, escoria, ya no podrás mirar a nadie con esos ojos. Te pondrán una capucha en la cabeza y eso será lo último que sentirás.

Jacques meneó lentamente la cabeza.

—¿Sabes que los ahorcados se empalman como cabrones? Por fin podrás chupármela, encanto.

La porra se abatió de nuevo. Reverdi se puso de lado en el último momento y recibió el golpe en el hueco de la espalda. Su clavícula izquierda crujió. El dolor lo atravesó oblicuamente para rebotar en el omóplato. Retrocedió, se tambaleó, pero no cayó. Con lágrimas en los ojos, arrojó la brocha al cubo afectando una actitud indolente.

—Te juro que, cuando me vaya de aquí, tu autoridad no será la misma.

Raman acercó el pulgar al interruptor eléctrico de la porra, pero no llegó a presionarlo. Los demás presos se acercaban. Todos los ojos estaban clavados en ellos. En el ambiente vibraba una esperanza confusa. Todos esperaban un duelo en la cumbre entre los dos hombres, dos gigantes, el blanco y el negro.

Pero el guardia no estaba tan loco para correr semejante riesgo. Enfundó la porra y dio media vuelta sin pronunciar palabra. Caminaba a un paso tan brusco, tan mecánico que parecía cojear. El calor blanco deformaba su silueta a medida que se alejaba.

Las once de la mañana.

Jacques sentía el mismo dolor cada vez que levantaba las halteras. ¿Tenía la clavícula rota o no? A modo de respuesta, levantó los bloques. Quería borrar ese sufrimiento con el que se infligía a sí mismo torturándose los músculos.

Una voz lo llamó. Reverdi se detuvo en seco, tendido en el banco con los brazos doblados. Se preguntó quién podía atreverse a molestarlo en un momento semejante. Bloqueó los músculos, dejó lentamente las pesas sobre su soporte y se levantó, chorreando de sudor.

El
tengku
.

Reverdi debería haberse imaginado que se trataba de él. Solo ese chaval era lo bastante inconsciente para interrumpirlo en pleno ejercicio físico. En malayo,
tengku
designa una posición real, un vínculo de parentesco, aunque sea lejano, con uno de los nueve sultanes del país. Hajjah Elahe Numah pertenecía a la familia del sultán de Perak. Estaba encerrado en Kanara por tráfico de estupefacientes. Lo habían pillado con cuatrocientos gramos de heroína. En general, un miembro de una familia real no acababa nunca en la cárcel; una simple llamada telefónica resolvía el asunto. Pero esta vez el padre había querido dar una lección a su hijo dejándolo pudrirse unos meses en Kanara. Una manera brutal de hacer que se le pasaran las ganas de drogarse.

—¿Te molesto? —preguntó en inglés.

Reverdi cogió su camiseta sin responder. Al ponérsela notó otro latigazo de dolor. Estaba seguro de que tenía la clavícula rota. Mierda.

Hajjah se sentó frente a él, sobre el cemento caliente. Era un joven gracioso, de cuello largo y piel cobriza. Estaba diplomado por varias universidades inglesas, pero tenía el cerebro machacado por la droga. Sus ojos, saltones como los de un sapo, miraban fijamente. Parecían escrutar un lado invisible del mundo.

—¿Qué quieres?

—Quisiera…

El
tengku
hizo una pausa dubitativa.

—Suelta lo que tengas que soltar.

Reverdi no podía admitir que una parte de sí mismo estuviera rota, deteriorada. Ya se veía con un brazo en cabestrillo. Hajjah se decidió por fin a hablar:

—¿Cuánto pedirías por protegerme?

—¿Protegerte? ¿De quién?

—De los chinos. De los filipinos.

—¿Por qué habrían de molestarte los chinos? Tú eres su mejor cliente.

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