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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Thriller, Policíaco

La línea negra (17 page)

BOOK: La línea negra
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—Está recuperándose —dijo, haciendo un esfuerzo—. Pero todavía le quedan unas semanas de guardar cama. ¿Me da la carta, sí o no?

Alain se puso rígido. Con lentitud, como a regañadientes, colocó el sobre plastificado en el tambor que estaba al lado de la ventanilla.

—Es para sus estudios —dijo Marc, sonriendo—. No se preocupe.

Cogió el sobre. Enseguida vio, arriba, a la izquierda, la dirección del remitente.

JIMMY WONG-FAT

7TH FLOOR, WISMA HAMZAH-KWONG HING

NOI LEBOH AMPANG

50 100 KUALA LUMPUR, MALAYSIA

El abogado de Jacques Reverdi; recordaba su nombre. Su correspondencia iba a pasar ahora por él, seguramente para mayor discreción.

Marc salió de la oficina de correos como un loco. Tenía que reprimirse para no rasgar allí mismo, en la calle, la solapa adhesiva del sobre.

Fue corriendo a su estudio, estrechando su tesoro contra el corazón.

Kanara, 10 de abril de 2003

Querida Élisabeth:

Me alegro de que aceptes las reglas de nuestra relación. Eres tú, pues, quien va a hablar antes de que yo tome la palabra.

Lo has entendido: necesito pruebas.

Y esas pruebas son rojas.

Existe una traducción de la Biblia que se llama Biblia de Jerusalén, uno de cuyos pasajes siempre me ha impresionado. Se trata del Génesis, 9,1-6. Seguramente esos números no te dicen nada: se trata simplemente del final de la historia de Noé y su arca.

Se suele tener una imagen positiva de ese personaje que regresa, acompañado de las parejas de animales, para poblar la tierra. La realidad es más cruel: Noé regresa con el alimento de los hombres. Después del diluvio, la cólera de Yahvé se ha apaciguado. La especie humana puede vivir, pero solo puede hacerlo sacrificando a los animales. Es el favor concedido por Dios: los hombres pueden ahora matar a los animales para alimentarse.

Pero Yahvé añade un detalle esencial: no les estará permitido beber su sangre, pues es de «Su» propiedad. Es una constante en todas las religiones: la sangre siempre es derramada en el altar, nadie debe tocarla. Porque la sangre, y en esto la Biblia de Jerusalén es explícita, es el alma de la carne. Y el alma pertenece a Dios.

¿Por qué te cuento esto? Porque esa idea corresponde a una verdad profunda. Muéstrame tu sangre y te diré quién eres.

Unas pocas preguntas serán suficientes. Respóndeme con precisión y, a cambio, te abriré las puertas de mi mente.

En tu primera carta me decías que tienes veinticuatro años. Supongo que todavía no has vivido muchas historias de amor. Pero supongo también que ya no eres virgen. ¿Has pasado al acto, Élisabeth? ¿A qué edad lo hiciste por primera vez? ¿Recuerdas esa primera noche?

No quiero los detalles sentimentales. Solo me interesa una cosa: ¿miraste, después del acto, las huellas de ti misma dejadas entre las sábanas? ¿Dirigiste una mirada, discreta, casi refleja, hacia esas parcelas de ti misma que abandonabas para siempre?

¿Recuerdas el color de esa sangre? Descríbeme esas pequeñas islas oscuras, Élisabeth, con detalle y empleando tus propias palabras. Cuéntame lo que sentiste cuando tomaste conciencia de esa pérdida. Esa sangre perdida era un poco de tu alma ofrecida en sacrificio.

Remontémonos más en el tiempo.

Antes de perder la virginidad, hubo otro momento importante. La matriz femenina despertó en ti. También entonces, sangre. También entonces, un no retorno… ¿Cómo fue esa otra «primera vez»? No te pregunto por las circunstancias. Solo quiero que me describas ese primer período, tibio y desconocido.

Sumérgete en tus recuerdos y busca las palabras exactas para permitirme ver, sobre el papel, el color de ese líquido íntimo. Háblame también de ahora: ¿cómo es tu sangre menstrual? ¿Cómo vives ese flujo regular?

Última pregunta (como ves, no te pido gran cosa): ¿guardas el recuerdo de una herida, provocada por un accidente o por otra circunstancia, de la que manara sangre? ¿De qué color era? ¿Qué sentiste al verla? ¿No había, bajo el dolor, otras sensaciones más confusas, una voluptuosidad vaga, nacida de esa emergencia de la sangre, de esa expansión frente al mundo exterior?

No sigo; no quiero influir en tus respuestas. Escríbeme enseguida, Élisabeth. Que tus confidencias sellen nuestro pacto, como esos niños que se hacen un corte en la muñeca para mezclar su sangre.

Un último punto, esencial: mándame una foto tuya con la próxima carta. Quiero contemplar tu rostro. Y visualizarlo cuando piense en ti.

Para acabar, una precisión técnica: nuestra correspondencia no debe seguir pasando por la dirección de la cárcel. A partir de ahora debes enviar las cartas a la dirección de mi abogado, a través de DHL. Si nuestros vínculos deben estrecharse, que sean también más rápidos.

Espero leerte… y verte.

Jacques

Marc estaba helado… y ardiendo a la vez.

El predador salía del bosque.

Revelaba su naturaleza viciosa y violenta. Su obsesión por la sangre. Eso ya era en sí mismo una primicia. Pero ese giro era también angustioso: Reverdi se acercaba a Élisabeth como a una presa. Quería olfatearla. Oler su sangre. ¿Por qué? ¿Para imaginarla mejor acribillada a cuchillazos?

Marc tendió ante sí las manos, todavía enguantadas: temblaban espasmódicamente. De excitación y de miedo. En vez de pasarse horas pensando en la falla tectónica que acababa de abrir, se levantó.

Tenía que hacer una sola cosa.

Ponerse a buscar las respuestas exigidas.

24

—¿Viene por su mujer?

—No estoy casado.

—¿Por una amiga?

—No. Yo…, bueno…

—Bueno ¿qué?

La ginecóloga sonreía, pero su voz delataba impaciencia.

Su rostro, surcado de arrugas, era atezado y redondo como una hogaza de pan integral. Emanaba de él la misma suavidad, el mismo sabor familiar. Sus cabellos cortos, muy blancos, contrastaban con su piel oscura y reforzaban su carácter avejentado, reconfortante.

El despacho encajaba con esa impresión de benevolencia: se respiraba una intimidad de muebles antiguos, de objetos decorativos con pátina. Las mujeres embarazadas debían de sentirse a gusto en ese refugio, en pleno distrito VI.

—Recibo a muy pocos hombres aquí —dijo ella ante el silencio de Marc.

Este esperaba el comentario y había preparado una mentira:

—Soy escritor. En mi próxima novela, el personaje central es una mujer. Y no sé nada de ellas. Quiero decir sobre lo que constituye la intimidad de una mujer.

—¿A qué llama «intimidad»?

—Bien…, quiero dar la impresión de estar en su lugar, ¿comprende? Quisiera, sobre todo, describir algunos recuerdos… marcados por la sangre. La sangre de la regla, de la virginidad, de heridas.

—¿Por qué la sangre?

La ginecóloga lo observaba con sus ojos oscuros. Tenían el color gris de las perlas negras. Marc, incómodo, se ajustó la chaqueta.

—Digamos que se trata de una licencia del autor. Creo que es un símbolo fuerte.

La mujer no parecía muy convencida. La conversación amenazaba con resultar más difícil de lo previsto. Había conseguido esa visita a última hora, después de todo un día de búsqueda inútil.

Primero había consultado libros de ginecología en librerías especializadas y no había entendido nada. Además, esas obras no poseían lo esencial: el toque personal, la voz del testimonio. Al día siguiente había decidido acudir a un especialista. Esta ginecóloga era la única que había aceptado recibirlo el mismo día, a las siete de la tarde.

—¿Qué quiere saber exactamente?

Marc sacó un bloc y un lápiz.

—¿Le molesta si tomo notas?

Ella expresó su consentimiento con un ademán desenvuelto.

—Para empezar, me gustaría saber si la sangre de los hombres y la de las mujeres tienen la misma composición.

—Por supuesto que no.

—¿Qué es lo que cambia?

—Las hormonas. La sangre de la mujer está cargada de estrógenos y de progesterona.

—¿Y las hormonas influyen de algún modo en el color de la sangre?

—No. Más bien en el estado de ánimo. Los cambios bruscos en la cantidad de hormonas a lo largo del ciclo menstrual provocan cambios de humor, períodos de depresión. A veces tengo que prescribir parches de progesterona para evitar el abatimiento.

—¿Puede hablarme de la sangre de la regla?

—¿Desde qué punto de vista?

—Su aspecto. Su color. Para empezar, ¿es muy abundante?

La especialista se tomó tiempo para pensar. Su tez de ladrillo se fundía en la semipenumbra.

—Varía de una mujer a otra. En algunos casos, las reglas son muy abundantes; en otros, se reducen a unas gotas. Eso cambia también a lo largo de la vida. Las jóvenes suelen sangrar como fuentes. Su mecanismo todavía no está ajustado.

—¿Y el color? ¿Es siempre el mismo?

—En general, sí. Una sangre oscura. Venosa, poco oxigenada.

—Perdone, pero no comprendo la relación entre esas palabras.

—Entonces tenemos que empezar por el principio… El cuerpo humano está irrigado por dos circuitos. El primero, el de las arterias, parte del corazón y difunde por los órganos una sangre cargada de oxígeno. El segundo, la red de las venas, constituye el viaje de vuelta, cuando la hemoglobina ya no contiene mucho oxígeno. Por lo tanto, es mucho más oscura.

—¿Cuál es la relación?

—El oxígeno es lo que da la tonalidad clara a la sangre.

—¿Por qué la regla pertenece al segundo circuito?

—Esto está convirtiéndose en un curso de anatomía… La mujer tiene, en la pared del útero, una mucosa que se impregna de sangre a lo largo del ciclo. Son reservas para el futuro embrión. La madre alimenta al feto igual que alimenta sus músculos y sus fibras: con la hemoglobina. Al final de la ovulación, si no hay embrión, el útero reacciona automáticamente y deja fluir esas reservas inútiles. Eso es la regla. Aunque la sangre no haya servido para el feto, se ha quedado sin oxígeno y, por lo tanto, tiende a ser oscura. Y las partículas de mucosa la oscurecen todavía más.

Mientras escribía, Marc trataba de imaginar ese líquido que no había visto nunca.

—Si contiene partículas, no será muy fluida.

—En efecto, es bastante espesa, un poco fangosa.

Inclinado sobre el bloc, anotaba todos los adjetivos, todas las características. La mujer no encendía la luz y el despacho estaba cada vez más oscuro.

—Pasemos a la sangre… de la virginidad, por ejemplo.

La ginecóloga miró rápidamente su reloj; aquella visita debía de parecerle ridícula.

—¿Puede explicarme el fenómeno? —preguntó Marc, riendo un poco a causa de la incomodidad que le producía la situación—. Habría que empezar desde cero también en esto.

—Es más sencillo aún. El sexo de la mujer está provisto de una membrana situada al fondo de su cavidad: el himen. Cuando la verga penetra el orificio por primera vez, perfora esa membrana.

—¿Es eso lo que sangra?

—Sí. Pero cuidado: en general, ya está más o menos perforada. Basta haberse frotado con una manopla de baño, o haberse acariciado.

Marc se quedó con este último detalle. Quizá había material para describir algo íntimo en la juventud de Élisabeth.

—¿De qué color es? —preguntó.

La mujer no respondió. Solo se veían ya sus cabellos blancos, que formaban un violento claroscuro con su tez de tierra cocida. Parecía reflexionar de nuevo. Marc, con sus preguntas torpes, la obligaba a explicar conocimientos elementales.

—En este caso se trata también de una sangre muy oscura —dijo por fin—. Contiene partículas del tabique himeneal. Y también, por supuesto, secreciones vaginales. A priori, todo esto sucede en un contexto de placer.

—¿A priori?

A Marc le interesaba cualquier digresión, cualquier opinión personal.

—Es muy raro que se sienta placer —prosiguió la ginecóloga—. Está el desgarramiento, la novedad de la relación sexual. Todo eso, se quiera o no, es muy brutal. Esa sangre es la de una herida. Una herida interior. Marca el fin de una etapa…

La voz se tornaba soñadora. Poco a poco, Marc percibía una atmósfera particular en el despacho. Las paredes se oscurecían como las de una gruta. Las palabras de la especialista adquirían una dimensión ancestral y mágica. El periodista tenía la impresión de estar escuchando un oráculo. Ella pareció darse cuenta y rompió el encanto aclarándose la voz.

—¿Se las arreglará con esto? Tengo más visitas.

Mentía. No quería abandonarse al hechizo.

—Perdone —dijo Marc—, pero le había hablado de una tercera sangre: la de las heridas… accidentales. ¿Puede decirme algo sobre ellas?

La mujer encendió la lámpara suspirando. Una pantalla de tela apergaminada, veteada en rojo. A la luz dorada, su rostro pareció más viejo aún. Una facies arrugada, seca, como exhumada del desierto.

—No tengo nada que decir —contestó—. Esa sangre es… corriente.

—¿Hay alguna diferencia de aspecto entre la del hombre y la de la mujer?

—No, ninguna. La composición es idéntica. Se lo repito: si la herida ha afectado a las arterias, la sangre será de un rojo vivo; si ha afectado a las venas, será más oscura. Eso es todo.

—¿Tiene fotos?

—¿Fotos?

—Sí. De las diferentes sangres de las que hemos hablado. —No sé qué iba a hacer con ellas. Lo único que tengo son negativos médicos, a escala microscópica.

—¿Se distinguen los colores?

—No. Lo siento. —Apoyó las manos en la mesa—. Ahora…

Una frase de Reverdi acudió a la mente de Marc: «… busca las palabras exactas para permitirme ver, sobre el papel, el color de ese líquido íntimo…».

—Espere —insistió—. Si tuviera que dar un valor simbólico a cada una de esas sangres, ¿qué diría?

—Oiga…

—Solo unas palabras.

Tras una breve vacilación, la mujer echó el cuerpo hacia atrás hasta apoyarlo en el sillón de madera. Cerró los ojos. Una breve sonrisa acentuó las arrugas alrededor de sus órbitas.

—Yo diría que la sangre de la virginidad es densa, está cargada. Es a la vez la vida y la muerte. El fin de la inocencia, de la libertad. La sexualidad existe en la niña, pero todavía no es una prisión. Los deseos son simples apariciones que atraviesan el cuerpo de manera fugaz. Con la pubertad, y la desfloración, esos fuegos fatuos se encarnan, se tiñen de rojo, se convierten en poderes orgánicos que ya no abandonarán a la adolescente… —Abrió los ojos—. Se lo repito: esa sangre es la de una herida que no cicatriza jamás. Es la vocación misma del deseo. Una llamada perpetua, insaciable.

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