—No lo entiendo —dijo el banquero tras un largo silencio—. ¿Ese viaje es por motivos profesionales?
—Desde luego.
—¿Y por qué no pide el dinero al periódico?
—Se trata de una primicia y quiero ser yo el propietario. Créame, hay enormes intereses detrás.
Percibía el escepticismo del otro. Cambió de táctica y recordó su época buena, los tiempos en que ingresaba en su cuenta cheques de seis cifras. No había sido siempre un cliente difícil.
—Justo —lo cortó el banquero—. Nosotros ayudamos sobre todo a los clientes que siguen la curva inversa. Clientes difíciles que se vuelven más «fáciles». Comprende, ¿no?
—Le aseguro que se trata de una excelente inversión. Esta investigación me permitirá volver a los años de esplendor.
—Muy bien, pues vuelva y entonces ya veremos.
Marc se contuvo para no pasar a los insultos y colgó. No era el momento de cambiar de banco, ni de añadir tareas administrativas a las que ya tenía que hacer.
La otra posibilidad era
Le Limier
. También en este caso sabía la respuesta. Verghens no soltaría ni un euro sin saber de qué se trataba… y sin adjudicarse el proyecto.
—¿Para qué quieres esa cantidad? —preguntó antes de que Marc hubiera acabado la frase.
—Un asunto importante.
—Eso ya lo he entendido. Pero ¿de qué se trata?
—No puedo decírtelo. Por el momento no.
—¿Es una primicia?
—Exacto.
—Si no hay información, no hay pasta.
—Es justo lo que me imaginaba. Te llamaré cuando vuelva.
Negociaron su tiempo disponible. Verghens no estaba de acuerdo, pero le debía a Marc un montón de días de vacaciones. Al final, tuvo que ceder y le dio tres semanas de permiso.
Solo quedaba una solución: Vincent. Ante la idea de darle un sablazo a su antiguo socio, a quien se lo había enseñado todo, un reflujo ácido le quemó la garganta. ¿Cómo había llegado a aquello? Mendigarle a su propio discípulo… Se consoló diciéndose que lo que estaba realizando era una cruzada. Era un guerrero. Un misionero. Y los misioneros siempre son pobres. Esa miseria constituye incluso un signo de superioridad.
A mediodía, cuando empujó la puerta del estudio fotográfico de la calle Bonaparte, había decidido situarse mentalmente por encima de todo sentimiento de vergüenza o incomodidad. Sin embargo, pese a su resolución, cuando llegó el momento de hablar la humillación le bloqueó la garganta. Vincent le facilitó las cosas.
—¿Cuánto? —preguntó.
Movido por un oscuro resentimiento, Marc multiplicó por dos la suma que había previsto pedir.
—Diez mil euros.
Vincent atravesó su gran bunker. Abrió la puerta negra de la sala de revelado. Al fondo, Marc lo sabía, había una caja fuerte. Para el material y también para el dinero que las jóvenes modelos le daban en efectivo.
—Cinco mil euros —dijo, dejando un fajo de billetes sobre la mesa de montaje—. No tengo más aquí. Te hago un cheque por el resto.
Marc asintió, con los ojos clavados en el dinero. Debería haber pronunciado una frase de agradecimiento, pero tenía los músculos de la garganta demasiado tensos. Al coger el cheque logró a duras penas articular:
—Te lo devolveré…
—No hay prisa.
—Gracias —dijo por fin.
—Soy yo quien te está agradecido. Si no hubieras decidido poner fin a nuestras gilipolleces de
paparazzi
, aún estaría encaramado en un árbol espiando a famosas y habría dejado pasar mi oportunidad.
—Me alegro.
Marc intentó sonreír, pero sus facciones se crisparon. Vincent lo acompañó hasta la salida. Una pesada cortina ocultaba la puerta, una estructura de acero pintado que enmarcaba un grueso vidrio.
—Al final —dijo Vincent, apartando la cortina—, lo de Diana, todo aquel escándalo, fue mi salvación. Lástima que en tu caso no se pueda decir lo mismo.
Marc recibió aquellas palabras como un latigazo. Su mente reaccionó dejándose llevar por el entusiasmo. Se vio recoger las confesiones de Reverdi, descubrir un secreto increíble en el corazón de las selvas de Asia. Se vio escribir un documento único narrando su experiencia, ganar premios prestigiosos de periodismo, se vio…
—Mi hora va a llegar también —dijo apretando los dientes—. No te preocupes.
—¿Qué estás tramando?
—Secreto profesional.
—Un día, tus historias de asesinos acabarán por volverte loco.
Con las mandíbulas más apretadas aún, Marc murmuró:
—Es una investigación, y tengo razones profundas para hacerla.
—Ya conozco tus razones, y deberían más bien hacerte salir corriendo.
—Tú no estás dentro de mi cabeza.
Vincent lo asió de un brazo con afecto:
—Nadie quisiera estar dentro de tu cabeza.
Las tres de la tarde, FNAC Digital, bulevar Saint-Germain.
Marc temía ese tipo de expedición. La espera, el calor, la jerga tecnológica; las respuestas siempre más complicadas que las preguntas; la oferta ilimitada de productos, cuando cualquier ordenador serviría.
—Es exactamente lo que usted necesita —afirmó el vendedor.
Marc miró el nuevo Macintosh que le proponían: puro, ligero, desconocido. Se imaginó perdido entre los documentos de ayuda, tardando horas en hacer algo que hacía sin pensar en su ordenador actual. Tuvo una idea. Para no perder tiempo, debía comprar exactamente el mismo modelo que el que tenía.
—Quisiera una máquina de la generación anterior.
—¿Está de broma? ¡Esas tienen por lo menos dos años!
Marc no se dio por vencido. El vendedor hizo una mueca de disgusto.
—Ya no hacen esas antiguallas. Tendría que buscar en el mercado de segunda mano.
Al oír esas palabras, su idea ganó puntos. Comprar un ordenador que ya hubiera sido utilizado, facturado a nombre del primer propietario. Con un poco de suerte, aún tendría instalados los programas, que también estarían registrados a nombre del usuario anterior. Una nueva forma de no dejar huellas.
Salió de muy buen humor con la dirección de una tienda de segunda mano situada en el mismo bulevar Saint-Germain. Saboreaba todos los engranajes de su estrategia.
Era un juego.
Pero también una amenaza.
Marc encontró exactamente lo que buscaba. Un Macintosh Powerbook provisto de un módem antiguo y que funcionaba con un sistema antiguo, el Mac OS 9.2. Una buena máquina, antigua y conocida.
El tipo de la tienda le propuso hacerle una factura a su nombre; él no aceptó. Le ofreció una garantía de un año; la rechazó: tenía que dar sus datos.
Al conectar la máquina en la tienda se dio cuenta de que la suerte estaba de su lado: el disco duro contenía programas de tratamiento de texto y de correo electrónico instalados a nombre del anterior propietario. El vendedor le recordó que era ilegal utilizar esos programas. Le propuso que comprara los mismos en versiones nuevas.
—Lo pensaré —dijo Marc, aunque ya lo tenía todo decidido.
Pagó en efectivo y se marchó con la caja bajo el brazo. En el coche, que circulaba por la orilla derecha con lentitud —eran las seis de la tarde y había un tráfico denso—, Marc hizo recuento de sus pantallas de protección.
Un ordenador y programas a nombre de otro. Una cuenta de correo electrónico abierta para Élisabeth Bremen. Líneas telefónicas pertenecientes a cibercafés. Y muy pronto a hoteles asiáticos. Ni un solo elemento permitía llegar hasta Marc Dupeyrat.
Literalmente, no existía.
Pero ¿de qué tenía miedo? ¿De que Reverdi descubriera el engaño? ¿Cómo iba a poder realizar la menor indagación estando en la cárcel? Ya era un milagro que consiguiese enviar e-mails desde Kanara. ¿Su abogado? No. Estaba seguro de que ese tal Wong-Fat no estaba al corriente de nada. Era un simple instrumento, un satélite en la galaxia Reverdi.
Él sabía cuál era la verdad: estaba otorgando poderes paranormales al asesino apneísta, dotes de adivinación, el don de la ubicuidad. Sí, le temía, como si el asesino pudiera salir de la cárcel, o deslizarse entre los circuitos electrónicos…
A las seis, Marc consiguió entrar en una agencia de viajes que se disponía a cerrar, en la calle Blanche. Pidió información sobre las tarifas de los vuelos que le interesaban y los trámites administrativos que había que realizar. De los tres países que tenía en mente, solo Camboya pedía visado, que se podía obtener en el mismo aeropuerto. Se informó también sobre el SRAS: nada que temer en ese sentido. La enfermedad parecía controlada. Por lo menos en el Sudeste Asiático. Marc dio las gracias a la chica del mostrador y prometió volver cuando supiera exactamente la fecha de salida.
Esa noche, Marc preparó virtualmente su bolsa de viaje. Hizo una lista de lo que necesitaba y se dijo, por ejemplo, que estaría bien llevar una pequeña cámara de fotos digital. En los diferentes lugares que Reverdi fuera indicándole, podría hacer fotos y efectuar verdaderas localizaciones. ¡Quién sabía! Quizá el asesino lo guiara por las escenas de sus crímenes.
Esa idea lo sobresaltó. ¿Se daba cuenta realmente de lo que estaba haciendo? ¿Cómo iba a utilizar esa información, obtenida de un modo tan retorcido? Ni siquiera estaba seguro de que fuese a explotarla. Trabajaba para sí mismo. Tal vez su primicia no saliera nunca a la luz, pero lo esencial era otra cosa: iba a meterse en el cerebro del asesino. Iba a mirar al Mal directamente a los ojos.
Y quizá, por fin, a comprender.
El cansancio se le vino encima, como un bloque de cemento, a las once. Se fue a la cama sin cenar, casi a tientas.
Unas horas más tarde, todavía estaba despierto. Observaba, en la oscuridad, la mancha blanca que formaba el mapa del Sudeste Asiático extendido junto a la cama. Tenía en el pecho un nudo de angustia cada vez más duro, cada vez más doloroso. «Entre el trópico de Cáncer y la línea del Ecuador existe otra línea…»
Era un juego.
Pero, sobre todo, una amenaza.
—Lo sacaron de la tierra tal cual: estaba intacto.
—¿El cuerpo no estaba descompuesto?
—Intacto, como te lo cuento. Lo llaman «incorrupción del cadáver».
Jadiya estaba desconcertada. Cuando Vincent la había invitado a esa cena en su casa, había imaginado una reunión de periodistas especializados en el mundo de la moda y estilistas homosexuales parloteando ruidosamente de cosas fútiles. En realidad, allí solo había reporteros y fotógrafos.
—Increíble —insistía el que estaba hablando—. Parecía que lo hubieran enterrado el día anterior. —Se echó a reír—. Los italianos ya hablan de un milagro.
Por lo que Jadiya había entendido, ese periodista acababa de realizar un reportaje sobre los milagros en Italia. Por casualidad, había asistido a la exhumación del papa beatificado Juan XXIII con vistas a su canonización. Y había resultado que el cuerpo del futuro santo, fallecido en los años sesenta, se hallaba perfectamente conservado.
El reportero era incapaz de hablar de otra cosa. Era un tipo desgarbado, que llevaba un jersey de lana azul marino. Pese a su cara surcada de arrugas, el pelo bien peinado y el cuello blanco de la camisa le daban el aspecto de un colegial muy formalito.
Un viejo italiano, con bolsas en los ojos y la voz más espesa que el licor, apuntó al exaltado con los palillos (era una cena a base de sushi):
—Has pasado demasiado tiempo en Italia.
El aventurero rechazó la objeción con un gesto, adoptando la expresión de un visionario incomprendido.
—Es por los conservantes.
Todas las miradas se volvieron hacia la mujer que acababa de hablar, una rubia flacucha de pelo mate y rostro alargado.
—¿Qué conservantes? El Papa no había sido embalsamado —repuso el periodista.
—Me refiero a los agentes conservantes de los alimentos. Ingerimos tantos que acaban por conservarnos a nosotros. Nuestros cuerpos ya no se descomponen. Está demostrado científicamente.
Se produjo un silencio; luego, de repente, todo el mundo se echó a reír. La rubia, furiosa, insistió:
—¡Lo digo en serio! Se han hecho estudios sobre la cuestión y…
La interrumpió la llegada de Vincent, que llevaba una carabela de madera clara constelada de sushi. El puente estaba alfombrado de rollitos rellenos de aguacate; la borda, constituida de filetes de salmón, y las velas eran hojas de alga.
—¿Y si dejáis de decir gilipolleces? Jadiya va a pensar que estáis todavía más pirados que la gente de la moda.
Algunas miradas se posaron en ella. Los invitados estaban sentados sobre cojines, alrededor de una larga mesa baja situada en el centro del estudio fotográfico. Vincent había avisado: «No hay bastantes sillas. Será una cena japonesa».
Como de costumbre, a Jadiya le habría gustado encontrar una réplica ingeniosa y divertida, pero no se le ocurrió nada. Esbozó una vaga sonrisa y esperó, sonrojándose, que pasaran a otro tema.
Seguía preguntándose por qué la había invitado Vincent. ¿Quería ligar? No, el plan era otro. El especialista en el
flou
la había acogido bajo su ala protectora; ella formaba parte de su gran proyecto de «conquista del mercado». Decía que iba a transformarla en top-model. En cualquier caso, Jadiya tenía que reconocer que sus fotos eran magníficas. Extrañas y brumosas.
—¿Tú qué opinas?
Jadiya se sobresaltó.
—¿Perdón?
—¿Qué opinas del terrorismo checheno?
Se había perdido un capítulo. Su vecino de mesa, un calvo que llevaba sus últimos cabellos en forma de corona, la miraba. Parecía un emperador romano.
—Pues…
Agarrada a los palillos, balbució una respuesta. Se había preparado para hablar sobre el conflicto iraní, pero no había tenido tiempo de empollarse la expansión del terrorismo islámico. Se sentía cada vez más incómoda. El olor a algas y los efluvios de pescado crudo se le agarraban a la garganta. Detestaba el sushi.
Sin embargo, en medio de aquel marasmo tenía una razón para alegrarse.
Él estaba allí, en el otro extremo de la mesa.
Marc Dupeyrat. El enamorado solitario que había robado una foto de ella allí mismo, hacía un mes. Parecía más encerrado en sí mismo que nunca, atrincherado tras el pelo y el espantoso bigote. Ni siquiera le había dirigido una mirada. ¿Timidez? ¿Desconcierto?
Desde el episodio de la foto robada, Jadiya se había montado una película del estilo de las que le gustaban. Tenía una colección de cintas de vídeo de comedias musicales egipcias legadas por su abuela, que había interpretado pequeños papeles en ellas en los años sesenta. Historias románticas en las que cualquier excusa era buena para ponerse a cantar, en las que el amor siempre triunfaba, la miseria se acababa, los hombres eran guapos y buenos, llevaban el pelo engominado…