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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Thriller, Policíaco

La línea negra (20 page)

BOOK: La línea negra
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En realidad, la «gran batalla» era otra. Pese a los esfuerzos de Gupta por practicar una medicina justa, la enfermería era sobre todo el lugar donde se desarrollaba un negocio inagotable, controlado por Raman. Para entrar había que pagar y los tratamientos tenían un precio. A ello se añadía un comercio incesante de tranquilizantes y otros productos químicos. El propio Reverdi explotaba el sistema; no habría podido soñar con un sitio mejor para vender sus medicamentos y renovar su clientela: el cincuenta por ciento de los reclusos que estaban en la enfermería eran toxicómanos con mono.

Jacques estaba a escasos metros del bloque cuando lo llamaron. Se volvió con desconfianza, pues había reconocido la voz: Raman.

—Acércate.

Jacques obedeció, pero se mantuvo fuera del alcance de su porra.

—Tú y yo tenemos que hablar —susurró el guardia en malayo, lanzando miradas circulares.

—¿De qué, jefe?

—De tu nuevo trabajo.

Jacques observó sin pestañear el semblante negro de Raman: un trozo de meteorito venido de una galaxia diabólica. Sabía de qué quería hablar el cabrón: del reparto de las ganancias obtenidas de las ventas ilícitas en la enfermería, sobre todo las de sus propias pastillas. Sin embargo, se hizo el inocente.

—Tendría que hablar más bien con el doctor Gupta, ¿no?

Raman se quedó inmóvil; luego, de pronto, sonrió. Sus facciones permanecían siempre agazapadas. Cada nueva expresión te pillaba por sorpresa.

—¿Quieres jugar a hacerte el tonto? Allá tú. También quería hacerte una pregunta. ¿Sabes por qué está presente un cirujano en el momento del ahorcamiento?

Sus músculos se tensaron.

—No, jefe.

—Porque siempre hay que coserlo. Al ahorcado. —Rodeó su propio cuello con una mano—. La cuerda desgarra la carne, ¿comprendes? Espero que al menos no vaya en contra de tu religión.

Reverdi guardó silencio. Un buen rato. Luego, imitando a Raman, sonrió bruscamente.

—Vale más que lo cosan a uno muerto que vivo.

Le guiñó un ojo. Raman lo miró, indeciso. Finalmente dijo:

—Tu abogado está ahí. En el locutorio.

Jimmy lo esperaba en su postura habitual, con un café humeante sobre la mesa, frente a él. Jacques miró el vaso blanco. El abogado empezó a pronunciar el discurso preparado para la ocasión una vez que hubieron encadenado a Reverdi al suelo. Pero este lo interrumpió sin contemplaciones:

—¿Está bueno el café?

Wong-Fat, indeciso, dirigió una mirada al guardia.

—Excelente.

—¿Mejor que de costumbre?

El chino asintió. Su rostro de cera chorreaba. Jacques alargó un brazo.

—¿Puedo probarlo?

El abogado asintió de nuevo. Reverdi echó también un vistazo hacia el vigilante, que dormitaba por efecto del calor. Cogió el vaso y lo ocultó a su mirada. Sumergió los dedos en el café caliente y sacó un objeto electrónico envuelto en plástico.

Un objetó minúsculo, cromado, plano como una calculadora de bolsillo.

Sonrió.

Ahora ya podía escribir a Élisabeth.

28

Kanara, 1 de mayo de 2003

Perdón por el retraso, pero debía llevar a cabo ciertos preparativos con vistas a nuestras nuevas relaciones. Además, ahora trabajo en la enfermería de la cárcel, lo que exige mucho tiempo y energía.

He leído con atención tu última carta. Tus respuestas me han gustado mucho. Es más, me he sentido seducido por tu manera de expresarte, de describir esos detalles que te afectan en lo más íntimo y que me interesan enormemente.

Pero, sobre todo, he visto tu rostro. Y debo confesar que me ha deslumbrado. Jamás hubiera podido sospechar, cuando leí tu primera carta, que detrás de tu burda petición se ocultara un rostro así.

Élisabeth, yo creo en los rostros como se cree en los mapas geográficos. En su superficie podemos leer la composición de los suelos, el clima de las regiones, las selvas interiores… Los rostros encierran la realidad interna de los seres. En tus rasgos he visto una inteligencia y una voluntad de comprender que deberían permitirnos ir muy lejos juntos.

Así pues, me toca a mí responderte. Pero, te lo advierto: no necesito tus preguntas. Yo sé lo que te interesa. Yo sé lo que esperas.

Sin embargo, debo decepcionarte: semejantes verdades no se cuentan. Son experiencias demasiado fuertes, demasiado plenas, que saturan el ser. No tengo ganas de intentar llenar páginas sobre ese tema. Empobrecerlo con palabras, ensuciarlo con explicaciones.

Élisabeth, si de verdad quieres comprender mi historia, solo es posible tomar un camino: el mío. En el sentido literal del término.

En alguna parte del Sudeste Asiático, entre el trópico de Cáncer y la línea del Ecuador, existe otra línea.

Una línea negra.

Jalonada de cuerpos y de terror.

Ahora puedes seguirla si aceptas ser guiada, a distancia, por mis consejos. ¿Te interesa? Por supuesto. Puedo imaginar tus ojos negros centelleando, tus labios de color miel estremeciéndose al leer mi proposición.

Si aceptas efectuar este viaje, comprenderás lo que realmente pasó en mi camino.

Tu periplo no será fácil. Los indicios no serán numerosos. Y no cuentes con que yo sea muy explícito. Tendrás que deducir tú misma los acontecimientos, experimentar en tu carne los mecanismos de la historia, las causas y los efectos de la línea negra.

En cada etapa, me enviarás tus conclusiones. Describirás con precisión lo que has encontrado, lo que has comprendido, lo que has sentido. Si vas por el buen camino, te facilitaré lo necesario para seguir avanzando.

En caso de error, no habrá una segunda oportunidad.

Volveré a mi silencio.

También es importante que entiendas una cosa. Si me dices «sí» ahora, no habrá marcha atrás. Estarás unida a mí para siempre. Por un secreto inexpresable.

Por último, un punto fundamental: cuando hable de los actos que te interesan, nunca diré «yo». Es posible que yo sea el autor de esos actos. Pero también es posible que se trate de otro al que conozco bien, que está cerca de mí o en libertad. Yo soy el único que tiene la respuesta y no estoy preparado, por el momento, para revelártela.

Confórmate con seguir «sus» consejos.

¿Estás preparada para esta experiencia, Élisabeth? ¿Te sientes bastante fuerte para asumir este papel, para ir hasta el origen de las tinieblas?

Escríbeme enseguida a las mismas señas. Después cambiaremos de forma de comunicación. Dame una dirección electrónica. He podido preparar aquí un sistema que me permitirá escribirte, sin que nadie se entere, por vía electrónica.

Muy pronto ya no podré sentir la huella de tu mano en el papel. Ni pensar en tu bello rostro inclinado sobre la mesa cuando me escribes. Pero entonces te imaginaré en las carreteras del Sudeste Asiático.

Un día me dijiste: «Abismos los hay de todas clases. Y todos me interesan». Ha llegado el momento de que me lo demuestres.

Un beso, querida Lise.

Jacques

Marc no alzó enseguida la cabeza de la carta; estaba llorando.

De alegría. De emoción. Y también de miedo.

Había esperado tanto tiempo esa carta… Era 6 de mayo. Montaba guardia en correos desde mediados de abril. Se había vuelto medio loco a fuerza de esperar, no trabajaba, no se afeitaba, apenas dormía.

Pero el resultado valía ese sufrimiento.

Un asesino en serie iba a confesarse por fin ante él.

Mejor aún: iba a guiarlo, a situarlo tras sus propios pasos.

Con los guantes puestos, cogió una hoja y escribió, sin sombra de vacilación, una respuesta entusiasta, dejando un espacio en blanco para la dirección electrónica. Releyó el texto y no vio que tuviera que hacer ni una sola modificación. Era un texto de amor, loco, ciego, de una joven dispuesta a todo para seguir a su mentor.

De pronto, tomó conciencia de que había redactado directamente la carta con la letra de Élisabeth, Todo un símbolo.

Alzó la vista y contempló la pared que tenía enfrente. Había colgado todos los retratos del apneísta que tenía. Una manera de acercarse a su cómplice-adversario. Ahora, un bosque de Reverdi lo miraba. Triunfal, con traje de submarinista. Sonriendo, bajo el sol de los trópicos. En primer plano, taciturno.

«En alguna parte del Sudeste Asiático, entre el trópico de Cáncer y la línea del Ecuador, existe otra línea.

»Una línea negra.

»Jalonada de cuerpos y de terror.»

Marc sonrió, con los ojos bañados en lágrimas.

—¿A cuántos has matado, cabrón?

29

Primera prioridad: la dirección electrónica.

Marc fue a un cibercafé situado junto a la avenida Trudaine. Utilizar su propio ordenador para abrir una cuenta de correo electrónico a nombre de Élisabeth estaba descartado. Él no sabía nada de tecnología, pero estaba seguro de que crear una dirección electrónica dejaba rastros.

Sentado ante un PC anónimo, escogió un servidor de origen francés. Voilà, y rellenó el cuestionario previo necesario para abrir una cuenta de correo gratuita, ya que cualquier pago dejaba asimismo huellas.

Todos los datos que dio eran falsos y se referían exclusivamente a Élisabeth Bremen, una parisina de veinticuatro años que no existía. Se inventó una dirección personal, en el distrito IX, para dar mayor coherencia, una fecha de nacimiento y una contraseña; luego escogió un nombre de usuario, [email protected].

Esa era su llave para entrar en las tinieblas.

Después se dirigió con su carta a la agencia de DHL de la estación de Bercy; nada de pedir que fueran a recogerla a su casa. A mediodía había solucionado ese primer problema. Salió de buen humor. Todo aquello parecía un juego. Sin embargo, la angustia afloraba a la superficie de su conciencia.

Ciertos pasajes de la carta resultaban especialmente inquietantes, cómo uno en el que Reverdi hacía mención a «otro», que quizá fuera el verdadero asesino, todavía en libertad. Marc se encogió de hombros. Era un farol, estaba seguro. Simplemente una medida de precaución por si la correspondencia entre ellos fuera descubierta y utilizada en su contra.

En el taxi que lo llevaba a casa, hizo una lista de lo que tenía que comprar y de las medidas que debía adoptar con vistas a su viaje. Decidió que lo arreglaría todo durante los dos días siguientes. Era 6 de mayo. El 8 era fiesta y abría uno de esos puentes interminables que a Marc le horrorizaban. Nada de esperar hasta la semana siguiente.

Pero lo primero de todo era despejar el terreno.

En unas horas recuperó el control de su vida. Se lavó, se afeitó, se sacó brillo de arriba abajo. Después fue a la tintorería, donde había dejado varias chaquetas, así como una serie de pantalones y de camisas.

—Esto es una tintorería, no un almacén —masculló la encargada.

Marc pagó sin rechistar.

De vuelta en casa, quitó de la pared las fotos de Reverdi y las guardó cuidadosamente en una carpeta. A continuación ordenó sus artículos, notas y comunicados. Agrupó las copias de sus cartas y las cartas de Reverdi. Entre esos elementos, apareció el retrato de Jadiya, del que había hecho una copia.

Tenía que reconocer que era una chica sublime. Bajo la regularidad de sus facciones, poseía un movimiento indómito que la hacía más atractiva que las demás modelos y le otorgaba más fuerza. Quizá eran sus pupilas, ligeramente desniveladas. O sus pómulos demasiado altos, que, según la luz, proyectaban sombras verticales, casi amenazadoras, sobre el resto de la cara. O esa languidez que pasaba por sus ojos como un velo.

Nada más verla, había pensado en esos conciertos para piano de Bartok y de Prokofiev en los que las melodías, cercadas de acordes disonantes, parecen brotar de un magma de violencia y se vuelven más bellas, más puras. Dejó la foto sobre la mesa y le sonrió.

Virtualmente, compartía a esa chica con un asesino.

Pero ni uno ni otro la verían nunca más.

Cerró la carpeta y la llevó al anexo, el cuartito que olía a champiñón. Guardar toda aquella documentación, sobre la que tanto había soñado, era simbólico. Había vuelto al mundo real. Su contacto con Reverdi ya no era una quimera.

Pero lo concreto, ahora, era también el dinero.

Marc se pasó la noche haciendo cuentas de los gastos que se le avecinaban. Un billete de ida y vuelta para el Sudeste Asiático no era excesivamente caro, con la condición de adaptar las fechas de salida y de llegada. Pero Marc no sabía adónde iba exactamente ni cuánto tiempo se quedaría. Suponía que recorrería los países donde Reverdi había vivido —Malaisia, Camboya, Tailandia—, pero nada más. Así pues, tendría que comprar un billete abierto, sin fecha de vuelta establecida, es decir, el más caro. Y comprar otros billetes allí mismo para desplazarse de un país a otro.

Tenía experiencia en viajes. Calculó su presupuesto para desplazamientos, contando los vuelos internacionales, los nacionales y el alquiler de coches, en alrededor de cuatro mil euros. A lo que había que añadir los hoteles, los restaurantes y los imprevistos. En total, unos cinco mil euros.

A esos gastos se sumaba la compra de un ordenador y los programas necesarios; de ningún modo podía utilizar su Macintosh y su módem para comunicarse con Reverdi. Le pareció, tras echar un vistazo a los precios, que dos mil euros bastarían. Si a ese total se añadía un margen para no ir demasiado justo, se obtenía un presupuesto global de alrededor de ocho mil euros.

¿De dónde podía sacar una suma como esa?

Miró, sin ninguna convicción, su cuenta bancaria. El saldo no sobrepasaba los mil euros. Lo justo para acabar el mes trampeando, como de costumbre. Comprobó sus otras cuentas. Vacías. Ninguna inversión. Ningún ahorro. Desde hacía seis años, Marc vivía así, sin red, al día.

Pensó con incredulidad en su época dorada, cuando un mes en que ganaba cien mil francos era un mes «malo». ¿Qué había hecho con todo ese dinero? El estudio era lo único que tenía. ¿Estaba dispuesto a venderlo para emprender ese viaje? No. No es que le tuviera mucho apego, pero ponerlo en venta llevaría algún tiempo. Y sobre todo, no se imaginaba mudándose. Aquel era su antro. Su guarida, forrada con sus notas y sus libros. Un anexo de su cerebro.

Se acostó, manteniendo los ojos clavados en la biblioteca, que brillaba a la luz del farol del patio. Decidió pedir un préstamo al banco al día siguiente, a primera hora.

Por la mañana, después de tomar varios cafés, se puso a ello, pero no se tomó la molestia de desplazarse. Estaba tan seguro de la respuesta de su agencia que llamó por teléfono.

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