La línea negra (22 page)

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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Thriller, Policíaco

BOOK: La línea negra
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Para una película de ese tipo, la polaroid robada era un excelente principio. Jadiya imaginaba a Marc cantando en su apartamento mientras admiraba su foto. O dudando delante del teléfono, sin atreverse a llamarla. O cenando con Vincent y orientando discretamente la conversación hacia ella. Al llegar a la cena, tenía la vaga esperanza de encontrarlo allí. Pero ahora se hallaba frente a un muro.

La cena había terminado. Había que actuar. Bebió dos sakes seguidos y se concentró en su recuerdo: el hombre robando su foto. Se agarró a esa escena como se agarraría a un paracaídas y se acercó a él mientras los invitados intentaban levantarse como podían.

—Marc, quería decirte…

Él se irguió y su nuca emitió un extraño crujido.

—¿Qué?

—Compré
Le Limier
. Para ver qué era.

—Debe de gustarte perder el tiempo.

De nuevo ese tono sarcástico. De repente le pareció muy estirado, muy idiota. Pero era demasiado tarde para echarse atrás.

—No, al contrario. Me ha parecido… interesante. Desde un punto de vista sociológico.

Él asintió con la cabeza, sin convicción. Saltaba a la vista que esa conversación le desagradaba. La escena era ridícula: ella estaba a cuatro patas y él seguía sentado en el suelo.

—Me gustaría hablar contigo sobre esto. Verás, aparte de las fotos, estoy haciendo la tesis de filosofía. Trabajo sobre el incesto. Tú has debido de investigar…

—Lo siento. En este momento no trabajo en
Le Limier
. Si quieres, te pondré en contacto con un colega.

Jadiya sentía la cólera vibrar bajo su piel. Se sentó con las piernas cruzadas y lo miró de frente.

—¿Trabajas para otro periódico?

—¿Esto es un interrogatorio o qué?

—Perdona.

Marc acabó por sonreír.

—No. Soy yo quien pide perdón. No sé controlarme. —Se apartó el mechón—. Tengo que hacer un viaje.

—¿Una investigación?

—Una especie de investigación. Un proyecto personal.

—¿Un libro?

—Demasiado pronto para decirlo.

Cuanto más hablaba, menos le decía. Jadiya experimentaba ahora una alegría perversa hurgando en su secreto.

—¿Vas a estar mucho tiempo fuera?

—No lo sé.

—¿Dónde?

—Eres muy curiosa. Lo siento, pero es algo… muy personal.

Jadiya sintió deseos de abofetearlo, pero murmuró:

—Quizá antes de que te vayas tengamos tiempo de vernos.

Él se levantó de un salto, con una flexibilidad extraña, felina.

—Me habría encantado, pero me marcho pronto.

Marc rodeó la mesa y se perdió entre el humo y la algarabía, sin una mirada, sin un adiós. Jadiya se levantó también. Estaba petrificada. El vacío que la llenaba pesaba toneladas, la anquilosaba hasta la punta de los dedos.

¿Por qué esa actitud? ¿Estaba soñando cuando lo vio robar la foto? ¿La había cogido por otra razón? ¿Era un fetichista? ¿Un maníaco? ¿O bien había percibido los problemas de ella, la quemadura india?

Al pensar aquello, su soledad la rodeó como un círculo de llamas. Entre el crepitar, una voz gritaba:

«¡Tengo el cerebro lleno de arena! ¡La culpa es tuya!»

31

¡Qué pesada!

Bajaba deprisa por la calle Saints-Pères. ¿Qué puñetas quería esa chica de él? Lo había Literalmente acosado. ¡Venga a hacer preguntas sobre su viaje! Cualquiera hubiera dicho que estaba al corriente del proyecto…

Marc había decidido volver andando a casa para que se le calmaran los nervios. Pero cuando llegó a la plaza del Louvre seguía igual de furioso. Cruzó la explanada sin levantar los ojos del asfalto. Ni una mirada para la pirámide resplandeciente. Ni un vistazo a las galerías, que dibujaban largas series de arcos azulados.

La presencia de Jadiya le había hecho sentirse incómodo. Había pasado una cena atroz, notando que ella lo observaba, lo examinaba. Para rematar la noche, había tenido que hablarle. ¡Y ahora resultaba que era una intelectual! Nada que ver con la aspirante a modelo estándar, sin color ni relieve. No comprendía la actitud de esa chica. En otro espacio-tiempo hubiera creído que andaba detrás de él.

En la plaza del Palais-Royal se calmó un poco al ver el edificio de la Comédie-Française brillando en las tinieblas. Las dos de la madrugada. Un viento tibio soplaba en la noche parisina, como para barrer los últimos gases de escape y obtener su imagen más pura, más perfecta. Fuentes iluminadas; círculos de piedras; largas galerías de columnas grises. Un verdadero decorado del siglo
xvii
, como salido de una obra de Molière. Uno casi esperaba ver aparecer, bajo las farolas, al Comendador persiguiendo a Don Juan.

Marc se sentó en el borde de una de las fuentes y notó el frescor del agua subir hacia él, envolverlo como en un encantamiento. Cerró los ojos y los abrió varias veces seguidas. Cada vez que lo hacía, las luces de las arcadas se precisaban un poco más en su conciencia, se adentraban en él. Como agujas de acupuntura que tocaran sus meridianos de ciudadano.

Con la calma volvió la lucidez. Sumergió los dedos en el agua helada y se pasó las manos por la cara antes de reconocer la verdad.

La cólera que experimentaba era contra sí mismo.

¿Por qué mentirse? Se sentía atraído por Jadiya. Como cualquier hombre ante semejante belleza. Pero, mientras que otro probaría suerte, él había robado una foto suya para enviársela a un asesino en serie. Esa era la clase de tipo que era.

No le gustaba el amor; le gustaba la muerte.

La imagen de Sophie barrió inmediatamente esas reflexiones. Estaba maldito, lo sabía. Y pobre de aquel o aquella que se le acercara demasiado. Ya había tenido la prueba. Dos veces. Por eso debía mantenerse apartado del amor. E incluso de la amistad. Marc Dupeyrat, cuarenta y cuatro años, sin esposa ni hijos. Un simple cazador de crímenes, incapaz de compartir su existencia con nadie.

Echó a andar de nuevo. La cólera había dejado paso a la desesperación. La avenida de la Ópera no arreglaba nada. Larga, ancha, vacía, más vacía aún con sus tiendas para turistas con los escaparates muertos que parecían pertenecer a otro planeta.

Al acercarse al Palais-Garnier, rodeó de lejos sus luces llamativas y se adentró en la calle de la Chaussée-dAntin, totalmente oscura, por donde algunas prostitutas vagaban, solitarias, como si se hubieran equivocado de vida. Finalmente, llegó al pie de la colina del distrito IX, que se alzaba por encima de la iglesia de la Trinidad.

Bajo su cráneo, un enorme abatimiento se abría camino…

Un cuarto de hora más tarde, entraba en su estudio. No se decidía a encender la luz. Distinguía los mapas del Sudeste Asiático sujetos con chinchetas en la pared, su bolsa de viaje, que había dejado a medio preparar. Y sobre todo el ordenador, cuya pantalla levantada brillaba en la penumbra.

Fue el momento de la verdad.

No estaba enfurecido contra Jadiya.

Ni contra sí mismo o su aventurada estrategia.

Estaba simplemente irritado, envenenado, destrozado por el fracaso.

Jacques Reverdi no le había enviado ningún e-mail.

Llevaba más de una semana esperando y había perdido toda esperanza. Había consultado todos los días su cuenta de correo en los cibercafés del barrio: ningún mensaje. Reverdi había abandonado a Élisabeth. Había renunciado a su proyecto común.

Se oyó, una hora antes, decirle a Jadiya: «Tengo que hacer un viaje». Era falso. Nadie lo había llamado. Había imaginado mil veces su partida, pero no le habían escrito. Ni la más mínima señal. Un niño olvidado, con su maleta, en el andén de una estación.

Todavía de pie en la entrada del estudio, notó un fluido eléctrico a lo largo de sus nervios. Un deseo irreprimible de consultar la cuenta de correo de Élisabeth. Tal vez esa noche…

Era absurdo: ya la había mirado de camino al estudio de Vincent, a las ocho de la tarde, en un cibercafé del bulevar Saint-Germain. Y no podía haber pasado nada desde entonces: apenas había amanecido en Kanara. Sin embargo, la ansiedad no lo dejaba en paz, una auténtica comezón en los miembros.

Pero ¿adónde podía ir a esas horas? Eran las tres de la madrugada. Su mirada fue a parar de nuevo al ordenador. Se había jurado no utilizar jamás ni su Mac ni su línea telefónica. Ningún vínculo directo debía establecerse, ni una sola vez, entre Marc Dupeyrat y Jacques Reverdi.

Pero esa noche la tentación era demasiado fuerte.

Optó por una medida intermedia: utilizar su línea telefónica, pero con el nuevo ordenador portátil, el de Élisabeth.

El aparato no tardó más que un minuto en presentar el logotipo de bienvenida.

Marc abrió el programa de correo electrónico y escribió la contraseña de Élisabeth. De repente, entró en razón. Estaba corriendo un riesgo inútil. Y todo por simple nerviosismo. Cogió el ratón para detener el proceso antes de que se produjera la conexión cuando recibió un impacto en el tórax. Se había quedado sin respiración.

Había recibido un e-mail.

Un remitente desconocido llamado [email protected].

Código límpido:

«sng» significaba «sangre».

«Sangre» significaba «Reverdi».

Temblando, abrió el mensaje. Su cabeza empezó a arder cuando leyó:

Ya. Kuala Lumpur.

El viaje
32

Marc recorrió la zona
duty-free
de la terminal 2D de Roissy-Charles-de-Gaulle. Cigarrillos, bebidas alcohólicas, golosinas: los productos estaban amontonados formando murallas, como en previsión de un asedio. Vio más tiendas, atravesó los efluvios de los perfumes, hizo caso omiso de la ropa chic, los productos tecnológicos y los artilugios inútiles. Los escaparates sobrecargados, con las luces demasiado fuertes, parecía que te ordenaran comprar hasta el delirio, como si fuera la última vez.

Se sentó en la sala de embarque y se puso a tamborilear ligeramente con los dedos en la cartera donde llevaba el ordenador. Había tardado dos días en decidirse a partir. Después del mensaje de Reverdi y su efecto de exaltación, había perdido la ilusión de golpe al calibrar los verdaderos retos del viaje. Se había pasado el domingo dándole vueltas al asunto. Había momentos en que el miedo lo dominaba y pensaba que lo mejor era abandonar. Al segundo siguiente, sentía un calor benefactor: la satisfacción de haber conseguido hacer caer en su trampa a un temible asesino. En el fondo, ¿qué peligro corría?

Era la elección del primer destino lo que le preocupaba. ¿Por qué Malaisia? ¿Acaso Reverdi pensaba pedirle a Élisabeth que fuera a visitarlo a la prisión de Kanara? Imposible: no eran esas las reglas del juego. Se trataba más bien de seguir el hilo de la verdad pero al revés, empezando por el final. Allí donde todo se había acabado para Reverdi.

Poco a poco, remontaría hasta el origen de la «línea».

El martes, por fin, se había decidido. Se había inscrito en la lista de espera para el vuelo del día siguiente de la Malaysian Airlines; luego, a las diez de la mañana, se había arriesgado a mandar su primer e-mail a Reverdi desde un cibercafé del barrio. Había anunciado su salida, pero, tomando aún inexplicables precauciones, no había dado ni su fecha de llegada exacta ni los datos del vuelo.

Durante ese último día había esperado una respuesta en vano. Sin duda recibiría instrucciones en Kuala Lumpur. Estaba seguro de que Reverdi lo enviaría a Papan, al sudoeste del país, el lugar donde lo habían detenido. La voz de la azafata retumbó en la sala: había que embarcar.

Le agradó ver de nuevo el logotipo de la Malaysian Airlines; le recordaba sus años de reportajes. Y a las azafatas, seguramente chinas, cuya tez muy clara contrastaba con sus vestidos azul turquesa. Los colores, las sonrisas, todo empezaba ya a tener un sabor asiático, suave y dulzón. Marc ocupó su asiento, junto a la ventanilla, e inmediatamente notó el cansancio abatirse sobre él. La compresión de los tímpanos en el momento del despegue fue la puntilla.

Antes de que el avión hubiera alcanzado la altitud de crucero, se había dormido.

Cuando se despertó, todo estaba inmóvil. Solo se oía, en la penumbra, el silbido del sistema de presurización y el ruido lejano de los reactores. Marc miró a su alrededor. Los pasajeros, tapados con mantas, parecían monstruosos capullos de gusano con vendas en los ojos. Marc se pasó una mano por la cara; había tenido una horrible pesadilla.

Disculpándose en voz baja, pasó por delante de sus vecinos para ir a refrescarse a los lavabos. Se miró en el espejo y murmuró: «D'Amico, Prokofiev, La Fontaine…». ¿Cuánto tiempo hacía que no había tenido ese sueño?

No se trataba de un sueño, lo sabía, sino de un recuerdo.

Regresó a su asiento y se preparó para afrontar su propia memoria.

1976. Liceo Jean-de-la-Fontaine.

Marc acababa de ingresar en una clase piloto, en la que los alumnos repartían su tiempo entre la enseñanza clásica y la práctica de la música. En aquel instituto tradicional, parecían objetores de conciencia que hubieran dicho «no» a la física y a la geografía en beneficio de la armonía y del contrapunto. Otra diferencia los marcaba: la mayoría eran de sexo masculino. Y el La Fontaine era un liceo de chicas. Pero, sobre todo, eran pobres. Esa era su gran singularidad en aquella guarida de chicas de buena familia, situada en los barrios elegantes del distrito XVI. Marc, que tenía entonces dieciséis años, enseguida se dio cuenta de que su camino hasta acabar el bachillerato sería algo similar a una cuarentena, en la que habría que olvidar toda posibilidad de ligar: las jóvenes herederas los miraban, a él y a sus compañeros, como si fueran vagabundos que hubiesen forzado las puertas del palacio.

A él le tenía sin cuidado; le interesaban más las diferencias existentes dentro de su propia clase. Al igual que en un teclado de piano, había entre los alumnos teclas blancas y teclas negras. Las notas plenas, mayores y sin misterio, y las notas alteradas, menores, atormentadas. Estaban los músicos que pertenecían a la luz, a la simplicidad, y los que pertenecían al dolor, los pájaros heridos.

Los primeros habían escogido la música del mismo modo que habrían escogido la función pública. La mayoría eran hijos de músicos de orquesta y habían optado también por instrumentos de conjunto: fagot, viola, trombón… Los otros, los poetas, tocaban el piano, el violín, el violonchelo. Soñaban con ser concertistas, compositores, revolucionarios… y suicidas.

Las teclas blancas no estaban menos dotadas que las teclas negras. Al contrario. La música fluía bajo sus dedos con una evidencia manifiesta. En su caso, el oído perfecto, el sentido de la armonía y el virtuosismo se daban por supuestos, como la facultad de respirar o de caminar. Las teclas negras tocaban con apasionamiento, pero a menudo les fallaba la técnica. En cierto sentido, y eso era lo más extraño, las teclas blancas «eran» la música. Esta no les planteaba ningún problema. Ni, por descontado, los angustiaba.

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