La línea negra (26 page)

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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Thriller, Policíaco

BOOK: La línea negra
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La psiquiatra soltó el bloc y se precipitó hacia él. Colocó dos dedos sobre la garganta de Reverdi y se puso a gritar en malayo. Zafarrancho de combate en la habitación. Un enfermero cogió una mascarilla de oxígeno, otro una jeringuilla. Marc no entendía nada.

Entonces, la mujer con
tudung
le agarró la cabeza a Reverdi y le gritó en francés:

—Respire, Jacques. ¡RESPIRE!

Un enfermero pasó por delante del objetivo, empujó la cámara…, la imagen se emborronó.

Pantalla negra.

Marc paró el magnetoscopio y después pulsó la tecla de rebobinado. Estaba sudando. Para no perderse ni una palabra, no había encendido el aire acondicionado. Estaba atónito por lo que acababa de ver. Una ventana abierta a la locura del asesino.

Los últimos segundos, sobre todo, le parecían impresionantes. La apnea. Reverdi se refugiaba en la apnea. Era un cierre, un caparazón que lo protegía del mundo exterior.

Incluso llegaba más lejos. Conteniendo la respiración, Reverdi no solo se preservaba del mundo exterior, sino también de sí mismo. De sus voces interiores. Inundado por un recuerdo, o una alucinación, había cesado de respirar. «Escóndete, deprisa, viene papá.» ¿Qué significaba eso?

Marc se sentó en la cama y siguió pensando en ello. El padre era el gran ausente del destino de Reverdi. Hijo de padre desconocido: los biógrafos no mencionaban nunca a la figura paterna. Sin embargo, el asesino había pronunciado esa frase incomprensible… con voz de niño: «¡Escóndete, deprisa, viene papá!». Como si de repente reviviera una emoción precisa.

Marc miró el reloj: las ocho de la mañana. O sea, la una de la madrugada en París. Buscó en su agenda electrónica el número de teléfono particular del archivador de
Le Limier
, Jérôme. El hombre no estaba durmiendo.

—¿Has visto qué hora es? —masculló.

—Estoy de viaje.

—¿Dónde?

—En Malaisia.

—¿Reverdi? —dijo Jérôme, riendo con sarcasmo.

—Si hablas de esto con Verghens…

—Yo no hablo con nadie.

Decía la verdad. Enterrado en sus archivos, Jérôme solo abría la boca cuando lo llamaban. Marc adoptó el tono más amable de que era capaz:

—Me preguntaba… si podrías comprobar una cosa que me interesa.

—Dime.

—Quisiera que buscases en el expediente de Reverdi si efectivamente es hijo de padre desconocido.

—Sí. Solo se conoce la identidad de la madre, Monique Reverdi.

Ni un instante de vacilación. La memoria de Jérôme valía más que todos los ordenadores del mundo. Marc continuó:

—¿Podrías ponerte en contacto con la Dirección Departamental de Acción Sanitaria y Social para identificar al padre?

—No abrirán el expediente para nosotros.

—¿Ni siquiera recurriendo a tus contactos?

—Puedo intentarlo, pero hay pocas posibilidades.

—¿Hay alguna manera de saber si Reverdi ha hecho esa gestión para conocer el nombre de su padre?

Jérôme rió de nuevo.

—Eso es pan comido.

—Envíame un e-mail cuando tengas la información.

Marc le dio las gracias y colgó. En ese instante, la angustia volvió a hacerse presente. Su cuerpo no tenía ninguna referencia temporal, su organismo avanzaba como los cangrejos, entre la noche que había perdido y la que se desarrollaba en Francia. El hambre intensificaba su malestar. Debería haber comido, o haberse acostado, pero la vocecita infantil, aterradora, volvió a sonar en sus oídos. Vio de nuevo el rostro mineralizado, al final de las venas tensadas del cuello. Necesitaba un café.

El hotel no disponía de servicio de habitaciones. Marc bajó al vestíbulo, donde había una máquina automática de agua caliente. Ni un solo sobre de Nescafé. Tuvo que conformarse con té, un pobre Lipton insípido que dejó en infusión un buen rato. Moviendo la bolsita como si fuera un péndulo, intentaba ordenar sus pensamientos.

El viaje prometía ser útil. Hacía menos de veinticuatro horas que estaba en Malaisia y ya había hecho un montón de descubrimientos. La técnica del sangrado. El nuevo perfil de Reverdi, el «asesino organizado». La certeza casi absoluta de que Linda Kreutz había padecido el mismo suplicio. El detalle del azúcar, que orientaba las sospechas hacia un posible vampirismo…

Y ahora esa voz de niño que dejaba entrever un trauma infantil. Una vez más, Marc vio el rostro hundido, paralizado de Reverdi, que había dejado de respirar. El secreto del asesino estaba al otro lado de esa máscara.

Esa idea le hizo pensar en Élisabeth. Casi había olvidado escribir a Reverdi. Tiró la bolsita a la papelera y subió la escalera. Una vez en su habitación, puso el aire acondicionado al máximo y empezó a trabajar mientras engullía dos porciones de cake que había cogido de al lado de la máquina.

Apenas tardó unos minutos en encontrar las palabras, los giros, la «música» de la estudiante. Después de la noche que acababa de pasar, después de aquellas horas de investigación como Marc Dupeyrat, era un milagro. Lo más extraño era que adoptaba un tono de satisfacción: pese al asunto, pese a la violencia, la estudiante se sentía orgullosa de sus descubrimientos.

Élisabeth habló de «su» encuentro con el médico forense. Del cuerpo limpio de Pernille. De la red de venas: el Sendero de Vida. Marc aplicó cierta censura al redactar el mensaje. No escribió ni una palabra sobre los otros indicios. El azúcar. La apnea. El padre.

El sistema continuaba funcionando a dos velocidades.

Élisabeth abría el camino; Marc profundizaba.

Envió el e-mail. Experimentaba una sensación de poder. Por el momento, controlaba la situación. Pero no podía evitar sentirse preocupado ante lo que estaba haciendo: encarnarse en una mujer para identificarse con un hombre. Ser Élisabeth para convertirse en Reverdi. Realmente era como para volverse loco.

Pensando en esto, se durmió en la cama completamente vestido.

37

Cuando se despertó, no sabía dónde estaba. Aunque la luz seguía encendida, la habitación sin ventanas no le ofrecía ningún punto de referencia. Solo el estruendo del aire acondicionado le daba la sensación de estar metido en el reactor de un avión.

Miró el reloj: las cuatro de la tarde. Se sentó en la cama y se cogió la frente con las dos manos. Una migraña le oprimía la cabeza. Le parecía que tenía una lengua enorme. «Un café», murmuró. Pero la sola idea de bajar al vestíbulo y accionar la máquina despertaba su angustia.

Levantó los ojos y vio el ordenador sobre la mesita.

Por si acaso, conectó el módem.

Asunto: KUALA 2 - Recibido: 23 de mayo, 11 h 02.

De: [email protected]

A: [email protected]

Querida Lise:

Eres un consuelo y un estímulo para mí.

De todos los que intentaron verme, escribirme, interrogarme, te elegí a ti. Hoy me felicito por ello. Estaba seguro de que serías digna de tu misión.

Has encontrado el Sendero de Vida. Sabes lo que Él busca y lo que le gusta contemplar. Has comprendido, pues, que nos situamos, Él y yo, al otro lado de una frontera sagrada.

La frontera de la sangre.

Nos movemos en un territorio poco frecuentado, Lise. Un territorio peligroso, en el que actuamos en un plano de igualdad con Dios. Ya te he hablado del pasaje de la Biblia de Jerusalén donde el Señor recuerda que la sangre es el alma. En el mismo capítulo, en el versículo 6, se dice: «La sangre del que derrama la sangre del hombre, por el hombre será derramada». Tan solo Dios tiene derecho a hacerla correr. Quien transgrede esa ley se convierte en rival del Señor.

Aquel cuyas huellas sigues ha dado ese paso. Ha desafiado a Dios y asume esa ofensa. Si quieres comprenderlo, debes seguir buscando. El ritual implica otras reglas. Etapas muy precisas. Debes entender cómo procede exactamente. Cómo prepara la ceremonia de desnudar el alma…

Debes encontrar los Jalones de Eternidad.

Que Vuelan y Pululan…

Toma altura, querida Lise. Busca en el cielo. Y recuerda esta verdad: solo hay una forma de contemplar la eternidad; retenerla por unos instantes.

Mi corazón está contigo.

Jacques

Un café.

Un puto café urgentemente.

Bajó la escalera apoyándose en las paredes. «Los Jalones de Eternidad. Que Vuelan y Pululan.» Reverdi se ponía cada vez más misterioso. Y Marc presentía que ese vocabulario hermético iba a empeorar. A medida que el asesino abriera las puertas de su universo, los términos utilizados serían cada vez más esotéricos… e incomprensibles.

Ya habían realizado el reabastecimiento de Nescafé. Se preparó un líquido pardusco y, después de haberlo probado, se preguntó si no prefería el té de la mañana. Mientras daba vueltas al palito de plástico, las palabras de Reverdi circulaban, en sentido contrario, dentro de su cabeza. «Busca en el cielo.» «Toma altura.» Se dijo que quizá esas palabras tuvieran, tras su sentido metafórico, un significado concreto.

Subió la escalera en unas zancadas. Cogió un mapa de Malaisia y buscó las alturas. En aquel país a flor de mar, las cumbres no eran legión. Encontró las Cameron Highlands, una región de montañas que se extendía alrededor de doscientos kilómetros al norte de Kuala Lumpur y que superaba los 1.500 metros de altitud. Ya le habían hablado de esa zona residencial que ofrecía hoteles de lujo y campos de golf. Marc hojeó su guía y vio confirmados sus recuerdos.

¿Le señalaba Reverdi en esa dirección? Un profesor de submarinismo no tenía nada que hacer en plena montaña. Se le ocurrió una idea para verificar su hipótesis. ¿Habría habido un asesinato, o una desaparición, en esas tierras altas?

Telefoneó a los archivos del
News Straits Times
. La voz que respondió —una mujer— era afable. Marc llamaba para informarse sobre los horarios y las modalidades de consulta, pero decidió probar suerte por teléfono. Se presentó y dijo lo que buscaba sin indicar la relación con Reverdi. ¿Había habido en las Cameron Highlands, durante los últimos años, un asesinato o simplemente una desaparición?

De memoria, la archivadora no caía. Le pidió que esperase. Marc oyó un tecleo de ordenador; luego, la mujer se puso de nuevo al aparato: no había nada. Ni rastro de un asesinato, ni de ningún suceso, en las Cameron Highlands desde hacía ocho años. Para hacer una búsqueda en un período anterior había que ir allí.

Marc colgó tras pronunciar algunas fórmulas de cortesía. Inexplicablemente, su convicción se vio reafirmada. Reverdi había cazado en aquellas cimas. Había dejado el rastro de esos misteriosos «jalones». En las alturas. Decidió ir a la mañana siguiente.

En ese momento, el ruido de sus tripas le recordó que llevaba dos días en ayunas. Eso ya no era distracción, sino una huelga de hambre. Cogió la llave y salió de la habitación.

La luz del día fue como colocar la cabeza entre dos platillos sonando. En cuanto al calor, produjo en él un efecto inmediato, Marc sintió que se le fundía la piel, hasta el extremo de que el sudor le dejó los dedos arrugados en el acto. Tenía la impresión de estar en una sauna completamente vestido.

En la calle del hotel, las terrazas de los restaurantes rebasaban las aceras hasta invadir la calzada; los coches tenían que rodear las mesas, circulando a marcha de tortuga, y evitar que los tenedores les rayaran la carrocería.

Marc pidió un
fried rice
, el gran clásico de la cocina china. Le encantaban esos arroces que encierran montones de sorpresas: gambas, verduras, almendras, cebolla, trocitos de tortilla… Todo eso estaba cocido, fundido, salteado en la misma ola dorada.

Cameron Highlands.

Se repetía esas sílabas cada vez que se llevaba la cuchara a la boca.

Estaba seguro de que allí lo esperaba un indicio.

38

Jalan Ruching.

La ruta de los Gatos.

Según su plano, era la calle que había que tomar para salir de la ciudad. Por la mañana, temprano, Marc había alquilado un coche: un Proton, el vehículo estándar de Malaisia, con el volante a la izquierda. Dejó atrás los grandes inmuebles del centro y se dirigió al norte. Las afueras de la ciudad, donde alternaban parques y barrios residenciales, no se acababan nunca. Marc miraba a lo lejos las colinas que flotaban en la luz naciente.

Llegó a la autopista, la Express 1, y entró en un universo nuevo compuesto de vergeles sombríos, con árboles perfectamente alineados en la tierra roja: las heveas. Circuló así, siempre en dirección norte, durante ciento cincuenta kilómetros, cruzándose de vez en cuando con crestas rocosas, templos indios con adornos de feria y mezquitas con cúpulas de cerámica verde.

Un paisaje ideal para pensar.

Esa misma mañana había recibido un mensaje de Jérôme. El archivador no había encontrado nada: ninguna información sobre la identidad del padre de Reverdi y ningún rastro de una consulta personal de Jacques a la Dirección Departamental de Acción Sanitaria y Social acerca de sus orígenes. Un callejón sin Salida.

Tomó la salida 132 en dirección a la localidad de Tapah y después una carretera nacional de doble sentido, en la que todos se comportaban como si fuese una vía de sentido único. A lo lejos, las colinas adquirían magnitud, majestad, hasta convertirse en montañas.

Marc vio el cartel que anunciaba las C
ameron Highlands
. Iba a tomar ese camino cuando otro nombre le hizo dar un brusco frenazo:
ipoh 20 kilómetros
. La ciudad donde estaba el hospital psiquiátrico de Reverdi. La misma donde se había grabado la cinta de vídeo.

Marc imaginaba una institución de estilo inglés: entrada de piedra, extensiones de césped impecables y edificios blancos. Encontró una penitenciaría gigantesca, una ciudad dentro de la ciudad, rodeada de alambre de espinos, circundada por una vía férrea y dotada de su propia estación.

Era la una de la tarde. Pese a ser sábado, parecía en plena actividad. El personal sanitario volvía de comer. Marc tuvo que esperar bastantes minutos a que la avalancha de ciclistas, motociclistas, automovilistas y peatones se precipitara bajo el alto portal de cemento: una entrada en la fábrica al estilo chino.

Observó el movimiento y no tardó en localizar el centro administrativo, que constituía un barrio independiente. Mientras esperaba a un responsable, contempló por las ventanas el conjunto: una vasta llanura jalonada de edificios grises y de campos cultivados. Intuía que allí se practicaba un tipo de psiquiatría en libertad, en la que los pacientes vivían en comunidad y se hacían agricultores o artesanos.

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