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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Thriller, Policíaco

La línea negra (32 page)

BOOK: La línea negra
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—¿Qué descubriste?

—Un horror. La pobre chica cayó en manos de un psicópata.

Se interrumpió, todavía dudoso. Cogió la botella y llenó otra vez su copa. Después de tomar un sorbo, continuó:

—Primero le dio una paliza terrible. Después la amordazó y la ató sobre la cama de la habitación con los cordones de las cortinas. Fue a la cocina a buscar unos guantes de goma. Registró el armario y se puso las zapatillas de deporte de Marc, con la suela también de goma. Luego cogió un alargador eléctrico, peló el cable por uno de los extremos y lo enchufó por el otro. Torturó a la víctima penetrándola con el cable de 220 voltios. También la sodomizó con el alargador. Le quitó la mordaza y la obligó a chupar los cables conectados a la corriente. Según el informe de la autopsia, tenía las encías completamente quemadas. Y los órganos genitales también.

Vincent bebió otro trago. Muy a su pesar, sus confidencias lo arrastraban.

—Eso no es todo. El cabrón siguió adelante con su carnicería. A esas alturas, la chica debía de estar muerta. Eso espero, por lo menos. Después de los electrochoques, el asesino encontró en la cocina un cuchillo de pescador con la hoja curva, de los que se utilizan para cortar las redes enmarañadas. Le abrió el vientre, desde el pubis hasta la laringe. Sacó las entrañas y las esparció por la habitación.

Llegaron los platos. Demasiado tarde. Vincent continuó con su voz ronca:

—Cuando Marc llegó, se encontró con el espectáculo. Las vísceras por el suelo. La boca negra, hinchada en un rictus abominable. Las zapatillas, sus propias zapatillas, en el charco de sangre.

Jadiya se había quedado muda. En ese instante se movía por un espacio de no ser. Volaba, ligera, sobre los abismos de la nada. Por fin, al cabo de un siglo, se oyó preguntar:

—¿Cómo reaccionó?

—No reaccionó. Estuvo en coma tres semanas. Cuando se despertó, no se acordaba de nada. Hablaba de Sophie en presente. Tardó meses en aceptar la realidad. Estuvo en tratamiento en una clínica especializada de París. Lo intentaron todo, pero no recuperó la memoria. Todo lo que sabe sobre lo que sucedió es lo que le contaron.

—¿Le dieron detalles?

—Él se encargó de buscarlos. Volvió a Sicilia. Acosó a la policía italiana. Llevó a cabo su propia investigación. Sin ningún resultado. En Catania, la tierra de la
omertà
, no tenía ninguna posibilidad. A partir de entonces, la pulsión criminal se convirtió en una obsesión para él. Al principio trató de liberarse de esa obsesión trabajando, como yo, en la prensa rosa; más tarde se metió en los sucesos. Era su única vía posible.

—¿Por qué?

—Para comprender cómo un hombre había podido hacerle aquello a su mujer.

Jadiya no conseguía formar un solo pensamiento. Era horrible: estaba celosa de una muerta. Vincent se forzó a reír; el vino le espesaba la voz.

—No pongas esa cara. A su manera, Marc ha encontrado el equilibrio. —Rió de nuevo—. Un equilibrio precario, es verdad, pero lo cierto es que se las arregla solo, sin psiquiatra ni pastillas. No está nada mal, aunque, en mi opinión, su terapia es arriesgada.

A Jadiya la asaltó de pronto una duda.

—¿Dónde está ahora? —preguntó—. Me habló de un viaje.

—Yo creo que trama algo relacionado con Jacques Reverdi.

—¿Reverdi?

—¿No lees los periódicos? El tipo que se cargó a una turista en Malaisia. Un antiguo campeón de inmersión en apnea. Está en espera de juicio. Estoy casi seguro de que a Marc se le ha metido en la cabeza conseguir su confesión. Es su sueño: penetrar, aunque sea por un instante, en el cerebro de un asesino.

Jadiya no tenía más preguntas. Estaba destrozada. Por hacer algo, cogió la servilleta y vio debajo un sobre que solo Vincent podía haber puesto allí.

—¿Qué es?

—Una sorpresa. Tu primer contrato. Lástima que nos hayamos cargado el buen rollo.

Jadiya le echó un rápido vistazo y sonrió.

—Si es una broma, no tiene gracia. Pone «tarifa cuarenta».

Vincent levantó de nuevo su copa:

—Es eso lo que se suponía que íbamos a celebrar esta noche. Para ti, la vida va a convertirse en una inmensa broma.

45

—Ven. Es urgente.

Éric lo asió por el hombro. El gesto mismo implicaba una situación grave: jamás se habría atrevido a tocar a Reverdi, de no ser en circunstancias excepcionales. Jacques soltó las halteras y siguió al francés. Era la una de la tarde. El calor aplastaba la prisión.

Cruzaron el patio a paso rápido; el cemento ardía bajo sus pies descalzos. A su alrededor, las sombras eran tan densas, tan breves, que parecían clavadas en el suelo. Recobraron el aliento al socaire del comedor, agachados junto a la pared.

—¿Adónde me llevas?

Éric no respondió. Con las dos manos apoyadas en las rodillas, señaló con la cabeza el edificio C. Cincuenta metros más que había que recorrer bajo el sol.

El hombrecillo reanudó la marcha. Reverdi lo imitó de mala gana. Avanzaban levantando mucho los pies, tratando de rozar apenas el suelo. Unos segundos más tarde, estaban de nuevo a la sombra. Éric miraba más lejos todavía: el campo de fútbol y, más allá, los pantanos. La broma había durado bastante.

—¿Adónde vamos? —rugió Reverdi—. ¡Mierda!

Éric echó a andar de nuevo sin responder. Jacques le siguió los pasos reprimiendo su cólera. Cruzaron una puerta rodeada de alambre de espinos y llegaron al estadio. En doscientos metros no había ni un solo refugio, solo las porterías abandonadas, que en aquella soledad parecían horcas.

Eran incapaces de seguir corriendo; el calor los machacaba, transformando sus miembros en polvo fino. Pero seguían andando deprisa, levantando los talones, lo que recordaba el paso mecánico de los atletas de maratón. Un enano y un gigante que llevaban la misma camiseta blanca y los mismos pantalones de lona informes. «Una auténtica pareja de cómicos», se dijo Jacques, apretando los dientes.

Después de todo, esa carrera absurda estaba sirviéndole de distracción. Llevaba dos días dándole vueltas al fracaso de Elisabeth. No se le pasaba el enfado. En un arrebato de furia, incluso había estado a punto de romper su foto. ¿Cómo había podido fallar? ¿Cómo había podido ir a las Cameron Highlands y no encontrar el indicio? Se había equivocado: esa chica no valía más que las otras.

Llegaron al final del campo de fútbol y bajaron una pendiente de cemento que estaba ardiendo.

—Ya estamos —dijo Éric.

—¿Dónde?

El otro señaló con un dedo. Reverdi distinguió grandes canalizaciones al final del terreno. Sobre el asfalto había unas lonas enredadas. Más allá, las alambradas inextricables. Luego, más lejos todavía, los pantanos…

—El barrio de los sidosos.

Reverdi notó un escalofrío en la espalda. Ya le habían hablado de ese lugar. Una vez, unos guardias, provistos de guantes y mascarillas, habían llevado a la enfermería un cadáver de esa zona. En Kanara, el sida todavía se consideraba como la lepra. Los guardias ni siquiera se atrevían a pegar a los seropositivos. El director había agrupado a todos los «enfermos» en un bloque, pero durante el día estaban allí. En la frontera. Marginados entre los marginados.

Se acercaron. A su pesar, Reverdi sentía una mezcla de curiosidad y de aprensión. Los enfermos en fase terminal no pasaban por la enfermería. Eran trasladados directamente al Hospital Central. ¿En qué estado se encontraban esos? Imaginaba cuerpos raquíticos, privados de defensas inmunitarias, afectados por toda clase de enfermedades…

Se equivocaba. Los habitantes del lugar presentaban el mismo aspecto que los presos normales: calcinados, hirsutos, vestidos con harapos. Y en plena forma. Unos jugaban a las cartas, otros se apiñaban ante unas estufas de carbón, al pie de los tubos. Reinaba una animación desbordante, despreocupada.

Algo apartado, un grupo de una decena de reclusos con una camiseta en la cabeza a modo de turbante trajinaban alrededor de una gran hoguera que despedía un humo negro.

—Fabrican
meth
.

Reverdi conocía esa droga. Una porquería muy fácil de producir con disolventes, productos adelgazantes, líquidos desatascadores de retretes… Un auténtico néctar. Esa producción solo presentaba un problema: el riesgo de explosión. Nadie quería manipular una mezcla tan inestable. Pero allí la droga había encontrado sus artesanos, tipos ya condenados que no temían volar en mil pedazos sobre el cemento.

Éric se dirigió hacia la entrada de las canalizaciones. Reverdi lo siguió. El choque de la sombra, después del sol, le causó el efecto de un martillazo. Tuvo que pararse: no veía nada. Poco a poco sus ojos se acostumbraron a la oscuridad. Era una verdadera avenida, cilíndrica, tan concurrida como un pasillo de metro en las horas punta. Había grupos sentados y tiendas andrajosas plantadas. Éric avanzó apartando los harapos. Fluctuaban llamas entre un fuerte olor a petróleo. Unos hombres estaban agachados, en una postura animal. Otros estaban tendidos, tiritando bajo trapos. Reverdi no sabía si esos tipos tenían el sida, pero lo que sí tenían todos era mono.

Veía a los fantasmas que iban a mendigar a la enfermería cualquier medicamento para aliviar sus sufrimientos. Cuando conseguían algo, regresaban inmediatamente a esos tubos abandonados. A traficar con sus pastillas. A darse chutes de aguas residuales. A contagiarse unos a otros con jeringuillas usadas. Ya no se hacía preguntas sobre las motivaciones de Éric. Había alguien escondido en ese moridero.

Pasaron por encima de cuerpos inertes. Jacques identificaba signos familiares. Venas hinchadas y duras; miembros cubiertos de hematomas; caras chupadas. Veía también manos y pies sin dedos. Un clásico en las prisiones: los heroinómanos perdían toda sensibilidad cuando estaban perdidos en sus viajes; mientras ellos viajaban, las ratas les comían las extremidades. Más tarde se despertaban roídos hasta los huesos.

Reverdi se percató de que habían llegado a una especie de «sala del consejo». Unos hombres estaban sentados en el suelo alrededor de un fuego central, inmóviles, con las piernas cruzadas y la mirada fija. Solo movían las mandíbulas. Masticaban infatigablemente. Aquellas bocas parecían poseídas por un demonio, mientras que el resto del cuerpo estaba muerto.

—El
dross
—susurró Éric—. Los desechos de la pipa de opio. Está tan duro que ya no se puede fumar, así que se lo comen. Lo mastican hasta poder tragárselo y obtener algún efecto.

Reverdi sintió que otra oleada de furor lo invadía.

—Estoy hasta los cojones de tu visita guiada. Explícame de una vez qué se nos ha perdido aquí.

El del labio leporino le mostró una sonrisa bañada en sudor. Una cara de pescado nadando en grasa.

—No te pongas nervioso. Ya hemos llegado.

—Pero ¿adónde, hostia?

Éric señaló el fondo del tubo, a su izquierda. Una sombra tiritaba acurrucada, con las piernas dobladas contra el pecho. Reverdi se inclinó. Era Hajjah, el hijo de papá que despilfarraba el dinero de mamá mientras papá creía castigarlo imponiéndole una «vida dura». Estaba irreconocible. Se había quedado en los huesos. Tenía la mirada perdida. No paraba de resoplar.

—Ha querido dárselas de listo y ha intentado tratar directamente con los chinos. En represalia, Raman ha convocado a su padre y se lo ha contado todo. Lo del dinero bajo mano. Lo de la droga. Todo. El padre ha cortado de verdad todos los puentes. Hajjah no ha tomado nada desde hace cinco días. Y está hasta el cuello de deudas.

Reverdi recordó que el chico, movido por un presentimiento, había ido a pedirle ayuda.

—¿Puedes decirme qué tengo yo que ver con esto?

—Si no paga, mandarán a los filipinos contra él.

Jacques giró sobre sus talones sin contestar. Éric lo agarró de la camiseta. Esta vez, Reverdi lo arrinconó contra la pared abovedada.

—No insistas —susurró—, si no…

—Solo tú puedes hacer algo —imploró el enano—. Negocia con los chinos. Que le den un plazo… Su padre acabará por ablandarse…

Jacques apretó el puño para hacerle tragar definitivamente su labio leporino, pero en ese instante tuvo un flash que lo detuvo en seco. Sobre el rostro de Éric se superponían las magníficas facciones de Élisabeth. Sus pupilas negras, ligeramente asimétricas. Su sonrisa leve, apenas inscrita en su piel morena. ¿Por qué mentirse? La amaba. Estaba loco por ella; no podía abandonada.

Bajó la mano y soltó a Éric, que resbaló sobre la pared curva. Acababa de tomar una decisión. No iba a darle una oportunidad a Hajjah, sino a su amada. Iba a darle otra pista. Si tenía éxito, entonces salvaría al chico.

—Mi respuesta, dentro de dos días —dijo, lanzando una adrada al joven inmóvil.

46

El verde era el color de Kuala Lumpur.

El gris, el de Phnom Penh.

Las grandes avenidas estaban bordeadas de inmuebles chatos, de un solo piso, de color cemento. Los árboles, tan frondosos que sus ramas se tocaban por encima del asfalto, también eran grises. En la calzada, miles de bicicletas, de motocicletas, de triciclos-taxi no ofrecían más color. Y todas las siluetas que los manejaban, cubiertas con un
sarong
, ondeaban sobre los sillines como banderas de ceniza.

Al desembarcar en Phnom Penh, a las cinco de la tarde, Marc había tenido que ajustar su reloj: una hora menos que en Kuala Lumpur. En realidad, había retrocedido un siglo o dos. Habían desaparecido las altas torres de cristal, las galerías comerciales, el frenesí consumista. El sueño asiático presentaba aquí un perfil mucho más modesto: los endebles hombros jemeres. El desarrollo económico balbuceaba. Aquí se regresaba al Asia íntima, ancestral, hormigueante.

En el taxi, Marc estaba exultante. Esa mañana todavía pensaba que todo había terminado. Reverdi ya no daba señales de vida. El trato estaba roto. Se había pasado todo el lunes dudando sobre lo que debía hacer. ¿Volver a las Cameron Highlands? ¿Continuar la investigación en solitario? ¿Darse por vencido y regresar a París? No conseguía aceptar su fracaso.

El martes por la tarde se había rendido. Con lágrimas en los ojos, había llamado a la compañía Malaysian para informarse de los horarios de los vuelos de regreso y había hecho una reserva.

Al día siguiente, al abrir su cuenta de correo para verificar la reserva, había encontrado un mensaje de Reverdi.

Un e-mail hipersibilino, pero que significaba que se había reanudado el contacto. El asesino había escrito simplemente:

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