La línea negra (48 page)

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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Thriller, Policíaco

BOOK: La línea negra
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Por teléfono, Marc le dio las gracias, pero no mencionó el caso Reverdi. Era evidente que el gigante no se había enterado de la noticia. A las cinco, movido por una violenta inspiración, contestó también a Renata Santi, que ya había llamado cinco veces. Hizo un último intento para evitar la catástrofe.

—Hay que cancelar la publicación —ordenó sin preámbulos.

—¿Perdón?

—Hay que cancelarlo todo.

La editora se echó a reír a carcajadas.

—¿Está loco? ¿Por qué?

—Tengo mis razones.

—¿Es por la muerte de Reverdi? La verdad, Marc, cada vez entiendo menos…

—¡Cancele la publicación!

—Imposible. Los libros están en las librerías desde esta mañana.

—Se podrán cancelar las entregas siguientes, ¿no?

—Se han distribuido veinte mil ejemplares. Deje de comportarse como un niño, Marc. Voy a acabar por enfadarme. Además, esa historia del accidente en Malaisia es excelente. Llueven peticiones de entrevistas y…

Marc colgó. Se dejó caer al suelo y se quedó allí sentado varias horas, escuchando, anonadado, los mensajes que se multiplicaban en el contestador. Las exigencias histéricas de Renata, los insistentes requerimientos de Verghens, el asedio de colegas periodistas y también —a modo de guinda— varias llamadas de Jadiya, que telefoneaba para saber si se encontraba mejor.

Finalmente, la oscuridad se hizo en el estudio, entre las cortinas corridas. Él seguía sin moverse. No tenía fuerzas ni para prepararse un café. Su propia trampa se cerraba sobre él y eso le hacía sentir una especie de alivio. Lo sabía desde el principio: todo aquello acabaría mal. No tenía más que esperar la muerte.

En ningún momento se le ocurrió hacer las maletas, emprender la huida. Como tampoco le pasó por la cabeza avisar a la policía. Sin embargo, era la solución más racional. Al principio le resultaría difícil convencerlos, pero tenía un expediente sólido, en especial las cartas de Reverdi. Unos documentos que constituían también una prueba contra él: ocultación de pruebas, complicidad en asesinatos… Todavía se veía exhumando el cadáver en la isla de los muertos.

Sí, era cómplice. Habría podido hacer avanzar la investigación, pero no había dicho nada. Habría podido informar a los parientes de las desaparecidas, ayudar a sus abogados, como Schrecker, pero no había movido un dedo. Había preferido escribir un libro, sin tener en cuenta el proceso ni el dolor de las familias. Como un perfecto egoísta. El premio Pulitzer de la escoria, eso es lo que merecía. Y para completar, unos años en chirona…

Marc ya había sido condenado dos veces por la justicia francesa, por violación de domicilio y robo con fractura. No se beneficiaría de ninguna medida de gracia. La prisión o la muerte: ¿cabía alguna duda?

Por supuesto que no. Sin embargo, cuando consideró esa solución, en el corazón de la noche, la rechazó. Le aterrorizaba la idea del encarcelamiento. Y no acababa de decidirse a entregarse a la policía sin estar seguro. Después de todo, tal vez estaba dejándose llevar por su imaginación. Tal vez Reverdi había muerto y la vía estaba libre.

Jueves 16 de octubre.

Transcurrió otro día en las mismas condiciones.

Marc solo se movía para consultar los periódicos en internet: nada nuevo. Los equipos policiales ya hablaban de abandonar la búsqueda.

La noche siguiente, a las dos de la madrugada —las nueve de la mañana en Malaisia—, tuvo una idea. Podía reaccionar. Al menos, obtener información de primera mano poniéndose en contacto con las personas que conocía. El nombre de Alang fue el primero que acudió a su mente.

El médico forense no hablaba en su tono habitual. Marc se dio cuenta enseguida de que sabía «algo».

—¿Qué pasa?

—La autopsia del conductor del furgón. El forense de Johore Bahru me ha telefoneado… para pedirme consejo.

—¿Sobre qué?

—Hay una… anomalía. El conductor no murió ahogado. Ni como consecuencia del impacto de la caída.

—¿Qué le sucedió?

—Han encontrado la aguja de una jeringuilla clavada en su nuca. Después de los análisis, los médicos han encontrado también burbujas de airé en su médula espinal. Le inyectaron aire entre las vértebras cervicales. La muerte debió de ser instantánea.

Marc recordaba que Reverdi había conseguido un puesto en la enfermería. ¿Tenía acceso a las jeringuillas?

—¿Podía alcanzar la nuca del conductor? —preguntó.

Alang vaciló.

—Reverdi no viajaba en un furgón tradicional —dijo con voz neutra—, sino en un coche de seguridad que solo llevaba una reja entre el conductor y los asientos traseros. Pudo clavar la aguja a través de ella y provocar el accidente. La información todavía es confidencial, pero…

Marc salió al paso de las precauciones de Alang; los dos se habían entendido. Le dio las gracias y le prometió volver a llamar. La evasión ya no ofrecía dudas.

Esa certeza le causó el efecto de un electrochoque.

La madrugada del viernes decidió moverse.

No huir.

No avisar a la policía.

Sino enfrentarse a Jacques Reverdi.

Y en primer lugar, tratar de adivinar qué iba a hacer.

¿Cuánto tiempo tardaría en llegar a Europa?

Un fugado corriente tenía pocas posibilidades de pasar inadvertido en Malaisia. Pero Reverdi conocía a fondo el país y hablaba su lengua. También conocía los países vecinos —Tailandia, Vietnam, Birmania— y seguramente sabía cómo llegar a ellos con total discreción. Por otra parte, era un hombre que siempre había estado preparado para ese tipo de eventualidad. Debía de tener desde siempre un «plan B».

Marc cogió el mapa del Sudeste Asiático e intentó imaginar su recorrido, calculando a la vez el tiempo que invertiría. Con el dedo, siguió el río Muar. Reverdi podía llegar por mar a Indonesia. También podía bajar hacia el sur e ir a Singapur, pero Marc no lo creía: demasiado cerca de Johore Bahru. Podía asimismo regresar a Kuala Lumpur y perderse en la ciudad…

Sin saber por qué, Marc se inclinaba más por una huida hacia los países limítrofes, donde podía meterse en la selva.

Desde allí, iría a las zonas de turismo. Un árbol queda oculto entre los árboles. Un blanco, entre los blancos. Hoteles internacionales, clubes, viajes organizados… Reverdi conseguiría un nuevo
kit
de identidad —pasaporte, carnet de conducir, dinero en efectivo— y se perdería entre un grupo de occidentales.

En hacer un periplo como ese tardaría dos o tres días, no más. Después, podría salir de Bangkok o de Hanoi con destino a un país europeo. Bélgica. Países Bajos. Reino Unido. Alemania. A continuación, ir a París en tren o por carretera. Al contrario que un fugitivo normal y corriente, que esperaría que las cosas se calmaran para moverse, Reverdi actuaría lo más rápidamente posible. Antes incluso de que las autoridades malaisias llegaran a la conclusión de que se había evadido.

Tres días en territorio asiático, tres más para efectuar una escala en un país europeo y dirigirse a Francia con una nueva identidad. O sea, unos seis días.

Jacques Reverdi se había escapado el día 14.

Era día 17.

Marc tenía todavía tres días para prepararse.

¿Para qué exactamente?

Siguió pensando.

¿Qué sería lo primero que haría Reverdi al llegar a París?

La respuesta era simple: se dirigiría a la dirección de Elisabeth.

Lista de correos, calle Hippolyte-Lebas, distrito IX.

Marc cogió la chaqueta y salió como una exhalación.

Tenía que avisar a Alain.

Y protegerlo.

76

—¿Cómo que no está?

Marc estaba empapado de sudor; había ido corriendo hasta la oficina de correos. Miraba con intensidad a la mujer sentada en el sitio de Alain.

—¿Está de vacaciones?

La empleada no paraba de subirse las gafas frunciendo la nariz. Su expresión era contradictoria, a la vez asombrada y recelosa.

—Simplemente no está.

—¿Está enfermo?

Ella lo miró a través de los cristales: el de la ventanilla y los de sus gafas.

—¿A qué vienen esas preguntas?

Marc debía reaccionar a toda velocidad. Nada de mencionar a Élisabeth Bremen; ni cualquier cosa relacionada con correos. Tuvo una inspiración:

—Es por la ceremonia del domingo. Yo soy el propietario del local donde organizan la misa.

Marc había vivido años en un inmueble de la calle de Montreuil contiguo a una iglesia católica vietnamita. Un simple almacén donde una comunidad se reunía todos los domingos. La mirada de la mujer se iluminó:

—¿En Vanves?

Marc había dado en el clavo, pero de todos modos debía actuar con tiento.

—No. Me refiero a la parroquia de la calle de Montreuil. Hay prevista una ceremonia para el sábado, pero no es posible celebrarla. Tengo que hablar con Alain. ¿Tiene su dirección?

La mujer puso boca abajo un impreso de carta certificada y se lo tendió.

—Escríbale una nota y yo se la daré.

—Tengo que hablar personalmente con él.

—Es imposible.

—¿Por qué?

Su nariz se frunció de nuevo como una trencilla.

—Hoy le toca diálisis.

Marc acusó el golpe; recordaba vagamente que Alain había bromeado varias veces sobre sus problemas de salud y sus «cambios de aceite». Entonces Marc no había comprendido a qué se refería. A decir verdad, ni siquiera había prestado atención.

—¿Se la hacen en el hospital?

—No, en su casa. Es una hemodiálisis a domicilio. Tiene el material necesario.

—Deme su dirección.

—No la sé.

—Pues dígame su apellido. Solo sé su nombre de pila.

La empleada dudaba. Marc golpeó el mostrador.

—¿Es que no se da cuenta de que mañana van a desplazarse cien vietnamitas para nada?

Había gritado. Su tono de sinceridad pareció convencer a la funcionaría.

—Se llama Alain van Hêm.

Marc cogió un bolígrafo encadenado a un soporte y ordenó:

Deletréemelo.

—V, A, N, y luego H, E, M. Con acento circunflejo en la E. Vive en el distrito XIII, en el barrio chino.

Marc fue corriendo hacia la puerta. En el umbral, se detuvo, repentinamente asaltado por una duda:

—¿No ha venido nadie a preguntar por el correo a nombre de Élisabeth Bremen?

—Es la primera vez que oigo ese nombre. —Frunció de nuevo la nariz y sus gafas subieron—. ¿Qué tiene que ver con la historia de la iglesia?

Marc salió al aire contaminado de París tambaleándose. Aturdido por las mentiras. Por el miedo. Por los coches que pasaban a toda velocidad. Metió las manos en los bolsillos y echó a andar en busca de un bar. Entró en el primero que vio y pidió un café sin pararse en la barra.

Bajó al sótano y se metió en una cabina de teléfono. Bajo la repisa encontró un listín. Hojeó las páginas esforzándose en respirar lentamente. Diálisis o no diálisis, no le gustaba la ausencia de Alain van Hêm precisamente ese día. Ahí estaba:

alain van hêm

calle javelot, 70

torre sapporo

Marcó el número de teléfono. No hubo respuesta. En marcha hacia el barrio chino.

Llegó a la altura del inmueble a la una de la tarde.

Estaba muerto de miedo. El sudor le cubría todo el cuerpo, como la película de agua que se desliza bajo los trajes de buzo y calienta la piel. Con la diferencia de que en su caso era una capa helada.

Mientras avanzaba a paso rápido, veía acercarse la torre. Parecía crecer, ocupar todo el horizonte. Marc penetraba en su sombra como Jonás en el vientre de la ballena.

Empujó la primera puerta de cristal y reprimió una maldición. No tenía el código de entrada para abrir la segunda. Tuvo que esperar, sudar, dar vueltas en redondo en el cubículo hasta que llegó un anciano.

En el vestíbulo, estuvo a punto de gritar otra vez cuando vio la muralla de buzones. Se impuso paciencia y leyó metódicamente los nombres uno a uno, empezando por la izquierda, una hilera tras otra. Hacia la mitad de la cuarta, localizó a su hombre: duodécimo piso, puerta 12238.

Llamó al primero de los cuatro ascensores, pero se dio cuenta de que solo llevaba a los números impares. Pulsó otro botón. Mala suerte: ese subía directamente a la vigésima planta. Aquello era la torre infernal. Marc encontró por fin el ascensor que le servía y montó en él.

Duodécimo piso. Marc recorrió los pasillos, salpicados de puertas rojas todas idénticas. El número estaba puesto arriba, a la derecha, en una placa de cobre: 12236… 12237… 12238. Marc se apoyó con una mano en el marco para recobrar el aliento. Finalmente, llamó.

No hubo respuesta.

Pegó el oído a la puerta. Ningún ruido. Volvió a llamar. ¿Lo habría pillado en pleno «cambio de aceite»? Una vaharada ácida le quemó la garganta. Llamó más fuerte, con el puño. Luego observó la cerradura: un modelo de seguridad sencillo con sistema de cilindro.

Apoyó la palma de la mano en la parte superior de la puerta y empujó. Se abrió una rendija: no estaba cerrada con llave. Marc se sacó del bolsillo una simple tarjeta de visita y la introdujo bajo el pestillo. Al mismo tiempo, empujó con el hombro y levantó la puerta de sus goznes. El mecanismo se abrió.

Inmediatamente, un olor singular penetró en sus fosas nasales.

Una mezcla de comida y metal.

Sangre.

Pensó en la hemodiálisis. Sabía en qué consistía la operación: filtrar la propia sangre haciéndola circular a través de varías membranas. Si Alain la había realizado ese día, no era de extrañar que en la casa flotara ese hedor. Sin embargo, el miedo no lo abandonaba. Avanzó por el vestíbulo. Los latidos de su corazón llevaban una cadencia discreta que aumentaba en un
crescendo
, a la manera del
Bolero
de Ravel.

Vio una pequeña estancia con aspecto de casa de muñecas. Papel pintado a rayas; sofá de flores, mesa baja, objetos decorativos en una vitrina; libros de idéntica encuadernación, seguramente comprados por correo. Siguió el pasillo. A la izquierda, la cocina. A la derecha, el dormitorio. Vacíos. Al fondo, una puerta entreabierta que dejaba ver unos azulejos blancos: el cuarto de baño.

El olor tenía ahora la intensidad de la pintura recién aplicada.

Todas sus alarmas estaban encendidas.

Con dos dedos, empujó la puerta y tuvo que apoyarse en el marco.

Era el día de la diálisis, efectivamente.

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