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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Thriller, Policíaco

La línea negra (56 page)

BOOK: La línea negra
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Comprendió que la psicosis de Marc era desesperada: incluso delante del cadáver del asesino, continuaría temiendo lo peor, prestando al criminal poderes sobrenaturales. Marc había despertado del coma, no de su pesadilla.

No lo haría nunca.

No tenía cura.

Jadiya salió del hospital.

Se alejó de Marc, del médico grisáceo, del policía dorado.

De todo lo que podía vincularla al trauma.

Regresó a su apartamento, en la avenida de Ségur. A su despacho. A su tesis. A sus filósofos. Pero nada le era ya familiar. Después de lo que había vivido, las teorías filosóficas le parecían bastante abstractas. Por no decir absurdas.

En cambio, tuvo la sorpresa de ser requerida de nuevo por el mundo de la moda. No la habían olvidado. Varios agentes se habían presentado para tomar el relevo de Vincent. Fotógrafos, agencias y diseñadores habían telefoneado. ¿Ignoraban acaso que estaba desfigurada? En el mundo de la perfección, ¿quién iba a querer a una chica con los labios perforados?

Se equivocaba. Su maquilladora, Marine, fue la primera en explicarle que esas marcas no se verían en las fotos. Era una cuestión de polvos, de luz. Pero, sobre todo, su físico era «actual», y mientras siguiera siéndolo, aunque llevara una pata de palo los fotógrafos se las arreglarían para que el resultado fuera bueno.

Además, había otro hecho inesperado: el pelo corto había incrementado la fuerza y el hechizo de su rostro. Su belleza acerada cortaba ahora cómo un sílex.

Por último, el caso Reverdi se había comentado mucho y le había dado una pincelada de realidad, un toque vampiresco que pocas chicas poseían en ese oficio. Jadiya nunca había sido transparente. En el invierno de 2003 estaba deslumbrante y era la estrella de la temporada.

Aceptó los contratos como un reto.

Reanudó el camino de la luz.

Pese a las decisiones tomadas, no tardó en ir de nuevo a ver a Marc.

Simplemente por solidaridad, pensaba.

Iba todos los días a visitarlo a su habitación soleada. Después de intercambiar las habituales palabras de cortesía, un silencio cómodo se instalaba entre ellos. Blanco, liso, sin estela. Marc se complacía en su mutismo. Jadiya no intentaba romperlo. Sabía que ese bloqueo ocultaba pensamientos inextricables y ella no tenía ganas de conocerlos.

En los pasillos se encontraba a veces con los médicos, que la tranquilizaban: Marc estaba recuperándose. Muy pronto podría salir. También oía lo que no le decían: estaba en observación. A todos les preocupaba su salud mental.

No hablaba, apenas comía, dormía mucho. Parecía refugiarse en el sueño. Si lo asaltaban las mismas pesadillas que a Jadiya, no debía de ser muy reparador. Pero ella intuía que se sumergía deliberadamente en esas visiones. Como si lo atrajeran sus recuerdos más morbosos. Como si intentara —la sola idea le helaba la sangre— comunicarse con Reverdi por la pasarela de los sueños.

En la superficie, sin embargo, Marc manifestaba una angustia constante. Había exigido, a través de su abogado, la presencia de un policía ante la puerta de su habitación. El juez de instrucción no se había hecho de rogar, revelando así lo que todo el mundo temía: Reverdi había sobrevivido al enfrentamiento de Nogent-sur-Marne.

El 12 de noviembre, Jadiya Consiguió ver al psiquiatra encargado oficialmente de seguir la evolución de Marc Dupeyrat. Bajo, enjuto, muy moreno, llevaba una barba cuadrada y acentuaba determinadas sílabas, como los alemanes.

Mientras limpiaba su pipa, sentenció:

—No hay enfermedades mentales. Solo hay conflictos mal gestionados.

Jadiya cruzó las piernas y pensó: «Empezamos bien». En ese momento, el hombre la observó con insistencia. Seguramente acababa de fijarse en sus cicatrices. Seis agujeritos sobre el labio superior y otros seis bajo el inferior, rodeando su boca como un tatuaje hecho con
henna
.

—En materia de conflictos, creo que Marc ha tenido más de la cuenta —replicó.

—Exacto. —El psiquiatra se levantó como propulsado por un resorte—. Exacto… —Se puso a caminar por el despacho mientras encendía la pipa—. Marc no puede asumir toda esa violencia. Su psique, en lugar de integrarla, la rechaza. —Tachó el aire con la pipa—. En el pasado, ese era el papel de sus comas. Un campo negro. Una cinta borrada. Hoy, esa es la razón por la que duerme tanto; su mente se refugia una vez más en la inconsciencia. Su superyó…

Jadiya interrumpió bruscamente aquella jerga de especialista:

—¿Qué tiene exactamente?

Él sonrió, como si esa pregunta fuera justo la que esperaba.

—Nada. No hay psicosis. Ni tampoco fallo neurológico. Podría decirse que el problema de Marc es la realidad.

—¿La realidad?

—Un mal ajuste de su psique frente a los acontecimientos. Unos acontecimientos de una violencia excepcional, desde luego.

—Desde luego.

—Eso es lo que pasa —dijo, abriendo las manos—. Actualmente, el proceso se está invirtiendo. Todo esto ha ido demasiado lejos. La agresión de Reverdi ha roto sus barreras mentales, su sistema de protección. Ya no consigue mantener esa violencia a distancia.

—Concretamente, ¿qué significa eso?

El psiquiatra se apuntó la sien con la pipa.

—La violencia ha entrado en su cerebro. Se extiende por todas partes. Marc ya no puede pensar en otra cosa. Algunos animales ven el infrarrojo, pero no la luz corriente. Marc ya no capta la vida cotidiana. Las sensaciones sencillas. Su mente ya no puede distinguirlas. Está totalmente impregnado, aspirado por Reverdi y su crueldad.

Después de oírlo un rato, lo que decía aquel hombre sonaba más bien a italiano. Jadiya había hecho, años atrás, un trabajo sobre la antipsiquiatría italiana. Los años sesenta. La escuela de Franco Basaglia. La época en que se abrían las puertas de todos los manicomios. Ese tipo no habría desentonado en el cuadro.

—Insisto, no hay enfermedades mentales. Solo hay conflictos…

—Se lo advierto: si intenta internarlo…

—No ha entendido nada. Marc necesita llevar una vida normal y corriente. Es su único remedio posible. Sale mañana.

Cuando Marc llegó a su casa, Jadiya estaba esperándolo.

Con su acuerdo, se había trasladado al estudio. La noche anterior había limpiado, despejado, ordenado. Había descubierto un cuchitril, una especie de salita por debajo del nivel del suelo, donde Marc guardaba sus libros especializados y sus «expedientes». No había resistido la tentación. Se había zambullido en esos archivos. Había tenido la sensación de que penetraba en el cerebro de Marc. Decenios de crímenes, de violaciones, de sangre inocente derramada. Testimonios, biografías, estudios psicológicos: todo estaba cuidadosamente clasificado, registrado, especificado. Una taxonomía de la crueldad.

Pero, sobre todo, había encontrado el expediente Reverdi. Había leído las cartas y los recortes de prensa, había contemplado las fotos. Había visto el alcance de la trampa tendida. Aquello iba mucho más allá del celo periodístico. Marc se había encarnado en su maquinación.

Jadiya había leído con detenimiento las copias de las cartas manuscritas de Élisabeth y se había dicho que sí, que, decididamente, ese tipo era retorcido. Perverso. Estaba chiflado. Sin embargo, una vez más veía circunstancias atenuantes. Había estado hasta el amanecer buscando el expediente de Sophie, pero no había encontrado nada. Ni una foto, ni una línea sobre el asesinato de la «mujer de su vida». A las cinco de la mañana, Jadiya había cerrado la puerta del cuchitril igual que se pasa definitivamente una página.

Cuando Marc cruzó el umbral del
loft
, todo estaba a punto. Impecable. Él sonrió, le dio las gracias y se preparó un café con una máquina cromada que ella no se había atrevido a tocar. Después se colocó frente a la cristalera que daba al patio pavimentado y se quedó en silencio con la taza en la mano.

Ella intuyó que no diría nada más.

Las reglas estaban establecidas.

Encontraron su ritmo. Una convivencia muda, basada en una compasión mutua. Una convalecencia en la que compartían una vida cotidiana de estudio. Marc se pasaba el día delante del ordenador. No escribía; consultaba internet. Leía los periódicos, los despachos de las agencias de prensa. Así consumía las horas, pendiente del menor detalle, de la menor noticia relacionada con Reverdi.

Las raras veces en que encadenaba más de dos frases seguidas era por teléfono, con su abogado. El hombre de leyes había evitado que abrieran una investigación por «obstrucción a la justicia y ocultación de pruebas», tras varias demandas presentadas por el Ministerio de Justicia de Kuala Lumpur. Malaisia incluso pedía su extradición.

El abogado esperaba ahora alejar toda amenaza en Francia, arguyendo ante el juez de instrucción que Marc Dupeyrat, si había cometido faltas, las había pagado con creces. Por lo que pillaba de esas conversaciones telefónicas, Jadiya había llegado a la conclusión de que las cosas se presentaban bastante bien, pese a su responsabilidad indirecta en los asesinatos de Alain van Hêm y de Vincent Timpani.

En cuanto a ella, había puesto una mesa en la otra punta del estudio con su ordenador. Había instalado otra línea telefónica, reservada a internet, gracias a la cual conseguía fragmentos de libros y citas filosóficas, y mantenía correspondencia con especialistas sobre su tema. La mayor parte del tiempo la dedicaba a escribir su tesis; páginas enteras que no estaba segura de si conservaría, pero que le permitían simplemente pasar el tiempo.

Marc consultaba.

Jadiya escribía.

El ruido de los dos teclados de ordenador sonaba en el estudio.

El tableteo de dos esqueletos en plena danza macabra.

Y los trabajos de búsqueda en el Marne continuaban.

Sin resultado.

Mientras tanto, por encima de sus cabezas, fenómenos atmosféricos, amplios movimientos de masas seguían produciéndose. Movimientos que les concernían directamente, pero que los dejaban indiferentes.

Sangre negra
continuaba encabezando las listas de ventas de las librerías, arrastrado por los «recientes acontecimientos». Según Renata Santi, la editora de Marc, iban a superar los trescientos mil ejemplares, «¡un cataclismo!». Marc permanecía aislado: se negaba a conceder entrevistas, a firmar libros, a mantener contacto con nadie.

Jadiya, por su parte, era una de las modelos más solicitadas en esos momentos. Varios diseñadores la habían escogido para sus desfiles, y las propuestas para posar para fotos llovían de todas partes del mundo. Le había encargado a su nuevo agente que aceptara solo las sesiones que fuesen en París. No tenía intención de salir de Francia y abandonar a Marc.

Él: autor de un best-seller, rico, adulado.

Ella: modelo-vedette, princesa étnica de las tendencias venideras.

Dos estrellas, dos perdedores enclaustrados en un estudio del distrito IX.

A la sombra de su trauma, veían el alcance de la mentira que mueve el mundo. El éxito, el triunfo y el confort no saben a nada.

Marc consultaba.

Jadiya escribía.

Y los trabajos de búsqueda en el Marne continuaban.

Sin resultado.

88

Esa noche, a las nueve, Jadiya hizo girar la llave del estudio.

Era sábado. Venía de una sesión fotográfica para una revista japonesa. Exhausta y asombrada de su propio éxito. Ese día, el fotógrafo había incrementado deliberadamente la luz sobre las marcas de los puntos, susurrando, inclinado sobre la cámara: «Espléndidas, las cicatrices. Parecen escarificaciones».

Al oír esas palabras, ella se había puesto a llorar. Esa torpeza le había recordado en el acto a Vincent; era único para decir sandeces así con un aire inspirado. Y sobre todo, era único para conseguir que resultaran soportables. Jadiya no acababa de calibrar el alcance de su ausencia. Cada hora, cada día aumentaba su tristeza.

En el momento de abrir la puerta, estaba de un humor de perros. ¿Cuánto tiempo soportaría ese medio grotesco? Para buscar una excusa, se repitió que se trataba de una terapia personal. Aceptando que la fotografiaran, exhibiendo sus cicatrices, superaba sus heridas interiores.

Reverdi estaba muerto y ella estaba viva.

Él estaba en el fondo del río y ella en cabeza de cartel.

Ese era el escaparate oficial. En el piso inferior, en los arcanos de su conciencia, era sobre todo una manera de afrontar su propio terror, su oscura certeza de que Jacques Reverdi no había muerto. Merodeaba por algún sitio. Herido. Furioso. Decidido. Si todavía era de este mundo, entonces podía ver las nuevas fotografías de Jadiya. Viva. Y en pie.

Dejó las llaves en el cuenco de bronce destinado a este uso y se repitió la decisión que había tomado ese día: dejar a Marc. Los dos juntos no saldrían nunca adelante. Ante la ausencia del cuerpo, ante el vacío, se aferraban el uno al otro por puro reflejo. Se arrastrarían en su doble caída.

Estaba decidida a anunciárselo esa noche.

Ya oía su silencio, su mutismo indescifrable.

—¿Marc?

Ninguna respuesta.

Avanzó con decisión y repitió:

—¿Marc?

Estaba allí, junto a su mesa, acurrucado en el suelo. Jadiya se precipitó hacia él. Su cuerpo estaba duro como un trozo de madera. Pensó en la rigidez cadavérica, pero la piel estaba tibia. Le puso una mano sobre el cuello y notó latir el pulso, lento y tenue.

No estaba muerto; estaba en coma.

Corrió hacia el teléfono. Maquinalmente, marcó el número del servicio de urgencias médicas. Ese número que había marcado tantas veces cuando se hallaba ante una sobredosis de su padre o de su madre.

Mientras hablaba con el tipo que estaba de guardia, ya imaginaba la continuación: la llegada del equipo, la agitación del personal, sus pasos ruidosos en el estudio. Esa intrusión caótica que alteraba la existencia, violaba la cotidianeidad, ponía patas arriba el hogar… Esa mezcla de pánico y de salvamento que había sido su leitmotiv en la época de La Banane de Gennevilliers.

Colgó. Se dio cuenta de que se había dejado puesta la ropa que llevaba para las últimas fotos: botas de ante y cazadora de pelo…, materiales orgánicos, crueles, que implicaban muerte y sangre, muy de moda ese invierno. Materiales apropiados para el caso, que la hacían, oscuramente, más fuerte, más salvaje.

Volvió hacia donde estaba Marc, que seguía inmóvil, y contempló su cabeza pelirroja, hundida entre los hombros, bajo la que ella había colocado un cojín. Definitivamente «muerto para la causa».

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