Inmediatamente repitió la operación, abombando el pecho, haciendo sobresalir los músculos. Se ahogaba, se moría…, pero antes de eso, y antes de que la cámara fuese totalmente pura, sangraría. Ganaría por la mano al fenómeno de la cianosis.
Su maniobra dio resultado: la tensión extrema de su piel abrió las heridas pegadas con miel. Una vez más, relajó los pectorales; los bordes de las heridas se reblandecieron y la hemoglobina comenzó a brotar.
Reverdi se arrancó el descompresor al tiempo que dirigía una mirada al analizador de aire. Su voz estaba deformada por la falta de oxígeno.
—¡No! ¡Todavía no!
Marc proseguía con su ejercicio gimnástico: tensión, reposo, tensión, reposo… Su carne se abría, la sangre tibia corría sobre su piel. Consiguió bajar los ojos. Su sangre era oscura, pero roja. Había profanado la ceremonia.
—¡Todavía no!
Reverdi se abalanzó hacia él empuñando el cuchillo. Marc sonrió. ¿Qué podía hacer? ¿Matarlo? La silla se tambaleó. Los dos hombres se estrellaron contra el suelo. El rostro del asesino quedó salpicado de sangre. Al caer, este había presionado las heridas de Marc. La hemoglobina brotaba a chorros, expulsada por la masa de Reverdi, que se agitaba y decía con voz trémula:
—Todavía no…, todavía no…
Intentaba taponar las heridas con las manos. Pero el líquido escapaba obstinadamente a través de sus dedos apretados.
Marc cerró los ojos. Ondas calientes se deslizaban sobre sus clavículas, sus costillas, sus muslos. Su cuerpo se abandonaba con languidez, envuelto en un olor a miel y metal mezclados. Un lecho tibio se extendía bajo él y le ofrecía una sepultura viscosa. Tenía la impresión de hundirse, a la vez en el suelo y en sí mismo. Al mismo tiempo experimentaba una sensación de despegue, de liberación, casi despreocupada.
Abrió los ojos. Reverdi, todavía arqueado sobre su torso, gritaba. Pero Marc ya no oía su voz. Ya no notaba su peso. Le parecía que el asesino le decía adiós, mientras que los gigantescos alvéolos de la estancia danzaban mirándolo partir.
En una última convulsión, percibió un ruido sordo en la esfera.
Volvió la cabeza.
Unas siluetas blancas lo deslumbraron.
En la sala estaban entrando unos hombres. Vestidos con monos, guantes y mascarillas respiratorias de una blancura resplandeciente. Una especie de cazadores alpinos, armados con fusiles ametralladores.
Marc sabía que era demasiado tarde.
Había entrado en la muerte.
Pero vio a Jacques Reverdi agarrándose a él mientras los hombres enmascarados lo asían por los brazos. Notó sus dedos aferrándose a su carne pegajosa. Vio que sus labios se abrían, articulaban súplicas mudas. Pensó en los gritos desgarradores de un padre al que le arrebatan a su hijo.
Fue la última imagen que se llevó.
Una habitación blanca.
Pero es a la vez una habitación y su cráneo.
Una luz blanca.
Pero es a la vez una luz y la carne de sus párpados.
Flashes. Cometas. Estelas de fósforo atravesando su conciencia. Explosiones cegadoras desgarrando sus tinieblas. La joven grita. Cada grito hace elevarse otro grito. El doble del primero. Un grito dentro del grito. El de su piel, que tira. El de sus labios, que arden. El de su garganta, que estalla.
El sueño vuelve a empezar. Unas pinzas de acero abren su cráneo. Unas manos enguantadas penetran en su interior y dejan desnudo su cerebro. Sus ojos parpadean. Inexplicablemente, ese movimiento provoca una visión aérea de la operación. Ella ve las manos transportando su cerebro. Le parece pardo, violáceo, impregnado de sudor.
Los médicos depositan el órgano en un recipiente de acero. Ella piensa en un huevo de carne negra, palpitante. Entonces comprende. Acecha un peligro. Jadiya quiere gritar, avisar a los cirujanos: ¡esa entidad es un pulpo! Su cerebro es una criatura que va a saltarles a la cara. Quiere gritar, pero se da cuenta de que es imposible: las garras siguen estando ahí, sujetando sus labios.
—¿Jadiya?
Un rostro inclinado sobre ella.
Un hombrecillo gris, que flota entre dos aguas.
Es calvo; ella ya lo ha visto en alguna parte. Se ha inspirado en él para su sueño. Ahora ve su frente de cerca: grisácea y picada de viruelas. Una piedra pómez.
—¿Marc? —murmura.
Inmediatamente, el dolor le devora los labios. El hombre sonríe. Jadiya ha pronunciado algo parecido a «Org». Un ruido ronco.
—Es por los puntos. No hable.
Ella cierra los ojos. Un recuerdo acude a su mente. Los trozos de hierro en su carne. La hiedra de acero estrechando sus labios. Reverdi y los alvéolos gigantes…
Abre de nuevo los ojos, hace otro intento:
—¿Morg?
—Está en reanimación. Los médicos de urgencias han hecho milagros.
Jadiya cierra los ojos. «Morg…» Tiene sed de oscuridad. Sed de paz. Pero su boca sigue ardiendo. Alambre de espinos alrededor de cada sílaba.
De pronto toma conciencia de que está desfigurada.
Se desmaya.
Pasan días, noches.
Las pesadillas y los delirios se suceden. Los ladrones de cerebros. «¡Es un pulpo!» Reverdi con traje de buzo y un cuchillo en las manos. La fiebre se abate sobre ella como una capa ardiente que la impregna y la consume. Arde, suda, se deshace en vapores bajo las sábanas.
Y el dolor.
El dolor la golpea a través de todo el cuerpo, a la manera de una criatura viva, despertando en diferentes puntos según las horas del día y de la noche. Una criatura irascible, indomable, prisionera de su carne, que quiere salir por sus heridas apenas cerradas.
Para explotar en su garganta.
Mordedura atroz, mandíbula invisible que le arranca los labios.
Nueva «crisis» de conciencia.
Mejor controlada.
Su habitación de hospital es blanca, está casi vacía. Las paredes, blanco sucio; la estructura de la cama, blanco plateado; la ventana de cortinas venecianas, blanco a rayas.
El hombre de piedra pómez permanece delante de ella. Su sonrisa es más cercana, menos irónica. Su presencia produce la misma sensación que el olor a medicamentos. Consuelo mezclado con tristeza, con inquietud.
—Dentro de unos días le quitaremos los puntos.
Jadiya no puede contestar, ni siquiera reaccionar. Está desfigurada, lo sabe. El médico le coge suavemente la mano.
—No se preocupe, está espléndida. Probablemente no le quedará ninguna cicatriz. —Hace como si mirara detrás de él, por encima del hombro—. El médico que la ha operado es el mejor. Uno de los cirujanos plásticos más brillantes de La Salpêtrière. Ha hecho una obra maestra.
Ella continúa observándolo. Cada parpadeo es una pregunta muda. El hombre prosigue:
—Yo me he ocupado de reanimarla. De curarle las heridas. Eran numerosas, pero superficiales. Sus venas están cicatrizando muy deprisa. Estaban también las quemaduras provocadas por la cola, pero ninguna era profunda tampoco. —Le presiona ligeramente la mano—. Está en vías de curación. No la engaño.
Jadiya se aventura a pronunciar:
—¿Marc?
Mejor. La quemadura es más tenue.
—Sigue en coma. Pero despertará. Tenemos su historial médico. Ya le ha pasado esto dos veces. No hay ninguna razón para pensar que no va a volver en sí, como sucedió las veces anteriores.
—¿Sus… heridas?
—Hemorragia; el interior hecho papilla. Pero le han cosido todas las venas. Un trabajo de chinos. Ahora ya están cicatrizando.
Jadiya cierra los ojos. Sigue sintiendo dolor, pero un dolor alegre. De pronto busca imágenes reconfortantes: una casa, niños, la armonía con Marc… Las imágenes estallan; eso no funciona. No vivirán nunca juntos, y sobre todo jamás olvidarán la sala de los alvéolos.
—¿Re… verdi?
El médico hace una mueca confusa.
—Muerto.
—¿Cómo?
Se encoge de hombros mientras coge el gráfico colgado a los pies de la cama.
—No conozco los detalles. —Consulta la curva de la temperatura—. La policía vendrá a verla y se lo explicará.
Jadiya cierra una vez más los ojos. Sus pensamientos se agolpan. Reverdi muerto, Marc vivo: debería sentirse feliz, aliviada. Pero la inquietud gira en el fondo de ella. Un torbellino sombrío que solo espera una corriente, una presión para subir a la superficie.
—No piense demasiado. Descanse.
Se dirige hacia la puerta y en el umbral se vuelve:
—Ah, y el pelo corto le sienta muy bien.
Jadiya levanta las cejas, sin comprender.
—Tenía los cabellos completamente pegados al asiento, en la cámara a presión. Los de urgencias tuvieron que cortárselos allí mismo, después de ponerle la mascarilla de oxígeno. Aquí retocamos el corte. —Se echó a reír—. Es de lo que estamos más orgullosos.
Una mañana —no tiene reloj, pero posee un conocimiento muy seguro de los matices de sombra y de luz en las paredes—, un hombre va a verla.
Cabellos rubios y lisos.
Una sonrisa dorada, como lustrada con cera de abeja.
Se presenta. Es policía. Jadiya no entiende su nombre; todavía tiene breves ausencias. El hombre se acerca. Su rostro es alargado, suave, bronceado. Lleva una trenca y desprende un perfume dulce. Una vez más, piensa en las abejas, en la miel. Se le hace un nudo en la garganta: ve de nuevo el frasco brillante y el pincel…
—Había dos sistemas de seguridad —explica el policía hablando muy lentamente, como si ella estuviera sorda—. Es una instalación de alto riesgo, con normas muy estrictas.
Se sienta en el borde de la cama, con precaución: espalda encorvada, manos juntas, sonrisa clara.
—Reverdi neutralizó el primer sistema: los vigilantes, las alarmas, las redes de bloqueo. Pero prescindió del sistema latente: el control de la atmósfera. Cuando el aire deja de responder a la norma reglamentaria, un montón de protocolos se ponen en marcha automáticamente. Intervino una brigada especial.
Jadiya intenta acordarse del rescate. Solo ve hombres blancos, con mascarillas, y a Marc bañado en su propia sangre.
—Mis colegas piensan que Reverdi ignoraba que existía ese segundo nivel de alerta. Yo estoy convencido de lo contrario. Lo que ocurre es que creía que le daría tiempo de «hacer lo que tenía que hacer». —Esboza una débil sonrisa—. No sé qué les contó, pero, fuera lo que fuera, lo trastornó. No se dio cuenta de que el tiempo pasaba. Eso fue lo que los salvó.
Ella asiente vagamente. Sobre la mesa con ruedas, repara en un ramo de pequeñas gardenias. Increíble: le ha comprado flores. Un ramo ajado que parece un puño. Mira de nuevo al policía; él asiente a su vez, con una sonrisa. Ese tipo tiene encanto, pero parece un pretendiente eternamente rechazado. Jadiya imagina una vida en forma de orilla gris, para mirar pasar las ocasiones perdidas.
Separa los labios con precaución; ya le han quitado todos los puntos.
—¿Lo… han… matado?
El policía se levanta. Su perfume se extiende inmediatamente. Su pelo esparce reflejos rubios. Un desayuno con miel. Camina en silencio y se mete las manos en los bolsillos. Jadiya toma aire para pronunciar una frase entera:
—¿Lo… han… matado… o… no?
—Sí. No cabe ninguna duda. —Hace una pausa—. Pero no tenemos el cuerpo.
Ella cierra los ojos y el pánico se desata. El policía prosigue, como si leyera el miedo en su rostro:
—Espere. En la cámara, Reverdi consiguió escapar. Los monos y las mascarillas impedían a mis compañeros moverse con rapidez. Él salió corriendo, descalzo, en apnea. En los pasillos nadie se atrevió a disparar; era demasiado peligroso.
Jadiya imagina los dédalos circulares, los pasillos de acero, los aparatos. A Reverdi con el traje negro de buzo y los pulmones bloqueados, desapareciendo entre los reflejos cromados.
—En la entrada, los tiradores lo alcanzaron. Recibió como mínimo cinco disparos en el vientre. Le hablo de tiradores de élite. Tipos superentrenados. Se puede confiar en ellos.
—¿Por qué… no hay cuerpo?
—Pese a las heridas, consiguió salir del terreno vallado por el oeste. La fábrica se encuentra situada en Nogent-sur-Marne, lo sabe, ¿no? Creemos que se metió en el río que bordea la instalación.
Se interrumpe, se acerca a la mesa con ruedas y acaricia distraídamente las flores.
—En cierto sentido, es bastante horrible imaginarlo: ese tipo con traje de buzo atraído por las aguas, como un animal que volviera a su elemento.
Sin darse cuenta, el policía arranca unos pétalos.
—Cayó al agua ya muerto. Eso es indudable. Llevan diez días dragando el río.
Ella cierra los ojos. Él insiste, como si le leyera el pensamiento:
—Está muerto, Jadiya. Seguro.
Añade algo más, pero Jadiya oye la voz de Reverdi, de pie en la cámara: «Allí donde hay agua, soy invencible».
A principios del mes de noviembre, Marc se despertó.
Jadiya no guardaba cama desde hacía varios días. Fue a verlo. Estaba instalado en la habitación contigua, pero era la primera vez que la dejaban entrar. Cuando lo vio, sintió miedo. No a causa de los aparatos que lo rodeaban, ni de las pantallas que mostraban el funcionamiento de su organismo, sino a causa de él. De su rostro. Esa frente inclinada, terca, que parecía atormentada aún por las tinieblas, bajo el pelo cortado al cepillo… También lo habían pelado; los dos parecían supervivientes de un campo de concentración.
Se esforzó en sonreír pese a los tirones de los labios. Marc había adelgazado mucho. Los huesos de la cara sobresalían bajo la piel, acentuando las sombras sobre su piel blanca. La cabeza de un muerto. Al mismo tiempo, era una palidez viva, casi fosforescente bajo los cabellos rubios. Le recordó esas lamparitas que se hacen con la piel de una naranja, cuya pulpa blanca arde sin solución de continuidad.
Se acercó. Sobre cada incisión llevaba un apósito. En las sienes, el cuello, las clavículas, los antebrazos. Ella sabía que la serie continuaba bajo la bata, bajo las sábanas. Había tenido las mismas y el médico no había mentido: habían cicatrizado en unos días. Ironía de la situación: según el doctor, la presencia de la miel, incrustada en las heridas, era lo que había favorecido esa rápida reparación.
La primera frase que Marc pronunció fue:
—No lo tienen. No tienen el cuerpo.
Jadiya sonrió de nuevo, con tristeza. Debía de estar obsesionado con eso desde que había abierto los ojos. Reverdi estaba vivo. Reverdi andaba tras ellos. Reverdi iba a destruirlos…