Su resolución era más firme que nunca.
Se ocuparía de su hospitalización, pondría la casa en orden y se largaría inmediatamente.
—Se trata de un caso claro de histeria.
El médico de urgencias no se había quitado la parka. Era un joven alto, robusto, que parecía haber dormido completamente vestido, tenía una cabeza enorme y el pelo hirsuto. Jadiya acababa de ofrecerle un café, a él y también al capitán Michel, el policía dorado del hospital, que había acudido en su auxilio. Otros dos hombres se llevaban a Marc en una camilla, enrollado en una manta de supervivencia brillante.
—¿Histeria? —repitió ella.
El médico se bebió el café humeante de un trago.
—Su marido presenta todos los indicios clínicos de la catatonia, pero ninguno de los síntomas internos. Todo ocurre dentro de su cabeza. En cierto sentido, es una buena noticia. Saldrá de esta sin problemas. Mañana o pasado estará en pie. Lo llevamos al Sainte-Anne. Su caso va a interesar a nuestros amigos psiquiatras.
—No. Ahí ni hablar.
—¿Por qué?
—Verá, Marc ya ha tenido problemas… psiquiátricos —intentó explicar Jadiya.
—¿En serio? —bromeó el médico mientras le devolvía la taza vacía.
—¡Escúcheme! —Casi había gritado. Bajó un poco el tono para continuar—: Si se despierta en el Sainte-Anne, eso puede agravar más su estado. Acaba de estar ingresado en La Salpêtrière. Puedo darle el nombre de los médicos que lo han tratado. Entre ellos hay un psiquiatra.
El hombre suspiró y sacó su teléfono móvil.
—Voy a ver si tienen sitio.
Las once de la noche.
Jadiya estaba sola. No tenía hambre. No tenía sueño. Su mente acumulaba los pensamientos vacíos, mudos. Decidió hacer las maletas.
Pero, primero, limpieza.
Abrió las ventanas para que se fuera el olor de los hombres, colocó los muebles en su sitio y ordenó la mesa de Marc, alineó las notas, las páginas impresas, el teclado del ordenador.
Ese simple gesto bastó para que se encendiera la pantalla.
El estudio empezó a dar vueltas a su alrededor.
Marc había recibido un e-mail.
Ese mensaje era lo que había provocado su nueva crisis.
En la pantalla se podía leer:
No ha acabado todo.
—Es lo que nos faltaba.
Jadiya miró el reloj luminiscente. Las dos de la madrugada. Acababa de apagar la luz. Tras su descubrimiento, había llamado al capitán Michel, que había acudido otra vez de inmediato. Le había mostrado el mensaje, y él y sus hombres se habían llevado el ordenador de Marc. Todo eso había sucedido en media hora. Y ya volvía a llamarla.
—Es lo que nos faltaba —repitió.
Ella hizo un gesto reflejo para apartarse el pelo y recordó que ya no le hacía falta. Se concentró en el parquet oscuro.
—¿Qué pasa?
—Hemos identificado el ordenador y la línea utilizados para enviar el mensaje.
Jadiya sentía un dolor en la parte inferior de la espalda.
—¿De dónde venía la llamada? ¿Dónde está Reverdi?
Silencio del poli.
—Suéltelo ya: ¿desde dónde lo ha enviado?
—Desde su casa. Desde el estudio.
Un velo de escarcha sobre el rostro. El hombre continuó:
—Ha utilizado la línea telefónica que instaló recientemente. La de su módem. Nuestros especialistas son categóricos. El autor del mensaje ha utilizado su ordenador. Y su propia cuenta de correo. ¿Hace falta una contraseña para utilizarla?
—No.
—¿No estaba en casa a las tres y diez?
Jadiya le dijo que estaba en una sesión de fotos, pero su propia voz le parecía lejana. Notaba cómo su cuerpo se volvía pesado y cómo se le formaba un vacío en el vientre.
—No cabe duda: es Reverdi —prosiguió el policía—. Es su estilo. Pura provocación. Quiere demostrarles que puede entrar en su casa sin problemas. He enviado a unos hombres para que vigilen su casa. Llegarán de un momento a otro. Irán también unos técnicos; hay que instalar escuchas. Enseguida.
A tientas, sin colgar, buscó el interruptor de la lamparilla, junto a la cama. Al encenderla, le sorprendió descubrir el estudio perfectamente en orden. La realidad estaba ahí, sólida, familiar.
—¿Quiere que vaya yo?
El policía había preguntado aquello en un tono a la vez serio y tierno que recordaba su pequeño ramo de flores ajadas. Por pura crueldad, ella le hizo repetir la pregunta:
—¿Cómo?
—¿Quiere que vaya? Quiero decir… en persona.
—No.
Había jurado que no volvería a tener miedo.
Una promesa muy antigua. Génesis personal.
Se levantó, se puso unos vaqueros y abandonó el campamento espartano que le servía de cama: un simple colchón sobre el suelo, junto a la barra de la cocina. Empezó a ir de aquí para allá, a ordenar cosas otra vez. En cuanto paraba, de los rincones surgían montones de ruidos que revestían un significado funesto.
Jacques Reverdi había ido allí.
De pronto, se detuvo: ¿y si todavía estaba? Tuvo la sensación de que el corazón se le desprendía y chocaba contra las costillas. Emprendió un registro en toda regla haciendo el mayor ruido posible, como cuando de pequeña estaba sola en casa y daba portazos, subía el volumen del televisor para ahuyentar las sombras.
Nadie, por supuesto.
El silencio pareció volver a la carga. A crujir. A gemir. A palpitar. Jadiya se quedó parada ante las ventanas, cubiertas con cortinas blancas. ¿Y si estaba en el patio? ¿Y si la observaba por un resquicio de las cortinas?
Cogió las llaves, buscó una linterna en el armario del contador eléctrico y, sin pensar, salió descalza, con vaqueros y camiseta.
El haz de luz de la linterna temblaba ante ella. Los golpes de su corazón sonaban en el fondo del tórax. Pensaba en Marc. Ya no podía dejarlo. Ahora ya no. Había querido abandonarlo a su locura, pero, si Reverdi estaba vivo, Marc ya no estaba loco; simplemente era lúcido.
Avanzó por el patio. En el edificio, frente al estudio, no había ninguna ventana encendida. Enfocó con la linterna hacia la izquierda, hacia la entrada. Nadie. Solo distinguía el murmullo lejano de la circulación, que no cesa nunca en París. Y ese olor de ciudad, ácido, contaminado, pero más suave, más tenue a esas horas…, un aliento de sueño.
Jadiya bajó la linterna. Había vencido el miedo. Todo estaba en su cabeza. Todo… Gritó al oír los pasos.
La linterna se le escapó de las manos y rodó por el suelo en pendiente.
Para detenerse contra los punteras metálicas de unos grandes zapatos.
—¿Señorita Kacem? Nos envía el capitán Michel.
Las cinco de la mañana.
La noche más larga de su vida.
Los técnicos habían terminado de equipar los teléfonos fijos, los móviles, los ordenadores y los módems. Ella les había ofrecido de nuevo café —empezaba a dominar la máquina— y los había invitado a marcharse. Dos policías permanecían ahora delante de su puerta.
Rendida, Jadiya apagó las luces y se metió bajo el edredón. Inmediatamente se quedó dormida.
Otra llamada telefónica la arrancó de la nada. Recuperó la lucidez en un segundo. Cogió el auricular:
—¿Sí?
La ranura que había entre las cortinas era clara. Había amanecido. Mirada al reloj: las nueve y media de la mañana.
—¿Sí? —repitió, con la voz llena de temor.
—
:
¿Señora Kacem? Soy Solin, el teniente Solin. Nos vimos en los locales de la policía judicial, no sé si se acuerda…
—Sus hombres ya han venido.
—Lo sé, lo siento. La llamo… Tengo una noticia… En fin, vale más que se entere cuanto antes: el capitán Michel ha muerto.
—¿Ha… mu… muerto?
No podía hablar. Las grapas sellaban de nuevo sus labios. No podía abrirlos.
—¿Qué… qué ha pa… pasado?
—Tenía que venir a buscarlo a las ocho. Lo he encontrado en su casa. Ha sido… Bueno…, lo han asesinado.
—¿En su casa?
—Sí, la llamo desde allí. Seguramente lo sorprendieron cuando volvía de su casa.
Puntos. Mordeduras. Quemaduras.
Se esforzó en separar los labios.
—¿Lo ha matado Reverdi?
Silencio. Finalmente, el policía dijo:
—Es demasiado pronto para…
—¿Cuál es la dirección?
Él fingió no haberla oído y siguió hablando:
—… pero claro, sí, hay muchos indicios que…
—¿CUÁL ES LA PUTA DIRECCIÓN?
La luminosidad del hombre había estallado.
Se había desintegrado sobre las paredes, la moqueta, el techo.
Fue lo primero que pensó Jadiya al entrar en el apartamento. El capitán Michel vivía en un edificio moderno de la calle Convention. En un piso de tres habitaciones cuadradas, blancas, con pocos muebles.
Pero una de las habitaciones había sido transformada.
El salón había sido pulverizado de oro.
El asesino había apartado los muebles y colocado a su víctima en el centro del espacio, con el torso desnudo, pegado a una silla con el respaldo de mimbre. A su alrededor, pequeños panes de cera natural, cuyo tamaño oscilaba entre los veinte y los sesenta centímetros, sostenían velas, algunas de las cuales todavía estaban encendidas. Cada llama se reflejaba en los lados de los otros panes y dibujaba surcos rojizos.
Jadiya tenía la sensación de entrar en una colmena gigante. Solo faltaba el zumbido de las abejas. El olor dulzón de la cera lo impregnaba todo, a la manera de una resina perfumada. Las propias llamitas parecían miel líquida, ingrávida, elevándose hacia el techo claro.
El policía tenía la cabeza bajada. Sus cabellos lisos enviaban destellos rubios. Su torso cobrizo entraba también en el cuadro. La sangre, que le cubría todo el pecho, adquiría a la luz de las velas una curiosa tonalidad dorada.
—Es alucinante —susurró el teniente Solin mientras unos técnicos científicos, con mono blanco, trabajaban tomando muestras—. El asesino ha practicado una traqueotomía. Según el forense, primero le ha tapado la boca con cinta adhesiva y luego le ha cortado la garganta. Inmediatamente después, ha cerrado la herida. Con una cera especial, parece ser. A continuación, ha fundido la misma cera en el interior de las fosas nasales. Michel no podía respirar. En su desesperación por encontrar aire, ha hinchado los pulmones, la tráquea, y ha abierto su propia herida. Ha sido él mismo, intentando respirar, quien ha expulsado la sangre de la herida. El asesino ha debido de verlo vaciarse.
A su pesar, Jadiya bajó los ojos: el charco de sangre se extendía sobre un radio de un metro alrededor de la silla. Estaba asombrada de su calma. Quizá era la puesta en escena. La irrealidad del conjunto. Flotaba en ese teatro rosa y oro. Sin creérselo. Se resistía a aceptar la nueva situación: estaba sola. Absolutamente sola frente al asesino. El único policía que le inspiraba confianza estaba muerto. Y Marc, ni muerto ni vivo.
—¿Hay alguna inscripción en algún sitio?
—No.
—¿Las rendijas de puertas y ventanas han sido taponadas?
—No. No ha tenido tiempo de preparar la habitación hasta ese extremo. Ya es demencial que haya podido obligar a Michel a sentarse ahí. A pesar de su aspecto angelical, no era fácil doblegarlo. Michel…
El hombre reprimió un sollozo. Tenía una cara, una voz, un aspecto desesperadamente corrientes. En su oficio, seguramente era una ventaja, pero Jadiya jamás habría podido reconocerlo en la calle.
—Lo más demencial —prosiguió, después de haberse sonado— es que los vecinos no han oído nada. Quizá lo drogó. Los análisis nos lo dirán. En cualquier caso, lleva el sello de Reverdi. No cabe duda: el cabrón está vivo.
Jadiya no se movía. Un frío polar le crispaba la punta de los miembros y se extendía hacia el centro de su cuerpo. Se puso a andar para eliminar el entumecimiento. Observaba a los hombres hacer fotos y luego, con precaución, apagar las velas y coger los panes de cera para meterlos en bolsas de plástico.
—Esos pequeños panes son una pista —comentó el policía—. No deben de abundar productos así. Interrogaremos a los apicultores y…
—Solo le pido una cosa —lo interrumpió Jadiya.
—¿Qué?
—Deje que se lo diga yo a Marc Dupeyrat.
—¿Qué haces?
—La bolsa. Me largo.
De pie en la habitación del hospital, Marc recogía sus cosas. Se había despertado de su «coma ligero» dos horas antes.
—Me he enterado.
—¿Cómo?
Señaló la puerta con la cabeza.
—Ahí afuera no hablan de otra cosa.
—Yo…
Marc se acercó a ella y la agarró por los hombros.
—Os había avisado, ¿no? —Bajó un poco el tono de voz—. Os lo había advertido a todos. Dios mío, Reverdi está vivo. No vamos a librarnos ninguno.
—No puedes salir —dijo ella débilmente, desasiéndose.
—Pues voy a hacerlo.
—¿Para ir adónde?
—Me voy al extranjero.
—¿Al extranjero? Pero…, pero los médicos no te lo permitirán.
—Los médicos necesitan la cama, y ya he visto al psiquiatra esta mañana. No hay ningún problema. Según él, soy un enfermo de la realidad. Debo sumergirme en el mundo corriente. Así que, mejor no perder el tiempo.
Jadiya jugó otra carta:
—La policía no te dejará salir de Francia. Eres un testigo capital. Y puedes verte sometido a una investigación.
Él cerró la bolsa y se puso la chaqueta.
—No estás al día, Jadiya. Eso ya ha quedado atrás. Mi abogado me ha puesto a cubierto de todas esas complicaciones. Podría haber sido implicado en Malaisia, pero aquí, en Francia, soy una víctima. ¡Una víctima! En cuanto a mi testimonio, la policía tiene mi declaración. No sé qué más podría añadir, aparte de mi acojone actual.
Hizo ademán de dirigirse hacia la puerta. Ella le cortó el paso.
—¿Adónde vas? ¡Tengo derecho a saberlo!
—A Sicilia. —Sonrió con orgullo—. Conozco un sitio adonde ese cabrón no irá a buscarme.
Las miradas son libros abiertos. La de Marc siempre había estado cerrada, pero Jadiya había aprendido a distinguir indicios en ella. Comprendió cuáles eran sus verdaderas intenciones.
Marc no huía de Reverdi.
Quería, por el contrario, atraerlo a un terreno que él conocía.
Tenderle una trampa.
Estupefacta, Jadiya se oyó decir:
—Voy contigo.
Todos los otoños deberían ser como el otoño siciliano.
Jadiya lo comprendió nada más aterrizar, al día siguiente a las cinco de la tarde.