Se puso de puntillas para ver la barra.
Una copa. Urgentemente.
Jadiya continuaba avanzando con dificultad.
Conocía a mucha gente, al menos de vista. Identificaba a las estrellas, las personalidades de moda, las caras que veía en
Gala
y en
Voici
. Hacía frente a esa cadencia regular de sonrisas, que le llegaban como chispas electrostáticas y que ella devolvía inmediatamente por la misma vía volátil.
Había también personalidades intelectuales. Filósofos, sociólogos, escritores a los que jamás hubiera pensado que podría conocer. Estos le sonreían y alzaban su copa hacia ella. Una lección de la vida: es más fácil acceder a esos hombres brillantes siendo una modelo famosa que una doctora en filosofía. Ese detalle la animaba a mantener su línea de ataque. Debía utilizar su cuerpo como si fuera un arma.
Una sombra gigante le cerró el paso. Un repentino eclipse oscureció su visión.
—¿Dónde estabas? —gritó Vincent—. Llevo diez minutos buscándote.
Llevaba una copa burbujeante en cada mano. Jadiya le gritó al oído:
—Estaba admirando todo esto. Es una maravilla, ¿no?
—Genial. —Le tendió una copa—. ¿Champán?
Ella no bebía nunca. No por el islam, pues no lo practicaba, sino por sus padres, demasiado familiarizados con el alcohol. Dijo que no con la cabeza, pero luego pensó en Marc.
Ante la idea de verlo, cogió la copa y la vació de un trago.
—¿Bailamos?
Tercer whisky.
Con el vaso en la mano y apoyado en una columna, Marc seguía respondiendo a las sonrisas y a las felicitaciones con un ademán de cabeza, pero su entusiasmo se había esfumado. Afortunadamente, la música impedía entablar conversación. Estaba asombrado por la velocidad a la que la angustia se había apoderado de nuevo de él. Una simple alusión a la realidad —el juicio, Reverdi—, y se había echado a temblar como un epiléptico. Esa sensación de seguridad que había experimentado las últimas semanas era una fina capa de barniz. Jacques Reverdi no había desaparecido de su vida, no desaparecería nunca.
Un hombre se inclinó hacia él:
—No me gustan los chivatos.
—¿Qué?
—Decía que hay un ambiente de miedo.
Marc asintió, con la respiración entrecortada. Bebió un trago de whisky. El ritmo de la música se hacía trepidante, lo llenaba, lo invadía a medida que la quemazón del alcohol pasaba a sus venas.
Otro invitado lo agarró de un hombro:
No me gustaría estar en tu lugar.
—¿Eh?
—Me han hablado de un buen montaje.
Marc retrocedió. Veía los semblantes pálidos: carnaval de máscaras crispadas bajo la luz, jirones de piel marchita pegados a los huesos. Los focos estroboscópicos congelaban las expresiones, exageraban los rasgos, troceaban las figuras. Miró su vaso; destellos dorados corrían entre sus dedos. Consideró el objeto como un talismán, fuente de sus alucinaciones; luego bebió otro trago. Ya no oía nada y empezaba a hundirse en el terror puro.
En ese instante la vio.
Su silueta ondeaba a través del soplo de los ventiladores. Su cuerpo se bamboleaba, mientras que sus cabellos morenos y las pulseras en sus muñecas se balanceaban a contratiempo. Ese movimiento parecía aislar, cristalizar la oscilación de sus caderas, lanzando reflejos metálicos. Marc pensó en un tamiz de arena que solo retenía unas pepitas de oro en suspensión.
Se acordó de esos pintores del siglo
xix
que añadían una vértebra a la espalda de sus figuras para afinar su fluidez, su gracia. ¿Cuántas vértebras le habían añadido a Jadiya? Estaba hipnotizado. Seguía mirándola mover las caderas, apoyarse ligeramente en el talón izquierdo y luego en el derecho creando un anillo de Venus alrededor de su cintura, mientras que en el extremo de sus finos brazos los aros de plata iban y venían como los platos de una balanza muy antigua.
Otra imagen surgió ante sus ojos. Jadiya se agitaba ahora en una silla —una picota embadurnada con miel— y se clavaba las ataduras en la carne. Sus heridas suturadas se hinchaban al tensar ella el cuerpo para respirar. De repente, su carne morena se abrió por todas partes, empezó a expulsar tinta negra y a presentar escarificaciones fatales…
Marc bajó los ojos y vio su reflejo deforme en el vaso vacío. Había atizado el deseo de un criminal gracias a la imagen de esa morena enloquecedora. Se la había ofrecido a un asesino loco. Y al mismo tiempo, durante semanas, había sido «ella», había pensado, actuado, escrito como ella.
El vaso se hizo añicos entre sus dedos, demasiado apretados.
Atónito, miró correr la sangre por la palma de su mano.
Había sido «ella».
Y ahora se daba cuenta de que la amaba.
Desde lo alto del estrado, y pese a los focos que la deslumbraban, distinguió al pelirrojo bajito en una esquina. Triste como un chiquillo abandonado.
Bajó al suelo de un salto. Estuvo a punto de caer y tomó conciencia de su embriaguez: tacones de aguja y champán, una ecuación que rozaba el desastre. Sin embargo, antes de atacar a su presa, se abrió camino hasta la barra y le quitó de las manos a un camarero otra copa. Sosteniéndola por encima del gentío, logró volver sobre sus pasos sin derramar ni una gota.
A unos metros de Marc, se puso detrás de una columna y luego surgió del escondrijo a su espalda.
—¡Hola! —dijo, rompiendo a reír.
Marc se dio media vuelta sin decir una palabra. Parecía hostil.
—¡Tan amable como siempre! —Jadiya rió y se apoyó en su hombro para no caerse—. Hace tiempo que quiero decirte una cosa —le gritó al oído—. Eres realmente desagradable.
La joven rió de nuevo y vació la copa de un trago. A través de su conciencia brumosa, todo aquello le parecía condenadamente divertido. Él la miró fuera de sí:
—¿Has bebido o qué?
—En todo caso, lo intento. Solo he conseguido llegar a la barra dos veces en una hora.
Volvió a reír, pero Marc estaba siniestro. Él cogió la botella de whisky que estaba sobre una mesa y llenó la copa de Jadiya con una especie de rabia contenida. La visión de esa bebida densa en su ligera copa le pareció obscena. La joven tuvo un súbito destello de lucidez: todo aquello era lúgubre, mortífero.
Una sensación de deriva se apoderó de ella. Había soñado con otra cosa para su reencuentro. Las lágrimas afloraron a sus ojos mientras el suelo oscilaba bajo sus pies. Tenía la impresión de que el almacén se había separado de la tierra y flotaba sobre el Sena. Bebió un trago caliente y se irguió, buscando la columna a su espalda.
—¿Sabes que Vincent y yo también tenemos una cosa que celebrar?
—¿Qué?
—Otra campaña de Élégie, ahora más amplia.
Marc la agarró de la muñeca con tanta fuerza que casi le clavaba las pulseras en la carne.
—No será en el extranjero…
Jadiya se liberó y bajó los ojos: tenía el brazo manchado de sangre.
—¿Qué es esto?
Marc la agarró de nuevo de la muñeca. Esta vez ella notó el contacto pegajoso de la hemoglobina: estaba herido.
—¿En el extranjero? —repitió Marc.
«Este tipo está loco», pensó ella. En cuestión de un segundo, lo detestó.
—Gran campaña en Asia, guapo —le escupió a la cara—. Japón, China, Tailandia, Malaisia. Para quitar el hipo. Y eso sin hablar de la pasta… —Cambió de tono y dijo con voz llorosa—: ¡Marc! ¡Marc! ¿Adónde vas?
Al primer timbrazo, Marc abrió los ojos: estaba en su cama. Era un milagro. No tenía ni idea de cómo había vuelto a casa. Esbozó un gesto y vio su mano vendada. Segundo milagro. Ni el menor recuerdo de haber ido al hospital, ni siquiera de haber visto a un médico esa noche de pesadilla.
Otro timbrazo.
Intentó moverse y tomó conciencia de su metamorfosis. Su cráneo —no solo la pared ósea, sino también la membrana y el cerebro— se había transformado en piedra. Su cabeza, de una pesadez y una dureza increíbles, estaba aplastada contra la almohada, hundida por su propia masa. Su nuca jamás tendría la fuerza suficiente para levantar semejante peso.
Otro timbrazo.
Cercano, estridente, insoportable. La imagen de Jadiya se formó en su mente. Bailaba en el escenario, su cuerpo ondeaba de una forma misteriosa. A guisa de comentario, oía su voz dirigiéndose a él: «Eres realmente desagradable».
Cuarto timbrazo.
Ahora podía pestañear. Estaba volviendo a la vida. Solo necesitó unos segundos para recordar la catástrofe anunciada por Jadiya. Iban a hacer una campaña de Élégie en Asia. La pesadilla no tenía fin. El rostro de Élisabeth iba a llegar hasta la celda de Jacques Reverdi. Imposible que no lo viera.
Podía sentir por anticipado toda su cólera. La veía elevarse, igual que se presiente en el desierto la llegada del harmatán. Una humareda lenta, oscura, envenenada, a ras del horizonte. Una rabia que muy pronto se abatiría sobre él y lo aplastaría como si fuese un insecto.
Marc consiguió moverse imperceptiblemente. Al cabo de un rato —interminable—, dejó caer el peso del cuerpo hacia un lado y se dobló en dos, como un soldado herido en el vientre. Le pareció que ese movimiento trasegaba un charco de whisky en el fondo de sus tripas. No solo tenía resaca, sino además el hígado hecho polvo.
Los timbrazos no paraban.
Se apoyó en un codo y alargó el otro brazo. El sol llenaba de rayos oblicuos el estudio. ¿Qué hora era? Descolgó el teléfono.
—¿Sí?
—Verghens.
La voz atravesó varias capas de bruma antes de llegar a la zona apropiada del cerebro. Marc recordó que el periodista estaba en la fiesta.
—¿Qué pasa? —dijo.
—Espero no haberte despertado. —El tono estaba cargado de ironía—. Encantadora, tu fiestecita. Pero vas a tener que espabilar. Tengo trabajo para ti.
Marc recobró una pizca de lucidez.
—Ya no escribo artículos —dijo con voz de papel de lija.
—Ya sé que eres un intelectual, colega, pero se trata de un caso de fuerza mayor. Una necro.
—¿Quién?
Verghens suspiró y dejó pasar unos segundos. Era lo que hacía siempre en las reuniones de redacción: retener la información, crear suspense.
—Reverdi murió ayer —soltó por fin—. A las cuatro de la tarde, hora malaya. La noticia llegó anoche.
Marc se deslizó hasta el suelo y notó la superficie dura del parquet. Reverdi no podía haber sido ejecutado; ni siquiera lo habían juzgado.
—¿Cómo?
—Un accidente de tráfico. El coche que lo llevaba al sur para la reconstrucción se salió de la carretera en un puente. Rompió la barandilla y cayó al río.
Una cortina de hielo cayó sobre su conciencia. Ahora estaba absolutamente lúcido. La presencia del agua solo significaba una cosa: Jacques Reverdi estaba vivo.
—¿Han encontrado el cuerpo? —preguntó.
—Todavía no. Solo los de los guardias. Están dragando el río. Pero parece ser que hay una corriente muy fuerte y… ¿Qué pasa? ¿No estás bien?
Marc tardó en darse cuenta de que estaba riendo. Su risa se elevaba, se amplificaba, explotaba en su garganta. Todo aquello le parecía tan cómico… Su historia, su impostura, sus mentiras…, y ahora su éxito, ahí, inminente, que iba a serle arrebatado por la maldición que pesaba sobre él.
Porque ya no le cabía la menor duda.
Jacques Reverdi, con la complicidad del río, se había escapado.
Y se dirigía hacia él.
Su primera reacción instintiva fue encerrarse en su estudio.
Para esperar al asesino.
Se pasó la jornada del 15 de octubre consultando los artículos del
New Straits Times
y del
Star
, así como los comunicados de las diferentes agencias de prensa. Reuters. Associated Press. France Press.
Esto fue lo que reconstruyó: el 14 por la mañana, Jacques Reverdi debía ser trasladado de Kanara a Johore Bahru para efectuar al día siguiente una reconstrucción en Papan, en el litoral del mar de China.
El furgón había partido a las seis de la mañana y había tomado la North South Expressway en dirección sur. Tras haber recorrido doscientos kilómetros, a las nueve, en los alrededores de Tangkak, el vehículo había dado un brutal bandazo, todavía inexplicable, en el gran puente que cruza el río de Muar. El coche había atravesado la barandilla y caído veinte metros más abajo.
Sin duda alguna, el choque había matado al conductor y al otro pasajero de delante. Según los primeros testimonios, el furgón había tardado apenas unos segundos en hundirse mientras la corriente se lo llevaba lejos del lugar del impacto. Uno de los dos guardias que viajaban detrás, y que iba esposado a Reverdi, había sido encontrado a las dos de la tarde más de cinco kilómetros río abajo, ahogado. ¿Dónde estaba el francés? ¿Por qué no estaba en el otro extremo de la cadena? Nadie hablaba todavía de evasión. Continuaban las labores de rescate para recuperar su cadáver y el del segundo guardia. Según los expertos, había pocas esperanzas de localizarlos: la corriente era allí muy fuerte y numerosos meandros comunicaban con el manglar, infestado de cocodrilos.
Esa era la versión oficial. Pero Marc imaginaba lo que había sucedido realmente. De uno u otro modo, Reverdi había provocado el accidente en el puente. En cuanto el coche había caído en el río, la relación de fuerzas se había invertido. El prisionero esposado se había convertido en el amo. El uniforme, las armas y las cadenas habían sido un estorbo para los guardias, que habían cedido al pánico. Habían empezado a agitarse al entrar el agua en el vehículo y en cuestión de minutos se habían ahogado.
El apneísta, por el contrario, había conservado la calma. Había contenido la respiración; su ritmo cardíaco había disminuido y él se había dejado sumergir por las aguas. Después había registrado los bolsillos de los cadáveres que lo rodeaban y se había liberado de las esposas. Había abierto la puerta del vehículo, o roto una ventanilla, y nadado hasta la orilla. Tal vez hasta había llegado sin sacar la cabeza del agua. ¿Cuánto tiempo había durado esa evasión submarina? ¿Tres minutos? ¿Cuatro? En cualquier caso, un tiempo razonable para un apneísta de su calibre.
A Marc no le cabía ninguna duda: Jacques Reverdi estaba vivo.
Y él era hombre muerto.
Ya no cogía el teléfono. Ni el móvil ni el fijo. A primera hora de la tarde contestó a una llamada: la de Vincent. Había sido él quien, junto con Jadiya, lo había rescatado en la escalera de Les Remises y lo había llevado al servicio de urgencias de Cochin. Después lo había dejado en su casa, inconsciente, y arropado como a un bebé.