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Authors: Matthew Reilly

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Policíaco

La lista de los doce (13 page)

BOOK: La lista de los doce
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Esos nuevos soldados iban equipados con fusiles de asalto Metal Storm M-100. Los Metal Storm, un tipo de arma eléctrica, no emplean las piezas móviles habituales para disparar sus balas sino veloces secuencias de descargas eléctricas y, por ello, pueden disparar la friolera de diez mil balas por minuto. Una tormenta de metal literal, de ahí su nombre.

Además, los fusiles de aquellos hombres iban equipados con miras láser de un espectral color verde (así que, hasta que averiguara su nombre real, Gant se referiría mentalmente a ellos como la «fuerza verdinegra»).

Pero había algo muy extraño. La fuerza verdinegra no parecía prestarle atención a ella. Estaban persiguiendo a los terroristas a la fuga.

En medio de toda aquella confusión, Gant se arrastró por el polvoriento suelo bajo el conducto de ventilación izquierdo y comenzó a montar un lanzador de morteros vertical.

Una vez el lanzador estuvo listo, gritó: «¡A cubierto!» y apretó el gatillo. Un mortero salió disparado por el conducto de ventilación y desapareció por él a frenética velocidad cuando…

¡Bum!

A seiscientos metros por encima de ellos, el mortero impactó en la cubierta que tapaba el conducto de ventilación, volándola en pedazos. Los restos cayeron por el conducto hasta el suelo, al mismo tiempo que una franja de luz gris natural bañaba la caverna desde arriba.

Cuando la lluvia de escombros y restos hubo cesado, Gant se acercó de nuevo y, rodeada por su equipo, montó un nuevo dispositivo, esta vez más pequeño: un diodo compacto emisor de rayos láser.

Pulsó un interruptor.

Inmediatamente después, el diodo emitió un brillante láser rojo que desapareció por la chimenea y salió disparado al cielo cual bala.

—A todas las unidades, aquí Zorro —dijo Gant por su micro de garganta—. Si siguen con vida, presten atención. El láser ha sido colocado. Repito, el láser ha sido colocado. De acuerdo con los parámetros de la misión, ¡los bombarderos llegarán en diez minutos! Me da igual qué más esté pasando aquí, ¡salgamos de esta mina!

En el campamento marine en el exterior de la mina, un oficial de comunicaciones se levantó de repente de su consola.

—¡Coronel! ¡Acabamos de captar un láser de localización proveniente del interior de la mina! Es el haz de Gant. ¡Lo han logrado!

El coronel Walker corrió junto a él.

—Contacte con los C-130 y dígales que tienen el láser. Y lleve al personal de evacuación a la entrada de la mina para recoger a nuestra gente conforme vaya saliendo. En diez minutos esa mina va a ser historia y no podemos esperar a los rezagados.

Gant y Madre y los dos marines que iban con ellas se volvieron a la vez.

Seguían detrás de la barricada de Al Qaeda y ahora tenían que regresar a la barricada aliada y a continuación subir por el túnel de acceso. Pero no llegaron más allá de unos metros.

Tan pronto como comenzaron a moverse, se toparon con un callejón sin salida justo delante de la barricada de los terroristas, prácticamente en tierra de nadie.

Cuatro terroristas de Al Qaeda estaban rodeados por un grupo de seis hombres de la fuerza verdinegra. Los estaban apuntado con los haces de sus fusiles Metal Storm.

Gant los observó desde detrás de la barricada.

El líder del pelotón de la fuerza verdinegra dio un paso adelante y se quitó el pasamontañas. Tenía bellas y angulosas facciones de modelo y los ojos azules. Se dirigió a los terroristas.

—¿Quién es Zawahiri? Hassan Zawahiri…

Uno de los hombres de Al Qaeda irguió la cabeza desafiante.

—Yo soy Zawahiri —dijo—, y no pueden matarme.

—¿Por qué no? —dijo el líder del pelotón verdinegro.

—Porque Alá me protege —dijo Zawahiri sin alterar la voz—. ¿No lo sabían? Soy su Elegido. Su soldado. —El terrorista comenzó a subir la voz—. Pregúntenles a los rusos. De todos los muyahidines capturados, solo yo sobreviví a los experimentos soviéticos en los calabozos de su gulag de Tayikistán. ¡Pregúntenles a los estadounidenses! ¡Yo fui el único superviviente de sus ataques de misiles crucero tras el atentado en la embajada africana! —El volumen de su voz continuaba en aumento—. ¡Pregúntenle al Mossad! ¡Ellos lo saben! ¡He sobrevivido a más de una docena de intentos de asesinato! ¡Ningún hombre puede matarme! Soy el elegido. Soy el mensajero de Dios. ¡Soy invencible!

—Está equivocado —dijo el líder del pelotón.

Apuntó al pecho de Zawahiri y le disparó sin piedad. El terrorista cayó hacia atrás por el impacto y su torso se tornó en una masa sanguinolenta, separando prácticamente su cuerpo en dos.

A continuación, el apuesto soldado dio un paso al frente e hizo la cosa más extraña y horripilante de todas.

Se cernió sobre el cadáver de Zawahiri, sacó un machete de detrás de su espalda y, con un tajo limpio, le separó la cabeza de los hombros.

Gant abrió los ojos de par en par.

A Madre casi se le desencaja la mandíbula.

Las dos observaron horrorizadas al soldado, que cogía la cabeza de Zawahiri y la metía como si nada en una caja de transporte de órganos.

Madre susurró:

—Pero ¿qué cojones está pasando aquí?

—No lo sé —dijo Gant—. Pero ahora no vamos a averiguarlo. Tenemos que salir de aquí.

Se volvieron en el mismo instante en que una muchedumbre de unos treinta terroristas de Al Qaeda corría en estampida hacia ellas, hacia la cinta transportadora, gritando, sin munición, perseguidos por los soldados verdinegros.

Gant abrió fuego y se cargó a cuatro terroristas.

Madre hizo lo mismo y abatió a cuatro más.

Los otros dos marines del equipo de Gant se vieron arrastrados por la estampida.

—¡Son demasiados! —le gritó Gant a Madre. Se tiró a la izquierda para apartarse de la muchedumbre.

Por su parte, Madre retrocedió a las cajas desde las que se accedía a la cinta transportadora, disparando sin cesar, antes de verse sobrepasada por el número de terroristas y caer hacia atrás sobre la cinta transportadora en marcha.

A los hombres de verde y negro que habían matado a Zawahiri parecía divertirles la imagen de los terroristas de Al Qaeda corriendo desesperados a la cinta transportadora.

Uno de ellos se acercó a la consola de control de la cinta transportadora y pulsó un enorme botón amarillo.

Un rugido mecánico llenó la caverna y, desde su posición en el polvoriento suelo, Gant se volvió para ver de dónde provenía.

Tras la barricada aliada, en el extremo más alejado de la cinta transportadora, una trituradora gigantesca de piedra había sido activada. Se componía de dos enormes ruedas cubiertas de «dientes» trituradores en forma cónica.

Gant soltó un grito ahogado cuando vio a los terroristas de Al Qaeda saltar de la cinta transportadora en marcha para salvar la vida. Esperó a que Madre lo hiciera, pero no ocurrió.

Gant no vio a nadie que se pareciera a Madre saltar.

Mierda.

Madre seguía sobre la cinta transportadora, aproximándose peligrosamente a la trituradora.

Madre seguía en la cinta, que proseguía su avance hacia las fauces giratorias de la trituradora de piedra, en esos momentos a cincuenta y cinco metros de distancia.

El problema era que estaba luchando contra dos terroristas de Al Qaeda.

Mientras que los demás soldados de Al Qaeda habían decidido saltar de la cinta transportadora, esos dos habían preferido morir en la trituradora de piedra… e iban a llevarse a Madre con ellos.

La cinta transportadora siguió recorriendo el largo de la caverna, acercándose a la trituradora a una velocidad de treinta kilómetros por hora; ocho metros por segundo.

Madre había perdido el arma al caer sobre la cinta y en esos momentos estaba forcejeando con los dos terroristas.

—¡Cabrones suicidas! —gritó mientras forcejeaba. Con su más de metro noventa de altura, Madre era fuerte como un roble, lo suficientemente fuerte como para hacer frente a sus dos atacantes, pero no para vencerlos—. ¡Os creéis que vais a acabar conmigo, ja! —les gritó en la cara—. ¡Ni de puta coña!

Le dio una patada en la entrepierna a uno de ellos, que no pudo evitar gritar de dolor. Lo volteó y lo lanzó hacia la trituradora de piedra, a dieciocho metros en esos momentos, que continuaba acercándose con rapidez.

Solo le quedaban dos segundos y medio.

Pero el segundo tipo seguía ahí, agarrando con fuerza a Madre. Era un luchador empecinado y no iba a soltarla. Yacía bocabajo sobre la cinta, con los pies por delante. Madre estaba en idéntica posición, pero con la cabeza primero.

—Suél… ta… me —gritó.

El primero de los hombres de Al Qaeda cayó a la trituradora.

Un alarido de dolor. Un estallido de sangre, sangre que salpicó todo el rostro de Madre.

Y entonces, en un momento de claridad, Madre lo supo. No iba a conseguirlo. Era demasiado tarde. Estaba muerta.

El tiempo se ralentizó.

Los pies del terrorista que la agarraba de los brazos se precipitaron a las fauces de la aterradora máquina, que lo engulló de inmediato. Madre lo vio todo desde muy cerca: un hombre de metro ochenta devorado en un segundo. Otro estallido de sangre le salpicó a bocajarro el rostro.

Entonces notó la trituradora a escasos centímetros de su rostro, cada diente de las ruedas, descubrió sangre en ellas y que sus manos desaparecían en…

Y de repente se elevó por encima de las fauces de la trituradora. Pero no mucho.

Solo unos centímetros, lo suficiente para apartarse de la cinta transportadora en funcionamiento, lo suficiente para evitar precipitarse hacia una muerte inevitable.

Madre frunció el ceño y miró hacia arriba.

Y allí, sobre ella, colgado de una mano de una viga de acero y con la otra agarrando el cuello del equipo de protección corporal de Madre, se encontraba Shane Schofield.

2.7

Cinco segundos después, Madre estaba de nuevo en tierra firme, junto a Schofield y Libro II y sus nuevos fichajes, Retaco y Freddy. El vehículo ligero de asalto estaba estacionado cerca de ellos, tras la barricada aliada.

—¿Dónde está Gant? —gritó Schofield por encima de aquel caos.

—¡Nos separamos en la otra barricada! —le respondió a gritos Madre.

Schofield miró en esa dirección.

—¡Espantapájaros! ¿Qué coño está pasando? ¿Quiénes son?

—¡Todavía no puedo explicártelo! Todo lo que sé es que son cazarrecompensas. ¡Y al menos uno de ellos va tras Gant!

Madre lo agarró del brazo.

—¡Espera, tengo malas noticias! ¡Ya hemos colocado el láser de localización para los bombarderos! Tenemos exactamente… —Miró su reloj—. ¡Ocho minutos antes de que la mina sea alcanzada por una bomba de ocho toneladas guiada por láser!

—Entonces será mejor que encontremos rápido a Gant —dijo Schofield.

Después de que la estampida de Al Qaeda pasara de largo, Gant se puso de pie y se topó con varios haces de láser verde apuntándole al pecho.

Alzó la vista.

Estaba rodeada por otro subgrupo de la fuerza verdinegra: seis hombres, con sus fusiles Metal Storm en ristre, apuntándola.

Uno de los soldados de negro alzó la mano y dio un paso adelante.

El hombre se quitó el casco y sus gafas protectoras Oakley al mismo tiempo, mostrándole su rostro, que Gant jamás olvidaría. Que jamás podría olvidar. Parecía sacado de una película de terror.

En algún momento de su vida, la cabeza de ese hombre debía de haberse visto atrapada en medio de un fuego cruzado, pues todo su cráneo carecía de pelo y estaba horriblemente deformado, con la piel abrasada, retorcida, en carne viva. Los lóbulos de las orejas se le habían fundido con los laterales de su cabeza.

Tras todas aquellas cicatrices, sin embargo, los ojos del hombre brillaban llenos de regocijo.

—¿Es usted Elizabeth Gant? —preguntó amigablemente mientras le quitaba las armas.

—Sí… sí —dijo Gant, sorprendida.

Al igual que el otro líder del pelotón verdinegro, aquel hombre tenía acento británico. Parecía tener unos cuarenta años. Experimentado. Astuto.

Sacó el Maghook de Gant de la funda de su espalda y lo tiró al suelo lejos de ella.

—Lo siento, tampoco puede quedarse con esto —dijo—. Elizabeth Louise Gant, alias Zorro. Veintinueve años. Recién graduada en la escuela de Aspirantes a Oficial. La segunda de su promoción, si no me equivoco. Otrora miembro de la decimosexta unidad de reconocimiento de la fuerza marine bajo el mando del entonces teniente Shane M. Schofield. Exmiembro del HMX-1, el destacamento del helicóptero presidencial, también bajo el mando del capitán Shane M. Schofield.

»Y ahora… ahora ya no está bajo el mando del capitán Schofield debido a la normativa de los marines respecto a la fraternización entre soldados. Teniente Gant, soy el coronel Damon Larkham, alias Demonio. Estos son mis hombres, la Guardia intercontinental, Unidad 88. Espero que no le importe, pero necesitamos tomarla prestada un tiempo.

Y, tras decir eso, uno de los hombres de Larkham agarró a Gant por detrás y le cubrió la boca y la nariz con un pañuelo empapado en cloroformo y en cuestión de segundos Gant se sumió en una profunda oscuridad.

Un instante después, el apuesto líder del pelotón al que Gant había visto cortarle la cabeza a Zawahiri se colocó junto a Damon Larkham. Llevaba tres contenedores médicos del tamaño de una cabeza.

—Señor —dijo el líder del pelotón—, tenemos las cabezas de Zawahiri, Khalif y Kingsgate. Hemos encontrado el cuerpo de Ashcroft, pero su cabeza no está. Creo que los Skorpion están aquí y que se nos han adelantado.

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