Ancha, achaparrada y sólida como pocas, gracias a la combinación de su singular enclave y las audacias de la ingeniería de la época, la fortaleza de Valois había sido casi inexpugnable en su tiempo.
El motivo: se alzaba sobre una enorme formación rocosa que sobresalía del mismo océano, a más de cincuenta metros de los elevados acantilados costeros.
Las pétreas y colosales paredes de la fortaleza se fundían en su descenso con las paredes verticales de la formación rocosa de manera tal que toda la estructura se alzaba unos ciento veinte metros por encima de las batientes olas del Atlántico.
La única conexión del castillo con tierra firme era el puente de piedra de dieciocho metros, cuyos últimos seis conformaban el puente levadizo.
Los dos cazarrecompensas cruzaron el puente, empequeñecidos por el oscuro castillo que se cernía amenazante sobre ellos, mientras el viento incesante del Atlántico azotaba sus cuerpos.
Entre los dos llevaban una caja blanca con una cruz roja y las palabras: «Órganos humanos: no abrir. Entrega urgente».
Una vez hubieron atravesado el puente, los dos hombres se dirigieron al rastrillo de setecientos años de antigüedad de la fortaleza y accedieron al castillo.
En el patio fueron recibidos por un caballero atildado que llevaba un frac impoluto y un par de quevedos con montura de alambre.
—
Bonjour, messieurs
—dijo el hombre—. Soy
monsieur
Delacroix. ¿En qué puedo ayudarles?
Los dos cazarrecompensas (estadounidenses, con chaquetas de ante, tejanos y botas de vaquero) se miraron entre sí.
El más alto gruñó:
—Estamos aquí para recoger la recompensa de un par de cabezas.
El atildado caballero les sonrió con cortesía.
—Por supuesto. ¿Y sus nombres son?
El más grande dijo:
—Drabyak, Joe Drabyak. Ranger de Texas. Este es mi socio, mi hermano, Jimbo.
Monsieur
Delacroix les hizo una reverencia.
—Ah,
oui
, los famosos hermanos Drabyak. Pasen, por favor.
Monsieur
Delacroix los condujo al interior de un garaje que tenía una colección de coches caros y exclusivos: un Ferrari Modena rojo; un Porsche GT2 plateado; un Aston Martin Vanquish; algunos coches de rali listos para la competición, y, ocupando un lugar privilegiado en el centro de la exposición, un Lamborghini Diablo de un reluciente negro.
Los dos cazarrecompensas estadounidenses observaron la colección de coches con regocijo. Si su misión salía de acuerdo con el plan, muy pronto estarían comprándose uno de esos potentes coches.
—¿Son suyos? —gruñó a modo de pregunta el mayor de los Drabyak mientras caminaba tras
monsieur
Delacroix.
El pulcro caballero contuvo la risa.
—Oh, no. No soy más que un humilde banquero de Suiza que supervisa la distribución de fondos de mi cliente. Los coches pertenecen al propietario del castillo, no a mí.
Monsieur
Delacroix los guió hasta unas escaleras de piedra situadas en el extremo del garaje que conducían a una planta inferior… Y de repente entraron en la Edad Media.
Llegaron a una antesala redonda de paredes de piedra. Un largo y estrecho túnel salía a la izquierda y desaparecía con la tenue luz subterránea de las antorchas.
Monsieur
Delacroix se detuvo y se volvió hacia el más menudo de los dos texanos.
—Joven
monsieur
James. Usted permanecerá aquí mientras su hermano y yo verificamos las cabezas.
El mayor de los Drabyak asintió a su hermano menor de modo tranquilizador.
A continuación,
monsieur
Delacroix condujo al mayor de los Drabyak a través del túnel iluminado por antorchas.
El túnel desembocaba en un espléndido despacho. Una de las paredes estaba enteramente ocupada por una gran ventana que regalaba unas increíbles vistas panorámicas del océano Atlántico extendiéndose hacia el horizonte.
Cuando llegaron al extremo del túnel,
monsieur
Delacroix se detuvo de nuevo.
—Si es tan amable de entregarme el maletín, por favor…
El cazarrecompensas le dio la caja de transporte de órganos blanca.
Monsieur
Delacroix dijo:
—Y ahora, si es tan amable de esperar aquí…
Delacroix entró en el despacho, dejando al texano justo tras la entrada, todavía dentro del túnel de piedra.
Delacroix se dirigió a su escritorio y sacó un mando a distancia de su chaqueta. Apretó un botón…
¡Bang! ¡Bang! ¡Bang!
Y tres puertas de acero descendieron de unas hendiduras ocultas en el techo del pasillo.
Las dos primeras puertas sellaron la antesala, encerrando al menor de los Drabyak en la sala de piedra circular, cortándole la salida tanto por las escaleras que subían al garaje como por el estrecho túnel en el que se hallaba su hermano mayor.
La tercera puerta de acero aisló el despacho del pasillo, separando a
monsieur
Delacroix del mayor de los Drabyak.
Unas pequeñas ventanas de plexiglás, dispuestas en cada una de las puertas de acero, permitían a los cazarrecompensas contemplar el exterior desde su nueva prisión.
La voz de
monsieur
Delacroix se oyó a través de unos altavoces dispuestos en el techo.
—Caballeros. Como sin duda ustedes dos sabrán, una recompensa de este valor atrae a, cómo decirlo, individuos más bien carentes de escrúpulos. Permanecerán donde están mientras verifico la identidad de las cabezas que me han traído.
Monsieur
Delacroix colocó la caja médica en su escritorio y la abrió con manos expertas.
En su interior había dos cabezas en muy mal estado.
Una de ellas estaba cubierta de sangre y sus ojos estaban abiertos de par en par en una expresión de horror absoluto.
La otra estaba en peor estado. Quemada.
Monsieur
Delacroix no mudó el gesto.
Se puso unos guantes de cirujano y con total tranquilidad sacó la cabeza salpicada de sangre de la caja y la colocó sobre el dispositivo de escaneo que tenía junto al ordenador.
—¿Y quién afirman ustedes que es? —preguntó
monsieur
Delacroix al mayor de los Drabyak por el interfono.
—El israelí, Rosenthal —dijo Drabyak.
—Rosenthal. —Delacroix introdujo el nombre en el ordenador—. Mmm… agente del Mossad… Identificación por ADN no disponible. Típico de los israelíes. No importa. Tengo instrucciones al respecto. Tendremos que utilizar otros medios.
Delacroix inició el dispositivo de escaneo sobre el que se encontraba la maltrecha cabeza.
Al igual que un TAC, el dispositivo emitió una serie de haces muy finos de láser sobre el exterior de la cabeza.
Una vez terminado el escáner, Delacroix abrió la boca de la cara ensangrentada y se dispuso a escanear la dentadura.
A continuación, Delacroix pulsó otro botón del teclado y comparó la cabeza analizada con la base de datos que aparecía en la pantalla de su ordenador.
El ordenador emitió un bip y
monsieur
Delacroix sonrió.
—El porcentaje de la referencia cruzada es del 89,337%. Según las instrucciones que me han sido proporcionadas, una verificación del 75% o superior es suficiente para garantizar el pago de la recompensa. Caballeros, su primera cabeza ha sido identificada por su tamaño craneal y por la historia clínica dental como la del comandante Benjamin Y. Rosenthal, del Mossad israelí. En estos momentos son 18,6 millones de dólares más ricos.
Los dos cazarrecompensas sonrieron en sus respectivas celdas de piedra.
Delacroix sacó la segunda cabeza.
—¿Y este? —preguntó.
El mayor de los Drabyak dijo:
—Es Nazzar, el tipo de Hamás. Lo encontramos en México. Estaba comprando unos M-16 a un capo de la droga.
—Fascinante —exclamó Delacroix.
La segunda cabeza estaba ennegrecida por las quemaduras y le faltaba la mitad de la dentadura, aparentemente a causa de un disparo de bala… o de un martillazo.
Monsieur
Delacroix procedió a las identificaciones craneales y dentales por láser.
Los dos cazarrecompensas contuvieron la respiración. El proceso de comprobación de identidad parecía angustiarles cada vez más.
El cráneo y la dentadura de la segunda cabeza obtuvieron una coincidencia del 77,326%.
Monsieur
Delacroix dijo:
—El porcentaje es del 77%, sin duda debido a los daños infligidos a la cabeza. Como bien saben, de acuerdo con las instrucciones que me han sido dadas, un porcentaje de verificación del 75% o superior es suficiente para garantizar el pago de la recompensa…
Los cazarrecompensas sonrieron.
—A menos que se disponga de muestras de ADN del individuo en cuestión, en cuyo caso debo cotejarlas —añadió Delacroix—. Y, según los dosieres, existe una muestra de ADN de este individuo.
Los dos cazarrecompensas se volvieron para mirarse, horrorizados.
El mayor de los Drabyak dijo:
—Pero no puede ser…
—Oh, sí —dijo Delacroix—. De acuerdo con los datos que me han sido facilitados, el señor Yousef Nazzar fue encarcelado en el Reino Unido en 1999 acusado de importación de armas. En virtud de la política de detención de presos británica, le fue extraída una muestra de sangre.
Mientras el mayor de los Drabyak le gritaba que se detuviera,
monsieur
Delacroix inyectó una aguja hipodérmica en la mejilla izquierda de la cabeza ennegrecida que tenía ante sí y le extrajo una muestra de sangre.
La sangre fue a continuación depositada en un analizador del ordenador de Delacroix.
Otro bip.
Malo, esta vez.
Delacroix frunció el ceño y, de repente, su rostro adoptó un gesto mucho más peligroso.
—Caballeros… —dijo lentamente.
Los cazarrecompensas se quedaron petrificados.
El banquero suizo paró de hablar, como si estuviera ofendido.
—Caballeros, esta cabeza es una falsificación. Esta no es la cabeza de Yousef Nazzar.
—No, espere un segundo… —comenzó el mayor de los Drabyak.
—Silencio, señor Drabyak —ordenó Delacroix—. La cirugía estética está bastante lograda; han contratado los servicios de un buen cirujano plástico, eso es cierto. Quemar la cabeza para evitar cualquier posible identificación visual… bueno, es un truco inteligente pero viejo. Y la dentadura reestructurada estaba muy bien falsificada. Pero no sabían que existían muestras de ADN, ¿verdad?
—No —gimió el mayor de los Drabyak.
—¿La cabeza de Rosenthal también era falsa, entonces?
—La obtuvo un socio —mintió el mayor de los Drabyak—, y nos aseguró que era…
—Pero usted la ha presentado ante mí,
monsieur
Drabyak, y por tanto es responsabilidad suya. Permítame que le hable de manera clara. La honestidad podría serle de ayuda en este momento. ¿Es la cabeza de Rosenthal también falsa?
—Sí —dijo Drabyak con una mueca harto significativa.
—Se trata de una grave infracción de las normas, señor Drabyak. Mis clientes no tolerarán intento alguno de engaño, ¿lo comprende?
El mayor de los Drabyak no dijo nada.
—Por suerte, también he recibido instrucciones al respecto —dijo Delacroix—. Señor Drabyak, el hermano mayor. El pasadizo en el que se encuentra, ¿sabe lo que es?
—No.
—Oh, claro. Qué estúpido por mi parte, si usted es estadounidense. No saben nada de historia mundial salvo el nombre de todos sus presidentes y la capital de todos los estados de su país. Conocer las guerras medievales europeas sería pedir demasiado, ¿no?
El rostro del mayor de los Drabyak palideció.
Delacroix suspiró.
—
Monsieur
Drabyak, el túnel en el que usted se encuentra fue utilizado en otros tiempos como trampa para atrapar a aquellos que querían atacar este castillo. Cuando los soldados enemigos atravesaban este pasadizo, se les lanzaba aceite hirviendo por las canaletas de las paredes, acabando con los intrusos de una manera harto dolorosa.
El mayor de los Drabyak se volvió para mirar las paredes del túnel de piedra. Era cierto, había una serie de hendiduras del tamaño de una pelota de baloncesto cerca del techo.
—Este castillo, sin embargo, ha sufrido algunas modificaciones —continuó explicando Delacroix— para adecuarse a la tecnología de nuestra era. Si es tan amable de mirar a su hermano.
El mayor de los Drabyak se volvió y miró con los ojos como platos a través de la ventana de plexiglás de la puerta de acero que lo separaba de su hermano menor.
—Despídase de su hermano —dijo la voz de
monsieur
Delacroix por los altavoces.
En el despacho, Delacroix levantó de nuevo su mando a distancia y apretó otro botón.
En el acto, un terrible zumbido mecánico surgió de las paredes de piedra de la antesala circular del menor de los Drabyak.
El zumbido se intensificó, acelerándose por momentos.
Al principio el menor de los Drabyak permaneció impertérrito.
Entonces, con terrorífica inmediatez, se convulsionó violentamente, llevándose la mano al pecho, al corazón. A continuación se llevó las manos a las orejas… y un segundo después, comenzaron a sangrarle copiosamente.
Gritó.
Y, mientras su hermano mayor lo observaba, ocurrió lo más horrible de todo.
Cuando el zumbido alcanzó su cénit, el pecho de su hermano menor estalló y la caja torácica reventó hacia afuera en una repugnante mezcla de sangre y casquería.
El menor de los Drabyak cayó al suelo de la antesala con la mirada perdida y la caja torácica reducida a ensangrentados despojos. Muerto.
La voz de Delacroix dijo:
—Un sistema de defensa por microondas,
monsieur
Drabyak.
Très
efectivo, ¿no le parece?
El mayor de los Drabyak estaba estupefacto.
Giró sobre sí mismo, pero no tenía escapatoria.
—¡Hijo de puta! Dijo que la honestidad nos sería de ayuda —gritó.
Delacroix rompió a reír.
—Estadounidenses. Creen que pueden librarse de todo implorando piedad. Dije que podría ser de ayuda. Pero, en esta ocasión, he decidido que no será así.
Drabyak contempló lo que quedaba de su hermano.
—¿Es eso lo que va a hacer conmigo?
Monsieur
Delacroix sonrió.
—Oh, no. A diferencia de usted, yo soy un gran admirador de la historia. En ocasiones, los métodos antiguos son mucho más satisfactorios.