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Authors: Kristin Harmel

Tags: #Romántico

La lista de los nombres olvidados (20 page)

BOOK: La lista de los nombres olvidados
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Alain se me queda mirando un buen rato y después suspira.

—Es probable que huyera con la identidad de Rose Durand. Para salir de Francia en aquella época, habrá tenido que conseguir documentos de identidad nuevos, probablemente en la Francia no ocupada, y, para obtener los nuevos papeles, habrá tenido que hacerse pasar por otra persona. Debió de contar con ayuda de la
résistance
y supongo que le dieron documentación falsa.

—¿Papeles falsos en los que figuraba como cristiana? ¿Que dijeran que se llamaba Rose Durand, en lugar de Rose Picard?

—Desde luego, durante la guerra era mucho más fácil huir como católica que como judía. —Alain asiente con la cabeza lentamente—. Si creyó que todos habíamos desaparecido, tal vez quiso olvidar. Tal vez se perdió a sí misma en su nueva identidad, porque era la única manera de mantener su
santé d’esprit
. La cordura.

—Pero ¿por qué habrá pensado que ustedes habían muerto?

—Después de la liberación, todo era muy confuso —dice Alain—. Los que quedamos acudimos al Hôtel Lutetia, en el Boulevard Raspail. Allí íbamos todos los supervivientes. Algunos para curarse, para recibir asistencia médica. Para los demás, era el lugar donde encontrarnos los unos a los otros, donde buscar a los familiares que habíamos perdido.

—¿Fue usted allí? —le pregunto.

Asiente con la cabeza.

—A mí nunca me deportaron —dice en voz baja—. Después de la guerra, fui al Hôtel Lutetia a buscar a mi familia. Me moría por creer que habían sobrevivido. Llegábamos y escribíamos los nombres de los miembros de la familia en un tablero. «Busco a Cecile Picard, mi madre. 44 años. Fue arrestada el 16 de julio de 1942. La llevaron al Vel’ d’Hiv». La gente se acercaba a uno y le decía: «Conocí a tu madre en Auschwitz. Murió al tercer mes, de neumonía» o «Trabajé con tu padre en el crematorio de Auschwitz. Enfermó y lo enviaron a la cámara de gas poco antes de la liberación del campo».

Lo miro fijamente.

—Averiguó que todos habían muerto.

—Todos —susurra Alain—. Abuelos, primos, tíos y tías. Rose también figuraba como muerta. Dos personas me juraron que habían visto que le disparaban en la calle durante la redada. Me marché sin dejar mi nombre, porque no quedaba nadie que pudiera buscarme. Eso es lo que creí. Por eso no figuro en los registros. Lo único que quería era desaparecer.

—¿Y cómo logró huir sin que lo capturaran?

—Tenía once años cuando vinieron a buscarnos. Mis padres no creían en los rumores que circulaban. Rose sí, pero no logró convencerlos. Pensaban que estaba loca y que era una imbécil por aceptar las predicciones de Jacob, a quien consideraban un joven rebelde que no sabía nada.

Otra vez aparecía aquel nombre.

—No me ha dicho quién es Jacob.

Alain me escudriña el rostro por un instante.

—Jacob lo era todo —dice con sencillez—. Jacob fue el que me dijo que, si venía la policía, saliera corriendo. Jacob fue el que me dijo que tratara de convencer a mi familia. Jacob fue quien me salvó, porque, cuando la policía vino a buscarnos para llevarnos, me subí a la ventana de atrás, salté al suelo desde un tercer piso y eché a correr.

Baja la vista y se queda un buen rato contemplándose las manos, nudosas y llenas de marcas. Al final, respira hondo y continúa.

—Dejé morir a mi familia, porque estaba asustado. —Alza los ojos para mirarme y veo que están llenos de lágrimas—. No me esforcé lo suficiente para convencerlos. No me llevé conmigo a Danielle y a David, los más pequeños. Estaba asustado, muy asustado, y por eso han desaparecido todos.

Una lágrima le surca la mejilla. Sin darme tiempo a pensármelo siquiera, cruzo la sala para abrazarlo. Se pone tenso por un momento, pero después siento que me rodea con los brazos. Le tiembla todo el cuerpo.

—Tenía usted once años —murmuro—. No es culpa suya.

Me aparto y él suspira.

—No importa de quién sea la culpa. El caso es que toda mi familia fue asesinada y yo sigo aquí, setenta años después. He vivido toda la vida con ese peso en el corazón.

Me vuelvo a echar atrás en el asiento y siento mis propios ojos anegados en lágrimas.

—¿Y cómo lo sabía el tal Jacob? ¿Cómo lo sabía para decirle que saliera corriendo?

—Pertenecía a un movimiento clandestino contra los nazis —dice Alain—. Creyó en los rumores sobre los campos de la muerte y creyó que nos estaban exterminando de forma sistemática. Estaba en minoría, pero Rose le creyó y, como Jacob era mi héroe, yo también le creí. Debió de salvarla él.

—Pero ¿cómo? —pregunto con voz queda.

Alain se me queda mirando un buen rato.

—No lo sé, pero ella era el amor de su vida y él habría hecho cualquier cosa para protegerla. Cualquier cosa.

Parpadeo.

—¿Y ella le correspondía?

Asiente con la cabeza.

—Con una fuerza que nunca pensé que pudiera tener —dice y se queda un buen rato con la mirada perdida—. Por eso, durante todos estos años, siempre estuve convencido de que ella había muerto, porque, si hubiese estado viva, seguro que habría vuelto a buscarlo.

—Ella debió de pensar que él también había muerto —murmuro—. ¿Figuraba su nombre en el Hôtel Lutetia?

Alain parece perplejo.

—Claro que sí —dice—. Él esperaba contra toda esperanza que ella se hubiese salvado, que hubiese sobrevivido, a pesar de los rumores que nos habían llegado. El nombre de él siempre figuró allí, para que, si ella regresaba, lo pudiese localizar.

—Pero mi abuelo volvió en 1949 para averiguar lo que había sido de la familia de mi abuela. Eso me dijo ella.

—Pero yo no figuraba en ningún registro —dice Alain—. Seguramente fue por eso que no me encontró. Jacob, en cambio, hizo de todo para que lo incluyeran, por si Rose hubiese sobrevivido, de alguna manera.

Trago saliva y me pregunto qué querrá decir esto. ¿No le habría dado Mamie a mi abuelo el nombre de Jacob? ¿O habría encontrado mi abuelo el nombre de Jacob en la lista de supervivientes, pero le dijo que no, porque se daba cuenta de lo mucho que ella —aparentemente— lo amaba y quiso proteger la vida que ya había comenzado con ella? Me estremezco sin querer.

—¿Y escapó este Jacob como usted y mi abuela? —pregunto a Alain—. ¿Antes de la redada?

Alain mueve la cabeza de un lado a otro y respira hondo.

—Jacob estuvo en Auschwitz —dice con sencillez—. Sobrevivió porque estaba segurísimo de que Rose se encontraba a salvo en alguna parte y había jurado encontrarla. La última vez que nos vimos me dijo que no podía creer que ella estuviera muerta, porque lo habría sentido en el corazón. Fue la esperanza de reunirse con ella la que lo mantuvo vivo en aquel infierno.

Capítulo 13

TARTA DE QUESO CON LIMÓN Y UVAS

INGREDIENTES

1 ½ taza de harina de galletas integrales

1 taza de azúcar granulado, en dos partes

1 cucharadita de canela

6 cucharadas de mantequilla sin sal, fundida

2 tarrinas de 250 gramos de queso crema

¼ de taza de zumo de uva blanca

el zumo y la ralladura de un limón

2 huevos

PREPARACIÓN

  1. Precalentar el horno a 190 grados. Mezclar la harina de galletas, la mitad del azúcar, la canela y la mantequilla fundida hasta que quede homogéneo. Extender de forma pareja y compacta en una fuente para tartas de 20 centímetros de diámetro.
  2. Hornear 6 minutos. Retirar del horno y dejar enfriar.
  3. Bajar la temperatura del horno a 150 grados.
  4. En un bol mediano, batir el queso crema con la batidora eléctrica hasta que quede homogéneo. Incorporar poco a poco la otra media taza de azúcar. Añadir gradualmente el zumo de uva, el zumo y la ralladura de limón y los huevos y batir hasta que quede cremoso y sin grumos.
  5. Colocar la tapa de masa enfriada en una bandeja de horno para galletas. Echar encima la mezcla de queso crema.
  6. Hornear 40 minutos o hasta que el centro de la corteza quede sólido.

Rose

Annie había pasado a verla aquel día. Rose estaba segura, aunque no acababa de comprender lo que la niña le había dicho.

—Mamá está en París —había anunciado Annie y los ojos grises le brillaban de entusiasmo—. ¡Y me ha dejado un mensaje! Ha dicho que tal vez, o sea, haya encontrado algo.

—Qué bien, querida —había respondido Rose, aunque no sabía bien quién era la madre de Annie. ¿Sería algún familiar suyo o, tal vez, una de las clientas de la panadería? Como no podía decirle a la niña que no recordaba a su madre, le preguntó—: ¿Y ha encontrado algo bonito en alguna
boutique
? ¿Un pañuelo, tal vez, o un par de zapatos?

Después de todo, París era famoso por las compras.

Annie había echado a reír con una risa vivaracha que recordó a Rose el sonido de los pájaros que solían cantar junto a su ventana de la Rue du Général Camou, hace tantos años.

—¡No, Mamie! —había exclamado—. ¡Fue al Museo del Holocausto! Ya sabes… ¡Para averiguar lo que les ocurrió a esas personas de las que nos hablaste!

—Ah —había murmurado Rose, que de pronto se quedó sin aire.

Annie se había marchado poco después y Rose quedó a solas con los pensamientos que se cernían sobre ella. Las palabras de la niña habían desencadenado un remolino de recuerdos que amenazaban con elevar a Rose del suelo y llevársela lejos, al pasado, sobre el cual ella pensaba cada vez más en aquella época. La mayor parte de los días, los recuerdos llovían sin que nadie los invitara, pero aquella vez fue la mención de París y el Holocausto, la Shoah, lo que la hizo retroceder dando vueltas hasta aquel día espantoso de 1949, cuando su querido Ted regresó a casa y confirmó lo que ella temía.

Ella amaba a su esposo y, porque lo amaba, le había hablado de Jacob, porque sabía que tenía que ser sincera con las personas que amaba y ella lo había sido… hasta cierto punto. Le había contado a Ted que había un hombre en París al que ella había amado mucho. En realidad, casi no había hecho falta decírselo: ella sabía que ya era evidente.

Sin embargo, cuando él le preguntó si amaba a aquel hombre más que a él, ella no había podido mirarlo a los ojos, de modo que él lo sabía. Siempre lo había sabido.

A ella le habría gustado que sus sentimientos hubiesen sido diferentes. Ted era un hombre maravilloso. Fue un padre extraordinario para Josephine. Era digno de confianza y fiel. Le había dado una vida que ella jamás habría podido soñar hacía tantos años en la tierra que la vio nacer.

Pero no era Jacob y aquel era su único defecto.

Los primeros años después de la guerra, ella no había querido saber nada, al menos no de forma oficial. Al principio, cuando se casó con Ted y vivían en Nueva York, en un piso no muy lejos de la estatua de la Libertad, llegaban fragmentos de noticias a través de otros inmigrantes procedentes de Francia. Se llamaban a sí mismos «supervivientes». Rose pensaba que, en realidad, parecían fantasmas, muertos en vida. Pálidos, agotados y ojerosos, flotaban por las habitaciones como si estuvieran fuera de lugar.

«Conocí a tu madre —le dijo una de las “fantasmas”—. La vi morir en Auschwitz».

«Vi a la pequeña y encantadora Danielle en Drancy —le dijo otra—. No sé si consiguió llegar hasta el transporte».

Recibió la noticia que le partió el corazón de un «fantasma» llamado
monsieur
Pinusiewicz, al que había conocido en su vida anterior: era el dueño de la carnicería que quedaba en la misma calle que la panadería de sus abuelos.

«El chico aquel con el que salías… ¿Jacob?»

Rose se lo había quedado mirando. No había querido que continuara, porque le veía la verdad escrita en los ojos y no podía soportar oírsela decir. Emitió un sonido sordo, que él interpretó como una señal para continuar.

«Estuvo en Auschwitz. Lo vi allí. Y lo vi el día que se lo llevaron a la cámara de gas».

Y aquello fue todo. Después, tanto el «fantasma» de
monsieur
Pinusievicz como el último atisbo de esperanza de poder recuperar, en cierto modo, su pasado desaparecieron.

Cuando se marchó de Nueva York, ya sabía que todos habían desaparecido. Se lo habían contado los «fantasmas». Uno había visto enfermar a su padre cuando trabajaba en el crematorio de Auschwitz. Otra había sostenido la mano de su madre cuando murió. Otra trabajaba al lado de Hélène y un día, al regresar del campo —Hélène se había sentido mal y no se había podido levantar de la cama—, la encontró en el suelo: los guardias la habían matado a golpes y tenía el hermoso cabello castaño todo ensangrentado. El destino de los demás estaba menos claro y Rose no hizo preguntas. La cuestión era que todos habían muerto. Todos.

Por eso, cuando Ted le prometió una vida alejada de aquellos «fantasmas» ojerosos, lejos de Nueva York y en un lugar fantástico llamado el cabo Cod, donde —le dijo— las olas rompían en playas de arena y había campos de arándanos, ella aceptó, porque lo quería y porque tenía que acabar de convertirse en otra persona. Necesitaba centrarse en crear una familia, porque la que tenía antes se había esfumado para siempre.

Sin embargo, en 1949, siete años después de marcharse de París, había sentido la necesidad de cerciorarse. Sabía que no podría enterrar a Rose Picard sin la certeza que solo le proporcionarían los registros oficiales. ¿Y si alguno de los «fantasmas» se hubiese equivocado? ¿Y si la pequeña Danielle hubiese sobrevivido y estuviese en algún orfanato, convencida de que no había nadie en el mundo que la quisiera? ¿Y si Hélène no hubiese muerto en el suelo, sino que hubiese escapado y estuviera esperándola y preguntándose dónde estaría? ¿Y si la «fantasma» que afirmaba haber sostenido la mano de su madre hubiese confundido la identidad de la mujer que había visto morir?

Sin embargo, Rose no podía ir. Ya había sido casi un milagro que hubiese podido entrar en Estados Unidos con documentación falsa. Era probable que el personal de inmigración solo hubiese hecho la vista gorda porque estaba casada con Ted, que era un héroe de guerra. Ella ya había hecho sus arreglos y se había establecido en Estados Unidos; además, tenía una hija pequeña que la necesitaba. No confiaba en Francia y no confiaba en poder volver a salir. Además, temía que su corazón no soportara regresar, de todos modos.

Por eso, le pidió a Ted que fuera él y, porque la amaba y porque era un buen hombre, él accedió.

Partió un lunes luminoso de verano y ella se quedó esperando. Los segundos tardaban minutos en pasar y los minutos parecían horas. El tiempo se estiraba como los caramelos masticables que Ted, la pequeña Josephine y ella habían probado el verano anterior en Atlantic City.

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