Tenemos que entregar dos pedidos durante mi ausencia —son dos encargos que me hacen todas las semanas dos hoteles de la playa— y he aceptado a regañadientes el ofrecimiento de Gavin de llevar a Annie en coche a entregar las magdalenas que ya he horneado y congelado. Ella tendrá que descongelarlas antes de ir a la escuela el lunes por la mañana y, después de clase, Gavin la llevará a entregar el pedido y después la dejará en casa de Rob.
Once horas después de despegar de Boston y de enlazar con el vuelo de Dublín, veo por la ventanilla que atravesamos la capa de nubes que cubre el cielo de París y aterrizamos en la ciudad. No distingo ninguno de los lugares característicos —supongo que no tardaré en verlos desde tierra—, pero alcanzo a ver la cinta azul zafiro del Sena que serpentea por la zona, además de las franjas de hierba verde y de árboles de tonos encendidos que se alternan en la campiña, más allá de la zona urbana.
«Aquí vivió Mamie en algún momento», pienso, mientras nos preparamos para aterrizar.
¡Qué extraño debió de ser dejar atrás todo esto para no regresar jamás!
En tierra, recorro tan campante los corredores tubulares de vidrio del aeropuerto internacional Charles de Gaulle, paso por inmigración y espero en la cola de taxis que —advierto con sorpresa— en Francia suelen ser coches de lujo. Cuando me llega el turno, subo a un Mercedes y entrego al conductor la dirección del hotel que he reservado en Travelocity, porque no estoy segura de poder pronunciarlo bien.
Tardamos treinta minutos en atravesar una serie de suburbios industriales para llegar a las afueras de París. Pasamos por un inmenso complejo deportivo y de pronto recuerdo lo que había leído en internet sobre la gran redada de 1942, cuando llevaron a miles de judíos a un estadio deportivo, antes de deportarlos a los campos de concentración. No creo que se trate del mismo estadio —este parece demasiado moderno—, pero la imagen sombría me acompaña mientras el taxista serpentea con pericia entre el tráfico, hace un escalofriante giro a la izquierda por una calle llamada Rue de la Verrerie y se detiene con un chirrido de los frenos delante de un edificio blanco con grandes letras de imprenta negras que lo identifican como el Hôtel de Mille Étoiles. Alzo la mirada a los balcones de hierro forjado que rodean las puertas ventanas del segundo piso y sonrío. En cierto modo, París es tal cual me lo había imaginado. Además, me da la sensación de que, al menos en este barrio, no ha cambiado demasiado en el último siglo. Me pregunto si Mamie habrá pasado alguna vez por este mismo edificio y se habrá maravillado al ver los mismos balcones y habrá deseado poder ver a través de las cortinas delgadas que caen sobre las puertas ventanas. Me resulta extraño imaginármela aquí cuando era una niña no mucho mayor que Annie.
Me registro en el hotel, me doy una ducha rápida y me pongo unos vaqueros, unas botas sin tacones y un jersey. Siguiendo las indicaciones que me ha dado el conserje, recorro a pie las pocas manzanas hasta la Rue Geoffroy-l’Asnier, donde sé que está situado el Mémorial de la Shoah.
Advierto que París en octubre es frío y hermoso. Como nunca había estado aquí, no tengo punto de comparación, pero las calles parecen silenciosas y tranquilas. Me fascina la manera en que lo antiguo se combina con lo nuevo: en algunas esquinas se mezclan los adoquines con el cemento y en otras hay tiendas que venden productos electrónicos o alta costura dentro de edificios que parecen centenarios. He vivido en Massachusetts la mayor parte de mi vida, de modo que estoy habituada a que la historia se entrecruce naturalmente con la vida moderna, pero aquí la sensación es diferente, tal vez porque la historia es mucho más antigua o, quizá, porque está mucho más presente.
Mientras voy caminando, huelo a horno de pan y a las hojas cambiantes de otoño y un ligero aroma a leña y respiro hondo, porque no estoy acostumbrada a esta mezcla de olores. Las pequeñas entradas en forma de arco, las bicicletas apoyadas en paredes de piedra y los jardines vallados y casi escondidos me recuerdan que estoy en un lugar extraño, pero París tiene algo que me resulta muy familiar. Me pregunto por primera vez si la sensación de un lugar se transmitirá a través de la sangre. Rechazo la idea, pero, aunque las calles son desconocidas y sinuosas, no me cuesta llegar hasta el museo del Holocausto.
Después de pasar por un detector de metales situado en el exterior del edificio sólido y sombrío, atravieso un patio gris descubierto, paso junto a un monumento con los nombres de los campos de concentración debajo de una estrella de David y entro en el museo por las puertas que tengo delante. La recepcionista —por suerte, habla inglés— sugiere que consulte primero los ordenadores que tiene enfrente, que son la primera escala para todos los que buscan a sus familiares. En ellos encuentro, como era de esperar, la misma información que en internet: los nombres que figuran en la lista de mi abuela, salvo Alain.
Vuelvo al mostrador y le cuento a la recepcionista que busco a una persona cuyo nombre no figura en los registros, además de información sobre lo que ocurrió realmente a las personas cuyos nombres he encontrado. Asiente con la cabeza y me hace ir al ascensor que hay al final del vestíbulo.
—Suba a la cuarta planta —dice—. Allí encontrará una sala de lectura. Pida ayuda en recepción.
Asiento con la cabeza, le doy las gracias y subo, siguiendo sus indicaciones.
La sala de lectura alberga ordenadores y mesas largas en el nivel inferior e hileras de libros y ficheros en el segundo nivel, bajo un techo alto que deja entrar la luz. Me acerco al mostrador y la recepcionista me saluda en francés y cambia al inglés en cuanto le pregunto:
—¿Me puede ayudar a encontrar a unas personas, por favor?
—Desde luego, señora —dice—. ¿En qué puedo servirle?
Le doy los nombres de la lista de Mamie, junto con el año de nacimiento de cada uno, y le explico que no puedo encontrar a Alain. Asiente con la cabeza y desaparece. Regresa al cabo de unos minutos con varias páginas de registros sueltos.
—Esto es todo lo que tenemos sobre estas personas —dice—. Como usted ha dicho, no podemos localizar a Alain en ninguna lista de deportados.
—¿Y eso qué puede querer decir? —pregunto.
—Podría ser por muchos motivos. Aunque nuestros registros son muy completos, de vez en cuando hay personas que no se han inscrito correctamente, sobre todo en el caso de niños. Se perdieron en el caos.
Me entrega los documentos y me siento a leerlos con atención. Durante los minutos siguientes, trato de entender las anotaciones: algunas manuscritas, otras escritas a máquina, todas en francés. En cuanto llego al tercero de los documentos que me ha dado —una hoja del censo—, se me agrandan los ojos.
Con letra inclinada, en una página con un sello que reza
recensement
, hay una lista de los miembros de la familia Picard de París en 1936 y entre los niños figura una hija, Rose, nacida en 1925.
A pesar de lo mucho que me interesa averiguar lo que ocurrió con los nombres que figuraban en la lista de Mamie y aunque ya había empezado a considerarlos miembros de su familia, hasta que no veo el nombre de pila de mi abuela y el año de su nacimiento garabateados con tinta indeleble no acabo de creérmelo.
El corazón me late con fuerza mientras miro fijamente la página.
Leo los escasos detalles. Aparentemente, como se desprende de la información que encontré en internet, el hombre que podría ser el padre de Mamie, Albert, era médico. Su
femme
, su esposa, Cecile, figura como
sans profession
. Debió de quedarse en casa con los hijos. Aparece el nombre de todos los niños —
fils
y
filles
—, incluida Rose, salvo Danielle, la más pequeña, que no nació hasta 1937, un año después del censo. En la lista también figura Alain, tan real como los demás.
Reviso toda la documentación y eso me lleva bastante tiempo, en parte porque constantemente se me llenan los ojos de lágrimas y en parte porque tengo que recurrir todo el tiempo al diccionario inglés-francés que he traído. Al final, no estoy más cerca que antes de averiguar lo que le ocurrió a Alain ni de saber lo que sucedió después de que deportaran a la familia. Ninguno de los ejemplares de los documentos de deportación contiene notas con información adicional. Lo último que consta para cada uno de los miembros de la familia —a excepción de Rose y de Alain, de los que no se dice nada— es que fueron todos deportados en trenes con destino a Auschwitz.
Vuelvo a llevar los documentos al mostrador, donde la mujer que me había ayudado antes levanta la vista y me sonríe.
—¿Ha tenido suerte?
Asiento con la cabeza y siento que se me llenan los ojos de lágrimas.
—Creo que es la familia de mi abuela —digo con voz queda—, pero no sé qué fue de ellos después de su deportación.
Mueve la cabeza y asiente, muy seria.
—De las setenta y seis mil personas que se llevaron de Francia, solo sobrevivieron dos mil. Lo más probable es que fallecieran. Lo lamento mucho,
madame
.
Asiento y no me doy cuenta de que estoy temblando hasta que respiro hondo.
—¿Y ha encontrado el nombre que buscaba? —pregunta al cabo de un momento.
Muevo la cabeza de un lado a otro.
—Solo en la hoja del censo. No hay ninguna constancia de que Alain Picard fuese arrestado ni deportado.
Se muerde el labio por un instante.
—
Alors
, hay otra persona que tal vez pueda ayudarla. Es una de nuestras investigadoras y habla un poco de inglés. Déjeme ver si está.
Hace unas cuantas llamadas breves en francés y me dice que Carole, de la biblioteca de investigación, me atenderá en treinta minutos. Me sugiere que espere en el mismo museo y me invita a echar un vistazo a la exposición permanente.
Bajo las escaleras hasta la sala de exposiciones, que está casi vacía, y de inmediato me llama la atención la cantidad de fotografías y documentos que llenan la sala larga y estrecha. En medio de la habitación se puede ver en una gran pantalla una película en francés y, mientras oigo una voz masculina que habla —supongo— del Holocausto, me acerco a la primera pared de la izquierda y me animo al ver que todas las leyendas están en inglés, además de en francés. Al final de la sala, una imagen estremecedora de unas vías de tren a ninguna parte que se proyecta sobre una gran pared blanca me recuerda el sueño que tuve justo después de que Mamie me diera la lista.
Paso media hora absorta en mis pensamientos, mientras voy leyendo un testimonio tras otro sobre el comienzo de la guerra, la pérdida de los derechos de los judíos en Francia y en toda Europa y las primeras deportaciones fuera del país.
Todo esto no solo sucedió en vida de mi abuela, sino, muy posiblemente, a las personas que ella más quería en todo el mundo. Cierro los ojos y me doy cuenta de que me cuesta respirar. El corazón todavía me late en el pecho al doble de velocidad cuando oigo una voz de mujer delante de mí.
—¿
Madame
McKenna-Smith?
Abro los ojos de golpe. La mujer que tengo delante es más o menos de mi edad, lleva el cabello castaño recogido en un moño y tiene los ojos azules enmarcados por líneas de expresión. Lleva unos vaqueros oscuros y una blusa blanca.
—Sí, soy yo —digo y añado rápidamente—: Perdón, quiero decir,
oui, madame
.
Sonríe.
—No se preocupe. Hablo un poco de inglés. Soy Carole Didot. ¿Quiere acompañarme?
Asiento con la cabeza y la sigo a lo largo del resto de la exposición; después pasamos rápidamente junto a otra serie de vídeos y más paredes llenas de documentos e información. Me conduce por una sala llena de fotografías de niños, que llegan hasta donde alcanza la vista. Me detengo y me agacho para leer una de las leyendas que está a la altura de los ojos.
«Rachel Fournier, 1937-1942». En la fotografía, una niña morena, con el cabello recogido en dos coletas sujetas con lazos y una gran pelota de goma en la mano, sonríe mirando de frente a la cámara.
—Estos son los niños franceses que han perdido la vida —dice Carole con voz queda.
—Dios mío —murmuro.
Esta sala me impresiona aún más que las fotografías escalofriantes de la muerte que había visto en la otra. Mientras contemplo las fotos, aturdida, no puedo por menos de pensar en mi propia hija. Si el destino nos hubiese colocado en otro país, en otro momento, ella habría podido ser una de aquellas niñitas de la pared.
—Casi once mil niños franceses murieron en la Shoah —me había dicho Carole, interpretando mi expresión—. Esta sala siempre me hace pensar en todo lo que podría haber sido, pero nunca fue.
Con sus palabras resonándome en los oídos, la sigo hasta un ascensor, donde aprieta el botón del cuarto piso. Mientras subimos en silencio, pienso en la familia de Mamie y en todo lo que se ha perdido.
Carole me conduce a una oficina moderna con dos sillas delante de un escritorio sobre el cual se amontonan libros y papeles. Por la ventana se ve la torre de una iglesia que sobresale por encima de una serie de apartamentos y en la pared hay unos dibujos infantiles que rezan
maman
. Me indica con un gesto una de las sillas y toma asiento detrás de su ordenador. Mientras mueve el ratón y presiona unas cuantas veces el teclado, me pregunta:
—¿Qué la ha traído hasta París?
Le hago un resumen de la historia de Mamie y le digo que, al parecer, los nombres que me ha dado corresponden a familiares desaparecidos en el Holocausto. Le explico que los he encontrado a todos menos a Alain, del cual, aparentemente, no hay ningún registro. También le cuento que no entiendo lo que le ocurrió a mi abuela, porque tampoco consta ninguna Rose Picard en los documentos de deportación.
—Pero su abuela… Dice usted que huyó de París antes de que la arrestaran, ¿no? —pregunta Carole.
Asiento con la cabeza.
—Sí; bueno, al menos eso creo. Ella nunca ha dicho nada y ahora tiene
alzheimer
.
Carole mueve la cabeza de un lado a otro.
—Así que el pasado… casi no existe para ella.
Vuelvo a asentir.
—Solo quiero saber lo que ocurrió. Ella me pidió que averiguara lo que sucedió con su familia. Si regreso sin una respuesta sobre Alain, temo que se le parta el corazón.
—Lamento no poder proporcionarle más ayuda, pero, si él no consta en los registros, no consta en los registros.