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Authors: Kristin Harmel

Tags: #Romántico

La lista de los nombres olvidados (6 page)

BOOK: La lista de los nombres olvidados
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Hace nueve años diagnosticaron por primera vez a mi madre un cáncer de mama y, después de discutir conmigo muchas noches, Rob aceptó trasladarse al cabo Cod, donde había advertido que podría abrir un bufete y ser uno de los pocos abogados especializados en daños corporales de la zona. Mamie cuidaba a Annie en la panadería durante el día, mientras yo colaboraba con Rob como asistente jurídica: no era exactamente lo que había soñado, pero se parecía bastante. Cuando Annie estaba en primero, bañaba
cupcakes
y acanalaba los bordes de masa como una profesional. Durante algunos años, todo funcionó a la perfección.

Pero entonces mi madre tuvo una metástasis, la memoria de Mamie empezó a fallar un poco y ya no quedaba nadie más que yo para salvar la panadería. Antes de darme cuenta de lo ocurrido, me había convertido en la guardiana de un sueño que no era mío y, de paso, había perdido todo lo que siempre había soñado.

Son casi las cinco de la mañana y todavía faltan dos horas para que amanezca. Cuando estaba en la primaria, Mamie me decía que cada aurora era como desenvolver un regalo divino, lo cual me desconcertaba, porque no es que ella fuera practicante. Sin embargo, por la noche, cuando mi madre y yo íbamos a cenar a su casa, a veces la encontrábamos arrodillada junto a la ventana de atrás, rezando en voz baja mientras la luz se iba apagando.

—Prefiero mantener mi propia relación con Dios —me dijo un día, cuando le pregunté por qué rezaba en casa, en lugar de ir a la iglesia.

Esta mañana se dispersan por el obrador los olores de la harina, la levadura, la mantequilla, el chocolate y la vainilla; inhalo profundamente y su familiaridad me relaja. Desde que era pequeña, estos aromas siempre me han recordado a mi abuela, porque, incluso cuando la panadería estaba cerrada, incluso en casa, después de ducharse y cambiarse, su cabello y su piel conservaban aún el perfume de la cocina.

Estiro las masas y echo más harina en la amasadora industrial, pero tengo la cabeza puesta en otra cosa. Mientras ejecuto metódicamente los preparativos matutinos, pienso en lo que me dijo Mamie anoche. Verifico el reloj para los merengues con pepitas de chocolate del primer horno. Extiendo la masa para las tartaletas rosadas de almendras que tanto agradan a Matt Hines. Superpongo las láminas del
baklava
e introduzco la bandeja en el segundo horno. Echo en el bol de la segunda batidora el queso crema blando para la tarta de queso con limón y uvas. Envuelvo con capas de masa de cruasán los cuadrados de chocolate negro francés para los
pains au chocolat
. Trenzo las tiras largas de la
challah
integral, esparzo pasas de uva por encima y la dejo aparte, para que vuelva a subir.

«A ti no te pasa nada malo, cielo», me había dicho Mamie, pero qué sabrá ella. Casi ha perdido la memoria y está totalmente gagá. Sin embargo, a veces tiene la mirada tan despejada como siempre y estoy segura de que puede ver hasta el fondo de mi alma. Aunque nunca dudé de que ella y mi abuelo se quisieran, siempre me dio la impresión de que la relación entre ellos era más funcional que romántica. ¿Me habrá pasado lo mismo con Rob y lo habré echado a perder por creer que podía haber algo más? Tal vez haya sido tonta. La vida no es un cuento de hadas.

Suena el temporizador del primer horno, de modo que saco los merengues y los pongo a enfriar. Vuelvo a programar el horno y me dispongo a introducir los
pains au chocolat
. He empezado a hacer dos hornadas por las mañanas, porque, ahora que estamos en otoño y el aire se ha enfriado, se venden más rápido. Nuestras tartaletas y pasteles de frutas tienen más éxito en los meses de primavera y verano; en cambio, a medida que se acerca el invierno, parece que el público prefiere las pastas más dulces y más compactas.

Cuando tenía ocho años, empecé a ayudar a Mamie en la panadería, como Annie me ayuda a mí ahora. Todas las mañanas, justo antes de la salida del sol, Mamie interrumpía lo que estuviera haciendo y me conducía a la ventana que daba al este, por encima de la franja sinuosa de Main Street. Desde allí contemplábamos en silencio el horizonte hasta que rayaba el alba y después seguíamos cocinando.

—¿Qué es lo que miras siempre, Mamie? —le pregunté una mañana.

—Miro el cielo, querida —me dijo.

—Ya lo sé, pero ¿por qué?

Me había acercado a ella y me había estrechado contra su delantal rosa descolorido, el mismo que usaba desde que yo tenía memoria. Me abrazó con tanta fuerza que me asusté un poco.


Chérie
, miro desaparecer las estrellas —dijo al cabo de un minuto.

—¿Por qué? —volví a preguntar.

—Porque, aunque no las veas, siempre están allí. Lo que pasa es que se esconden detrás del sol.

—¿Y? —pregunté con timidez.

Deshizo el abrazo e inclinó la cabeza para mirarme a los ojos.

—Porque conviene recordar que no siempre hace falta ver algo para saber que existe, mi vida.

Lo que Mamie me dijo hace casi tres décadas sigue resonando en mi cabeza cuando la voz de Annie desde la puerta del obrador me saca bruscamente de mi atontamiento.

—¿Por qué lloras? —me pregunta.

Levanto la vista y me sorprendo al comprobar que tiene razón: las lágrimas me ruedan por las mejillas. Las aparto con el dorso de la mano, con lo cual me desparramo masa húmeda y pegajosa por toda la cara, y le dedico una sonrisa forzada.

—No estoy llorando —digo.

—No tienes por qué mentir, ¿no?

Suspiro.

—Estaba pensando en Mamie.

Annie pone los ojos en blanco y me hace una mueca.

—¡Genial! Ya era hora de que te decidieras a manifestar alguna emoción.

Arroja la mochila al rincón, donde cae con un ruido sordo.

—¿Y eso qué significa? —pregunto.

—Ya lo sabes —dice.

Se arremanga la camisa rosada y coge un delantal del gancho de la pared, justo a la izquierda de los estantes donde guardo las bandejas.

—Pues no, no lo sé —replico.

Interrumpo lo que estoy haciendo y la miro, mientras retira de la nevera de acero inoxidable una caja de huevos y cuatro barras de mantequilla y coge una jarra medidora. Se mueve por la cocina con tanta soltura como Mamie en otra época.

Annie no responde hasta que acaba de batir la mantequilla en la batidora fija y de añadir cuatro tazas de azúcar y los cuatro huevos, uno a uno.

—Tal vez, o sea, si hubieses sido capaz de sentir algo cuando estabas casada con papá, ahora no estarías divorciada —dice por fin, por encima del ruido de la batidora.

Me quedo sin respiración y la miro fijamente.

—Pero ¿qué dices? Si yo mostraba mis sentimientos…

Apaga la batidora.

—Es igual —farfulla—. Solo lo hacías para, o sea, enviarme a mi habitación o cosas así. ¿Cuándo te comportabas como si hubieras estado feliz de estar con papá?

—¡Era feliz!

—Es igual —dice—. Ni siquiera eras capaz de decirle a papá que lo querías.

Parpadeo.

—¿Te lo ha dicho él?

—¿Por qué? ¿Acaso no soy lo bastante mayor para darme cuenta de las cosas por mí misma? —pregunta.

Sin embargo, por su manera de esquivar mi mirada, me doy cuenta de que he dado en el clavo.

—Annie, no corresponde que tu padre te hable mal de mí —digo—. Hay muchas cosas acerca de nuestra relación que no comprendes.

—¿Como cuáles?

Es un desafío y me mira con frialdad.

Examino las posibilidades, pero, en definitiva, sé que no corresponde meter a nuestra hija en una pelea de adultos en la que ella no tiene que intervenir.

—Eso queda entre tu padre y yo.

Lanza una carcajada y pone los ojos en blanco.

—Pues él confía en mí lo suficiente para hablar conmigo —dice— y ¿sabes una cosa? Tú lo estropeas todo, mamá.

Antes de que pueda responder, suena la campanilla de la puerta de entrada a la panadería. Miro el reloj: todavía faltan unos minutos para las seis, nuestra hora oficial de apertura, pero Annie debió de dejar la puerta sin llave al entrar.

—Seguiremos después, jovencita —le digo con severidad.

—Es igual —masculla entre dientes.

Vuelve a concentrarse en la masa que está preparando y la observo por un instante, mientras añade un poco de harina y después algo más de leche y una pizca de vainilla.

—Eh, Hope, ¿estás allí atrás?

Es la voz de Matt desde la tienda y me marcho con brusquedad.

Oigo que Annie masculla:

—Claro, tenía que ser él.

Finjo no oírla y acudo a la tienda.

La señora Koontz y la señora Sullivan vienen a las siete, como siempre, y, por una vez, Annie corre a atenderlas. En general prefiere quedarse en el obrador, cocinando
cupcakes
y pastelillos enganchada a su iPod, sin hacerme caso hasta la hora de ir a la escuela, pero hoy está muy maja y sonriente y entra enseguida en el salón y les sirve café antes de que ellas se lo pidan.

—Aquí tienen. Ahora se los llevo a la mesa —dice, haciendo malabarismos con dos tazas de café y una jarrita de nata, mientras ellas le van a la zaga, mirándose entre sí.

—Vaya, Annie, gracias —dice la señora Sullivan cuando mi hija deposita los cafés y la nata sobre la mesa y aparta la silla para que se siente.

—¡De nada! —responde Annie con viveza.

Por un momento suena exactamente como la niña que vivía en su cuerpo antes del divorcio. La señora Koontz también murmura su agradecimiento y Annie responde alegremente:

—¡De nada! ¡De nada!

Ronda por allí mientras las dos toman los primeros sorbos de café y, para cuando la señora Sullivan prueba un bocado de su magdalena de arándanos y la señora Koontz levanta su dónut con azúcar y canela, se ha puesto prácticamente a brincar sobre un pie o sobre el otro.

—Ejem, o sea, ¿puedo hacerles una pregunta? —dice Annie.

Estoy ordenando detrás del mostrador, pero hago una pausa y me esfuerzo por oír lo que quiere saber.

—Claro que puedes, guapa —dice la señora Koontz—, pero no debes usar «o sea» en medio de la frase.

—¿Eh? —pregunta Annie, perpleja.

La señora Koontz enarca una ceja, pero Annie se da cuenta y se corrige enseguida:

—Quiero decir «¿cómo dice?» —rectifica.

—La expresión «o sea» no sirve para rellenar una frase —le dice la señora Koontz a mi hija con toda seriedad.

Me escondo detrás del mostrador para que no me vean sonreír.

—Ah —dice Annie—. Quiero decir, lo sé.

Me asomo por detrás del mostrador y veo que tiene el rostro encendido. Me da pena: la señora Koontz, que hace años fue profesora mía de lengua en el instituto, es dura de pelar. Pienso en salir en defensa de Annie, pero la señora Sullivan se me adelanta.

—Vamos, Barbara, deja en paz a la chiquilla —le dice, dando a su amiga un golpecito en el brazo. Se vuelve a Annie y le dice—: No le hagas caso, guapa. Lo que pasa es que, ahora que está jubilada, echa de menos no estar en condiciones de mandonear a los niños. —Cuando la señora Koontz se dispone a protestar, la señora Sullivan le da otro golpecito y sonríe a Annie—: ¿Has dicho que querías preguntarnos algo?

Annie carraspea.

—Ejem, sí —dice—, quiero decir que sí, señora. Quería saber… —Hace una pausa y las mujeres aguardan—. Bueno, ustedes conocían a mi bisabuela, ¿no es cierto?

Las mujeres se miran entre sí y después a Annie.

—Sí, desde luego —responde la señora Sullivan por fin—. Hace años que la conocemos. ¿Cómo está?

—Bien —dice Annie de inmediato—. Bueno, no está bien del todo. Tiene algunos… problemas, pero, ejem, en general está bien. —Ha vuelto a ponerse roja—. En fin, lo que quería saber es… ejem, si ustedes saben quién es Leona.

Las mujeres vuelven a cruzar las miradas.

—¿Leona? —dice la señora Sullivan lentamente. Reflexiona unos instantes y mueve la cabeza de un lado a otro—. Me parece que no. No me suena. ¿Y a ti, Barbara?

La señora Koontz mueve la cabeza de la misma forma.

—Pues no —dice—, creo que no conocemos a ninguna Leona. ¿Por qué?

Annie baja la vista.

—Es que últimamente me llama así y quería saber, o sea, quién era. —Pone cara de horror y farfulla—. Perdón por decir «o sea».

La señora Sullivan se inclina y palmea la mano de Annie.

—Has conseguido asustar a la chiquilla, Barbara —dice.

La señora Koontz suspira y dice:

—Solo trato de enseñarle a hablar correctamente.

—Vale, de acuerdo, pero no es el momento ni el lugar —responde la señora Sullivan y le guiña un ojo a Annie—. ¿Y por qué es tan importante para ti, querida, saber quién es esta Leona?

—Mi bisabuela parece triste —responde Annie al cabo de un minuto, con voz tan baja que tengo que hacer un esfuerzo para oírla— y no sé mucho sobre ella, ¿no? Sobre mi bisabuela, quiero decir. Quisiera ayudarla, pero no sé cómo.

Entran entonces un par de clientes —un hombre canoso y una joven rubia que no conozco— y, mientras los atiendo, me pierdo lo que hablan Annie y las dos mujeres. La rubia pregunta si tenemos algo dietético —pues no— y pide un trozo de pastel de zanahorias y su compañero, que parece varias décadas demasiado mayor para apretarle la mano y besarle la oreja, pide un
éclair
. Cuando se van y vuelvo a mirar a Annie, está sentada con las dos ancianas.

Miro el reloj y estoy a punto de recordarle que, si no se marcha en los próximos minutos, llegará tarde a la escuela, pero parece tan seria que me quedo inmóvil y me limito a contemplarla. Estoy acostumbrada a su aire despectivo y a que ponga los ojos en blanco cuando está conmigo, pero en este momento parece inocente e interesada. Me trago el nudo que tengo en la garganta.

Entro en el salón con un trapo y un aerosol para poder escuchar a escondidas, fingiendo que limpio. Advierto que las mujeres le están contando a Annie la historia de cómo Mamie vino a vivir al cabo Cod.

—Todas las muchachas del pueblo estaban enamoradas de Ted, tu bisabuelo —le está diciendo la señora Koontz.

—¡Anda! —La señora Sullivan se abanica con el periódico—. Durante el último año de instituto, me pasaba todo el día escribiendo su nombre y el mío en una libreta.

—Él era mayor que nosotras —dice la señora Koontz.

—Cuatro años —confirma la señora Sullivan—. Estaba en la universidad… Harvard, vamos… pero volvía a casa cada pocas semanas, de visita. Tenía coche, uno bueno, y eso llamaba mucho la atención por aquí en aquella época. Y las chicas se derretían por él.

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