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Authors: Kristin Harmel

Tags: #Romántico

La lista de los nombres olvidados (9 page)

BOOK: La lista de los nombres olvidados
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Miramos en silencio hacia el horizonte, mientras el sol se funde con la bahía, pintando el cielo de naranja, después rosado, púrpura e índigo, a medida que va desapareciendo.

—Ahí está —dice Mamie con suavidad y señala justo por encima del horizonte, donde una estrella titila a través del crepúsculo, cada vez más tenue—: el lucero vespertino.

De pronto recuerdo los cuentos de hadas que solía contarme, sobre un príncipe y una princesa en un país lejano, en los que el príncipe tenía que luchar contra unos caballeros malos y prometía a la princesa que iría a buscarla algún día, porque su amor no moriría jamás, y me sorprendo cuando Annie murmura:

—«Mientras haya estrellas en el cielo, te querré», como decía siempre el príncipe de tus cuentos.

Cuando Mamie la mira, tiene lágrimas en los ojos.

—Así es —corrobora.

Mete la mano en el bolsillo del abrigo y extrae el Star Pie que me pidió que le trajera de la panadería. Está todo espachurrado y el entramado de masa con forma de estrella de la parte superior se desmigaja. Annie y yo nos miramos.

—¿Te has traído el pastelillo? —le pregunto.

Me desmorono. Pensaba que estaba totalmente lúcida.

—Sí, cielo —responde con toda claridad. Baja la mirada al pastel por un instante, mientras la luz se sigue apagando en el cielo. Estoy a punto de proponer que empecemos a regresar antes de que se haga demasiado oscuro, cuando añade—: ¿Sabes una cosa? Fue mi madre la que me enseñó a hacer estos pasteles.

—No lo sabía —le digo.

Asiente con la cabeza.

—Mis padres tenían una panadería muy cerca del Sena, el río que atraviesa París. Yo trabajaba allí de pequeña, como haces tú ahora, Annie, y como hacías tú cuando eras una niña, Hope.

—Nunca nos habías hablado de tus padres —le digo.

—Son muchas las cosas que nunca os he contado —dice—. Pensaba que os estaba protegiendo, que me estaba protegiendo a mí, pero, ahora que estoy perdiendo mis recuerdos, me da miedo que, si no os las cuento, estas cosas desaparezcan para siempre y el daño que he hecho no se pueda revertir. Es hora de que sepáis la verdad.

—Pero ¿qué dices, Mamie? —pregunta Annie.

Noto la preocupación en su voz. Me mira y sé que está pensando lo mismo que yo: que a Mamie se le debe de estar yendo la cabeza otra vez.

Antes de que yo pueda decir nada, Mamie empieza a cortar trocitos del Star Pie y los arroja al mar. Susurra algo entre dientes, pero habla tan bajo que apenas la oigo por encima del ruido que hace la marea al chocar contra las rocas que tenemos debajo.

—Ejem, ¿qué haces, Mamie? —le pregunto con toda la dulzura posible, procurando que mi voz no deje traslucir mi preocupación.

—Chsss, criatura —dice y sigue arrojando trocitos al agua.

—Mamie, ¿qué es lo que dices? —pregunta Annie—. No es francés, ¿verdad?

—No, cielo —responde Mamie con calma. Annie y yo cambiamos miradas de desconcierto. Entonces Mamie arroja al agua el último trocito de pastel, nos coge las manos y dice—: «¿Qué Dios hay como tú? ¡Tú arrojarás al fondo del mar todos nuestros pecados!»

—Pero ¿qué dices, Mamie? —insiste Annie—. ¿Es algo de la Biblia?

Mamie sonríe.

—Es una oración —responde.

Se queda mirando fijamente el lucero vespertino por un momento, mientras Annie y yo la observamos en silencio. Finalmente, dice:

—Hope, necesito que hagas algo por mí.

Capítulo 6

EL
STRUDEL
DE ROSE

INGREDIENTES

3 manzanas verdes (Granny Smith), peladas, sin el corazón y cortadas en rodajas finas

1 manzana verde (Granny Smith), pelada, sin el corazón y rallada

1 taza de pasas de uva

½ taza de cáscara de naranja confitada picada (véase la receta a continuación)

1 taza de azúcar moreno

2 cucharaditas de canela

½ taza de almendras fileteadas

1 lámina de hojaldre congelado, descongelada

1 huevo batido

azúcar con canela para espolvorear (3 partes de azúcar mezcladas con 1 parte de canela)

PREPARACIÓN

  1. En un bol grande, mezclar las manzanas, las pasas, la cáscara de naranja confitada, el azúcar moreno y la canela. Dejar reposar treinta minutos.
  2. Precalentar el horno a 200 grados.
  3. Esparcir una capa fina de almendras fileteadas sobre una fuente e introducirla en el horno entre siete y nueve minutos, hasta que se tuesten ligeramente. Retirar y reservar cinco minutos, hasta que se hayan enfriado y se puedan tocar. Incorporar a la mezcla de manzanas.
  4. Con una cuchara, echar la mezcla de manzanas en un escurridor forrado con una gasa y presionar con otro trozo de gasa para eliminar el exceso de humedad. Dejarla en el escurridor y extender el hojaldre sobre una fuente de horno untada con mantequilla. Estirarla suavemente para agrandar la superficie de la masa, procurando no romperla.
  5. Extender la mezcla de las manzanas en el medio del hojaldre, en sentido longitudinal, y doblar la pasta alrededor de la mezcla; para sellar bien los bordes, hay que humedecerse los dedos con un poco de agua y apretar bien.
  6. Pintar con el huevo batido, hacer cinco o seis cortes estrechos por encima y espolvorear con azúcar con canela en abundancia.
  7. Hornear 35 o 40 minutos, hasta que se dore.

CÁSCARA DE NARANJA CONFITADA

INGREDIENTES

4 naranjas

14 tazas de agua, por separado

2 tazas de azúcar granulado

PREPARACIÓN

  1. Pelar las cuatro naranjas con cuidado, para retirar las cáscaras enteras o en dos trozos, si es posible.
  2. Cortar las cáscaras en tiras finas.
  3. Poner a hervir seis tazas de agua y echar las cáscaras en el agua hirviendo. Mantener el hervor 3 minutos, escurrir y enjuagar. Repetir otra vez todo el proceso. (De este modo se elimina parte del amargor de la cáscara de la naranja.)
  4. Mezclar las dos tazas de agua que quedan con dos tazas de azúcar y llevar a hervor. Añadir las cáscaras, bajar el fuego y tapar. Hervir 45 minutos a fuego lento.
  5. Con una espumadera, retirar las cáscaras del agua azucarada y ponerlas a secar en una rejilla. Esperar por lo menos dos horas antes de usarlas en la receta anterior. Mojar lo que quede en chocolate amargo y disfrutarlo como tentempié.

Rose

Aquella mañana, al despertar, Rose se dio cuenta: estaba igual que en los viejos tiempos, cuando sentía las cosas en la médula de los huesos, antes de que ocurrieran. Aquella época quedaba en un pasado lejano, pero últimamente, a medida que el
alzheimer
le había ido robando más de lo intermedio, daba la impresión de que la línea del tiempo de su vida se había convertido en un acordeón que se plegaba sobre sí mismo, acercando cada vez más el pasado al presente, concentrando y contrayendo los años transcurridos.

Sin embargo, aquel día Rose lo recordaba todo: su familia, sus amigos, la vida que había tenido. Por un momento, había cerrado los ojos y había deseado regresar al olvido anterior. Algunos días, el
alzheimer
la aterrorizaba, pero otras veces era un consuelo. No estaba preparada para aquella ventana despejada al pasado. Abrió los ojos y miró el calendario que tenía en la mesilla junto a su cama. Todas las noches, antes de cerrar los ojos, tachaba el día que acababa de vivir. Estaba perdiendo todo lo demás, pero saber el día de la semana era algo que aún podía controlar y, según la equis roja que había en el calendario, hoy, veintinueve de septiembre, era un día especial. Rose supo de inmediato que el hecho de recuperar la lucidez precisamente aquel día era una señal de lo alto.

Por eso se había pasado la mañana escribiéndolo todo, lo mejor que había podido, en una carta dirigida a su nieta. Algún día, Hope la leería y comprendería, pero todavía no. Aún faltaban algunas piezas. Cuando Rose cerró el sobre, poco antes de la hora de comer, se sintió vacía y triste, como si acabara de sellar una parte de su vida. Suponía que, en cierto modo, así era.

Prestando mucha atención, escribió la dirección de Thom Evans, el abogado que había preparado su testamento, y pidió por favor a una de las enfermeras que pusiera un sello a la carta y la despachara. A continuación tomó asiento y escribió una lista, trazando cada nombre con cuidado y con toda claridad en grandes letras de imprenta, aunque le temblaban las manos.

Más tarde, durante el trayecto en coche a la playa con Hope y Annie, se palpó tres veces el bolsillo de la falda para comprobar si la lista seguía allí. Aquello lo era todo para ella y así Hope también sabría la verdad. No podía oponerse a la marea por más tiempo y, en realidad, ya no estaba segura de querer hacerlo. Le resultaba agotador ser ella sola el dique que contenía la fuerza de la crecida.

Entonces, erguida sobre el montón de rocas, con su nieta a un lado y su biznieta al otro, en la
heure bleue
cada vez más tenue, elevó la mirada al cielo e inspiró y espiró al mismo ritmo que el océano, mientras sostenía el Star Pie en las manos. Arrojó el primer trozo al agua y recitó las palabras en voz tan baja que ni ella misma las oyó por encima del embate rítmico de las olas.

—Perdón por marcharme —le susurró al viento—. Perdón por las decisiones que he tomado. —Un trocito de la tapa de masa cayó sobre una ola que rompía—. Perdón por las personas a las que he hecho daño.

El viento se llevaba sus palabras.

A medida que arrojaba al mar un trocito de pastel tras otro, observaba a Hope y a Annie, que la miraban fijamente, desconcertadas. Sintió una punzada de culpa por asustarlas, pero no tardarían en comprenderlo. Ya tocaba.

Volvió a mirar al cielo y habló con Dios en voz baja, usando palabras que no pronunciaba desde hacía sesenta años. No esperaba perdón —estaba segura de no merecerlo—, pero quería que Dios supiera de su arrepentimiento.

Nadie sabía la verdad, salvo Dios y, desde luego, Ted, que había muerto veinticinco años atrás. Había sido un buen hombre, una persona amable, un padre para su Josephine y un abuelo para su Hope. Les había manifestado amor y por eso ella le estaría eternamente agradecida, porque ella no había sabido hacerlo. Aún se preguntaba si él la habría querido tanto si hubiese sabido toda la verdad. Él se la había imaginado —estaba segura—, pero, si se la hubiese dicho en voz alta, le habría partido el corazón.

Rose inhaló profundamente y miró a los ojos a Hope, sabiendo que le había fallado. La madre de Hope, Josephine, había sufrido como consecuencia de los errores de Rose y Hope también. Incluso entonces Rose lo veía en los ojos de su nieta y en la manera en que vivía su vida. Después miró a Annie, la que le traía de golpe todos los recuerdos. Esperaba que su futuro fuera mejor.

—Necesito que hagas algo por mí —dijo Rose finalmente, volviéndose a su nieta.

—¿Qué necesitas? —preguntó Hope con dulzura—. Haré lo que quieras.

Hope no sabía a lo que se estaba comprometiendo, pero Rose no tenía otra alternativa.

—Que vayas a París —dijo Rose con calma.

Hope abrió mucho los ojos.

—¿A París?

—A París —repitió Rose con voz firme y, antes de que Hope pudiera preguntar nada, prosiguió—: Tengo que saber qué ha sido de mi familia. —Rose se metió la mano en el bolsillo y sacó la lista, que quemaba como si estuviera en llamas, junto con un cheque por mil dólares que había rellenado con mucho cuidado. Alcanzaría para un billete de avión a Francia. Le ardía la palma cuando Hope los cogió—. Tengo que saberlo —repitió Rose con suavidad.

Las olas rompieron contra el dique de sus recuerdos y ella se preparó para la inundación.

—¿Tu… familia? —preguntó Hope, vacilante.

Rose asintió con la cabeza y Hope desplegó el trocito de papel y leyó rápidamente los siete nombres.

«Siete nombres —pensó Rose. Miró hacia lo alto, donde empezaban a despuntar las estrellas de la Osa Mayor—. Siete estrellas en el firmamento».

—Debo saber lo que ocurrió —le dijo a su nieta— y, por eso, ahora tú también.

—¿Qué pasa? —interrumpió Annie.

Parecía asustada y a Rose le hubiese gustado consolarla, pero sabía que lo suyo no era consolar, como tampoco lo era decir la verdad. Nunca lo había sido. Además, Annie tenía doce años. Ya tenía edad para saber. Era solo dos años más joven que Rose cuando empezó la guerra.

—¿Quiénes son estas personas? —preguntó Hope, mirando otra vez la lista.

—Son mi familia —dijo Rose—. Tu familia.

Cerró los ojos por un instante y rastreó los nombres en su corazón, que, increíblemente, no había dejado de latir en todos aquellos años.

Albert Picard, 1897-

Cecile Picard, 1901-

Hélène Picard, 1924-

Claude Picard, 1929-

Alain Picard, 1931-

David Picard, 1934-

Danielle Picard, 1937-

Cuando Rose abrió los ojos, Hope y Annie la estaban mirando fijamente. Respiró hondo.

—Tu abuelo fue a París en 1949 —comenzó.

Hablaba con voz forzada, porque le costaba decir las palabras en voz alta, incluso después de tantos años. Rose volvió a cerrar los ojos y recordó la cara de Ted el día que regresó a casa. No había podido mirarla a los ojos. Había hablado poco a poco para darle noticias sobre las personas que ella había amado más que a nadie en el mundo.

—Todos han muerto —continuó Rose al cabo de un momento. Volvió a abrir los ojos y miró a Hope—. Era lo único que yo necesitaba saber en aquel momento. Le pedí a tu abuelo que no me dijera nada más. Mi corazón no podía soportarlo.

Solo cuando él le dio la noticia, ella accedió finalmente a regresar con él al pueblo del cabo Cod en el que él había nacido y se había criado. Hasta entonces, había querido quedarse en Nueva York, por si acaso. Era el lugar donde siempre había creído que la encontrarían, el punto de encuentro que habían fijado hacía tantos años. Sin embargo, ya no quedaba nadie para buscarla. Estaba perdida para siempre.

—¿Todas estas personas? —preguntó Annie, rompiendo el silencio y haciendo regresar a Rose al presente—. ¿Están todas, o sea, muertas? ¿Qué pasó?

Rose hizo una pausa.

—El mundo se vino abajo —dijo por fin.

Era lo único que podía decir y era la verdad. El mundo se había derrumbado sobre sí mismo, retorciéndose y plegándose en algo que ella ya no podía reconocer.

—No lo comprendo —murmuró Annie.

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