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Authors: Kristin Harmel

Tags: #Romántico

La lista de los nombres olvidados (5 page)

BOOK: La lista de los nombres olvidados
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Rose sabía que la joven del cabello castaño brillante, los rasgos familiares y los ojos hermosos y tristes acababa de decirle quién era, pero ella ya lo había olvidado. Un pánico conocido le subió hasta la garganta. Ojalá pudiera aferrarse a los recuerdos como si fueran cuerdas de salvamento y guardarlos antes de hundirse, pero le resultaban resbaladizos —no podía agarrarlos—, de modo que carraspeó y, con una sonrisa forzada, se aventuró a expresar su mejor conjetura:

—Josephine, cielo, busca el lucero en el horizonte —dijo.

Señaló el espacio vacío en el cual sabía que en cualquier momento aparecería el lucero vespertino. Esperaba haber acertado. Hacía mucho que no veía a Josephine. O tal vez sí. Era imposible saberlo.

La joven de ojos tristes carraspeó y dijo:

—No, Mamie; soy Hope. Josephine no está aquí.

—Ah, sí, claro, ya lo sé —se apresuró a rectificar Rose—. Me debo de haber equivocado al decirlo.

No podía permitir que nadie —ninguno de ellos— supiera que estaba perdiendo la memoria. ¡Qué vergüenza!, ¿verdad? Como si no los quisiera lo suficiente para recordarlos: le resultaba embarazoso, porque ocurría todo lo contrario. Tal vez, si disimulaba un poco más, las nubes se disiparían y sus recuerdos regresarían de dondequiera que hubiesen ido a esconderse.

—No pasa nada, Mamie —dijo la joven, que parecía demasiado mayor para ser Hope, su única nieta, que no podía tener más de trece o catorce años. Sin embargo, Rose podía ver las arrugas de preocupación grabadas en torno a los ojos de la joven: demasiadas arrugas para una niña de esa edad. ¿Qué la preocuparía? Tal vez la madre de Hope supiera lo que no iba bien. Tal vez entonces Rose pudiera ayudarla. Quería ayudar a Hope, pero no sabía cómo.

—¿Dónde está tu madre, querida? —le preguntó Rose a Hope con amabilidad—. ¿Va a venir?

Rose tenía tantas cosas que quería decirle a Josephine, tanto de que disculparse, y temía que se le estuviera acabando el tiempo. ¿Por dónde empezaría? ¿Le pediría perdón primero por sus numerosos errores? ¿Por su frialdad? ¿Por enseñarle, sin querer, todo al revés? Rose sabía que había tenido muchas oportunidades de pedir perdón en el pasado, pero las palabras siempre se le quedaban atragantadas. Tal vez fuera hora de obligarse a decirlas, para que Josephine las oyera antes de que fuera demasiado tarde.

—¿Mamie? —dijo Hope con vacilación.

Rose le sonrió con dulzura. Sabía que Hope crecería algún día y llegaría a ser una persona buena y fuerte. Josephine también era esa clase de mujer, pero su personalidad estaba envuelta en tantas capas de defensa, como consecuencia de los errores de Rose, que costaba darse cuenta.

—Dime, querida —dijo Rose, porque Hope había callado.

De pronto, Rose se imaginó lo que Hope estaba a punto de decir. Ojalá pudiera impedírselo antes de que las palabras le hicieran daño, pero era demasiado tarde. Siempre era demasiado tarde.

—Mi madre, Josephine, ha muerto —dijo Hope con suavidad—. Hace dos años, Mamie. ¿No te acuerdas?

—¿Mi hija? —preguntó Rose y la tristeza rompió sobre ella como una ola—. ¿Mi Josephine?

La verdad la cubrió como la marea y por un instante Rose se quedó sin aliento. Se sorprendió de los trucos que le jugaba la memoria, que se llevaba los recuerdos infelices, arrastrándolos al mar.

Sin embargo, algunos recuerdos —Rose lo sabía— no se podían borrar, ni siquiera cuando uno se ha pasado toda la vida fingiendo que no están allí.

—Lo lamento, Mamie —dijo Hope—. ¿Lo habías olvidado?

—No, no —se apresuró a responder—, claro que no. —Hope apartó la vista y Rose la miró fijamente. La joven le recordó por un instante a algo o a alguien, pero, antes de que pudiera atraparlo, el pensamiento se alejó, revoloteando fuera de su alcance, como una mariposa—. ¿Cómo iba a olvidar algo así? —dijo Rose con suavidad.

Estuvieron sentadas un rato en silencio, mirando por la ventana. El lucero vespertino ya había salido y Rose no tardó en poder ver las estrellas de la Osa Mayor. Una vez, su padre le dijo que aquella era la cacerola de Dios y, como él le había enseñado a hacer, siguió la línea de la estrella llamada Merak hasta la llamada Dubhe y encontró a Polaris, la Estrella Polar, que justo empezaba a abrir para ella su ojo somnoliento en el cielo infinito. Sabía el nombre de muchísimas estrellas y a las que no sabía cómo se llamaban las había bautizado ella misma con el nombre de personas que había perdido hacía mucho tiempo.

Le extrañaba que no pudiera retener los hechos más sencillos y, sin embargo, los nombres celestiales estuvieran escritos en su memoria de forma indeleble. Los había estudiado en secreto durante muchísimos años con la esperanza de que algún día le sirvieran para encontrar el camino a casa. Sin embargo, ella seguía aquí, en la tierra —¿verdad?— y las estrellas estaban tan lejos como siempre.

—¿Mamie? —preguntó Hope, rompiendo el silencio al cabo de un rato.

Rose se volvió hacia ella y sonrió al oír aquella palabra. Recordaba con cariño a su propia
mamie
, una mujer que siempre le había parecido tan glamurosa, una mujer cuyos sellos característicos eran el pintalabios rojo, los pómulos altos y una melena oscura y elegante que había pasado de moda en la década de 1920. Entonces recordó lo que le había ocurrido a su
mamie
y la sonrisa desapareció. Parpadeó unas cuantas veces y regresó al presente:

—Dime, querida —dijo Rose.

—¿Quién es Leona?

La palabra dejó a Rose sin aliento por un instante, porque era un nombre que no pronunciaba hacía casi setenta años. ¿Por qué habría de hacerlo? No creía en resucitar a los espíritus.

—Nadie —respondió por fin.

Era mentira, desde luego, porque Leona era alguien, como todos los demás. Al volver a negarlos, sabía que estaba tensando un poco más el tapiz del engaño. Se preguntó si alguna vez llegaría a estar tan tenso como para asfixiarla.

—Pero Annie dice que la has llamado Leona —insistió Hope.

—No, se equivoca —dijo Rose enseguida—. No hay ninguna Leona.

—Pero…

—¿Cómo está Annie? —preguntó Rose para cambiar de tema.

Recordaba a Annie con toda claridad. Era la tercera generación de estadounidenses en su familia. Primero Josephine, después Hope y ahora, la pequeña Annie, la aurora después del crepúsculo de Rose. No había demasiadas cosas de las que estuviera orgullosa en su vida, pero su biznieta era una de ellas.

—Está bien —respondió Hope, pero Rose advirtió que el trazo de su boca no era del todo natural—. Últimamente pasa mucho tiempo con su padre. Han estado todo el verano yendo a los partidos de la Liga del Cabo Cod.

Rose escarbó en su memoria.

—¿Qué clase de Liga?

—La de béisbol. La Liga de verano. Como los partidos a los que solía llevarme el abuelo cuando yo era pequeña.

—¡Qué bien! Parece interesante, querida —dijo Rose—. ¿Y tú vas con ellos?

—No, Mamie —dijo Hope con suavidad—. El padre de Annie y yo nos hemos divorciado.

—Desde luego —murmuró Rose. Estudió el rostro de Hope cuando ella alzó la vista y observó en sus rasgos el mismo tipo de tristeza que encontraba cada vez que se miraba al espejo. ¿Por qué estaría tan triste?— ¿Todavía estás enamorada de él? —se atrevió a inquirir.

Hope levantó los ojos de golpe y Rose se sintió fatal al advertir que, probablemente, aquella no era la pregunta adecuada. A veces no distinguía entre lo que era correcto y lo que no.

—No —murmuró Hope finalmente y, sin mirarla, añadió—: Y creo que nunca lo quise. Es terrible decir algo así, ¿verdad? Creo que hay algo en mí que está mal.

A Rose se le hizo un nudo en la garganta. Conque el peso se había transmitido también a Hope. Ahora lo sabía. Su propio corazón cerrado tenía repercusiones que jamás hubiera imaginado. Y ella era la responsable de todo aquello, pero ¿cómo decirle a Hope que el amor existía y que era capaz de cambiarlo todo? Como no podía hacerlo, carraspeó y trató de concentrarse en el presente.

—A ti no te pasa nada malo, cielo —le dijo a su nieta.

Hope echó un vistazo a su abuela y después miró hacia otro lado.

—¿Y si me pasara? —preguntó con suavidad.

—No te tienes que culpar a ti misma —dijo Rose—. Hay cosas que no pueden ser. —Algo merodeaba otra vez en los confines de su memoria. No podía recordar el nombre del marido de Hope, aunque sabía que nunca le había caído demasiado bien. ¿Habría tratado mal a Hope? ¿O lo que pasaba era, simplemente, que siempre parecía demasiado frío, demasiado equilibrado?— Ha sido un buen padre para Annie, ¿verdad? —añadió, porque le pareció que tenía que decir algo bueno.

—Desde luego —dijo Hope, tensa—. Es un padre estupendo. Le compra todo lo que ella quiere.

—Pero eso no es amor —objetó Rose, vacilante—, sino que solo son cosas.

—Bueno, sí —dijo Hope.

De pronto, parecía agotada. El pelo le caía delante de la cara, como una lámina, ocultando su expresión. En aquel momento, Rose estaba segura de haber visto lágrimas en los ojos de su nieta, pero, cuando Hope volvió a alzar la mirada, aquellos ojos dolorosamente familiares estaban despejados.

—¿Has salido después con otros hombres? —le preguntó Rose al cabo de un momento—. Después del divorcio, quiero decir.

Pensaba en su propia situación y en que, algunas veces, había que seguir adelante, aunque hubiésemos entregado el corazón.

—Claro que no. —Hope agachó la cabeza y evitó la mirada de Rose. Después farfulló—: No quiero ser como mi madre. Annie es lo más importante para mí. Nada de tíos a diestro y siniestro.

Rose lo comprendió entonces. De repente, recordó retazos de la infancia de su nieta. Recordó que Josephine había buscado sin cesar el amor en todos los lugares equivocados, con todos los hombres equivocados, cuando lo tenía justo allí, en los ojos de Hope, todo el tiempo. Recordó las innumerables noches en las que Josephine dejaba a su hija con Rose para poder salir. Hope, que entonces era muy pequeñita, lloraba en brazos de su abuela hasta quedarse dormida. Recordaba las manchas de lágrimas en sus blusas, que la hacían sentir vacía y sola mucho después de que Hope se hubiese dormido.

—Tú no eres tu madre, cielo —dijo Rose con dulzura.

Le dolía el corazón, porque aquello —todo— era culpa suya. ¿Quién le iba a decir que las consecuencias de sus decisiones seguirían repercutiendo durante varias generaciones?

Hope carraspeó, apartó la mirada y cambió de tema.

—Conque ¿estás segura de que no conoces a ninguna Leona? —preguntó.

Rose parpadeó unas cuantas veces, mientras el nombre abría otro agujero en su corazón. Apretó los labios y movió la cabeza de un lado a otro. Tal vez, si no se hacía en voz alta, mentir no fuera tan malo.

—¡Qué extraño! —murmuró Hope—. Annie estaba segura de que la habías llamado así.

—Pues sí que es raro.

Rose deseó poder ofrecer a la joven las respuestas que anhelaba, pero no estaba preparada, porque decir la verdad sería como abrir una compuerta. Sentía el agua que crecía tras la presa y sabía que no tardaría en desbordar. Los ríos, las mareas y las crecidas seguían siendo suyos, por ahora, y los surcaba sola.

Por un instante, le dio la impresión de que Hope quería añadir algo, pero, en cambio, se puso de pie y abrazó a Rose con fuerza y le prometió regresar pronto. Se fue sin mirar atrás.

Rose la observó marchar y advirtió que aún no era oscuro del todo: Hope ni siquiera había estado durante toda la
heure bleue
, lo cual entristeció a Rose, aunque no culpó a la muchacha. Rose sabía que aquello, como tantas otras cosas, era culpa suya.

Después, cuando ya habían salido todas las estrellas, se presentó la enfermera preferida de Rose —una mujer cuya piel brillaba como el
pain au chocolat
que, tanto tiempo atrás, Rose llevaba a casa para su hermano David y su hermana Danielle— para asegurarse de que hubiera tomado todos los medicamentos de la noche.

—Hola, Rose —dijo, sonriéndole a los ojos, mientras le servía un vaso de agua y le abría el pastillero—. ¿Ha venido alguien a verte esta tarde?

Rose se puso a cavilar, tratando de recordar. Saltó una chispa, un destello en el fondo de su memoria, pero no tardó en desaparecer. Tenía la certeza de que había contemplado el crepúsculo ella sola, como todas las noches.

—No, querida —respondió Rose.

—¿Estás segura? —insistió la enfermera. Le entregó sus pastillas en un vaso de papel y vio que las tragaba y bebía un poco de agua—. Amy, la recepcionista de la planta baja, me dijo que había venido tu nieta, Hope.

Rose sonrió, porque quería mucho a Hope, que debía de tener trece o catorce años.

«¡Cómo pasa el tiempo! —pensó—. Antes de que me dé cuenta, será adulta».

—No —dijo a la enfermera—. No ha venido nadie, pero tienes que conocerla algún día. Es un encanto de niña. Tal vez venga a verme con su madre.

La enfermera le apretó ligeramente el brazo y sonrió:

—De acuerdo, Rose —dijo—. De acuerdo.

Capítulo 4

N
unca había sido mi intención regresar aquí: a la panadería, al cabo Cod ni a nada de todo esto.

No era cosa prevista que a los treinta y seis años yo tuviera una hija adolescente ni fuese la propietaria de una panadería. Cuando estaba en la universidad, soñaba con irme a vivir muy lejos, con viajar por todo el mundo y con ganarme la vida como abogada.

Entonces conocí a Rob, que estaba en último año de Derecho justo cuando yo acababa de empezar la carrera. Si me parecía que el cabo Cod ejercía una fuerte atracción sobre mí, no tenía ni punto de comparación con lo que supuso entrar en su órbita. A mediados de año me falló el control anticonceptivo y tuve que decirle que estaba embarazada: una semana después me propuso matrimonio. Según dijo, era lo que correspondía hacer.

Entre los dos habíamos decidido que me tomaría un año para tener al bebé antes de volver a la universidad. Annie nació en agosto. Rob consiguió trabajo en un bufete de Boston y sugirió que me quedara en casa con nuestra hija un poco más, ya que sus ingresos habían mejorado. Al principio, la idea parecía buena. Sin embargo, después del primer año, el abismo entre nosotros se había vuelto tan grande que yo ya no sabía cómo salvarlo. Mis días, llenos de pañales, la lactancia y
Barrio Sésamo
, apenas le despertaban interés y he de reconocer que yo estaba celosa de que él se relacionara con el mundo todos los días e hiciera todas las cosas que yo había soñado en otra época. No me arrepentía de haber tenido a Annie —jamás lo lamenté ni por un instante—, sino de no haber tenido la oportunidad de vivir la vida como esperaba.

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