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Authors: Kristin Harmel

Tags: #Romántico

La lista de los nombres olvidados (2 page)

BOOK: La lista de los nombres olvidados
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—No lo sé, Matt —digo—. Lo que pasa es que… —Busco palabras que no hagan daño—. Creo… Me parece demasiado pronto, la verdad. Hace tan poco del divorcio y Annie lo está pasando mal. Creo que lo mejor sería que solo…

—No es más que una cena, Hope —me interrumpe Matt—. No te estoy pidiendo que te cases conmigo.

Las mejillas se me ponen rojas como tomates.

—No, claro que no —farfullo.

Echa a reír y me coge las manos.

—Relájate, Hope. —Cuando vacilo, sonríe apenas y añade—: Tienes que comer, ¿no?

—De acuerdo, vale —digo.

Justo en aquel momento se abre la puerta de la panadería y entra Annie con la mochila colgada de un hombro y gafas de sol oscuras, aunque ni siquiera ha despuntado el día. Se para en seco y nos mira fijamente un instante; de inmediato sé lo que está pensando. Alejo las manos de Matt, pero es demasiado tarde.

—Estupendo —dice. Se quita las gafas con brusquedad, se echa la melena larga y ondulada, color rubio apagado, por encima del hombro y nos clava la mirada de tal modo que sus ojos grises oscuros parecen más tempestuosos de lo habitual—. ¿Estabais a punto de, o sea, empezar a daros el lote, si no llego a venir?

—Annie —le digo, poniéndome de pie—, no es lo que parece.

—Es igual —masculla.

Se ha convertido en su expresión preferida.

—No le faltes al respeto a Matt —digo.

—Es igual —repite y esta vez pone los ojos en blanco, para darle más énfasis—. Me quedaré atrás, así podéis, o sea, seguir con lo que estuvierais haciendo.

La observo con impotencia cuando arremete contra las puertas dobles que conducen al obrador. Oigo que arroja la mochila sobre la encimera —el peso hace tintinear los boles de acero inoxidable que dejo apilados allí— y hago una mueca.

—Perdona —le digo, volviéndome hacia Matt, que mira fijamente el lugar por el que se ha marchado Annie.

—Menuda niña —dice.

Suelto una risa forzada.

—Chavales.

—Francamente, no sé cómo se lo aguantas —dice.

Le dirijo una sonrisa tensa. Yo puedo estar molesta con mi hija, pero él no.

—Está pasando por un mal momento —digo. Me pongo de pie y miro hacia el obrador—. El divorcio ha sido peliagudo para ella. Además, te acordarás de lo que era séptimo. No es precisamente un año sencillo.

Matt se pone de pie también.

—Pero dejas que te hable de una manera…

Algo en mi estómago se pone tenso.

—Adiós, Matt —le digo, con la mandíbula tan apretada que me hace daño. Sin darle tiempo a responder, me vuelvo y me dirijo al obrador, con la esperanza de que capte la indirecta y se marche.

—No puedes tratar mal a los clientes —es lo primero que le digo en cuanto atravieso las puertas dobles y entro en el obrador.

Annie está de espaldas, revolviendo algo en un bol —creo que es la masa para preparar los
cupcakes
de terciopelo rojo—, y por un momento pienso que no me quiere hacer caso, hasta que me doy cuenta de que tiene puestos unos auriculares. El maldito iPod.

—¡Oye! —digo en voz más alta.

Sigue sin responder, de modo que me sitúo detrás de ella y le quito el auricular de la oreja izquierda. Pega un salto y se vuelve con cara de indignación, como si la hubiese abofeteado.

—¡Por Dios, mamá! ¿Qué te pasa? —protesta.

Su expresión airada me desconcierta y por un instante me quedo helada, porque aún veo a la chiquilla dulce que solía trepar a mi regazo para escuchar los cuentos de hadas de Mamie, la que acudía a mí en busca de consuelo cuando se hacía daño en la rodilla y la que me hacía alhajas de plastilina y quería que me las pusiera para ir al supermercado. Sigue allí, en alguna parte, pero ahora se esconde tras aquella capa glacial. ¿Cuándo han cambiado las cosas? Me gustaría decirle que la quiero y que ojalá no tuviéramos que discutir así, pero, por el contrario, me oigo decir con frialdad:

—¿No te tengo dicho que no te maquilles para ir a la escuela, Annie?

Entorna los ojos llenos de rímel y frunce los labios demasiado rojos en una sonrisita de suficiencia.

—Papá ha dicho que estaba bien.

Maldigo a Rob en mi fuero interno. Parecería que se hubiese propuesto hacer lo posible para desautorizar todas mis órdenes.

—Pues yo te digo que no —sostengo con firmeza—, así que vas al cuarto de baño y te lavas la cara.

—No —dice Annie.

Se lleva las manos a las caderas en un gesto de desafío y me lanza una mirada airada, sin advertir aún los chorretones que la masa roja le ha dejado en los vaqueros. Seguro que, cuando se dé cuenta, también me echará la culpa a mí.

—No es una cuestión que haya que discutir, Annie —le digo—. Si no me obedeces ahora mismo, te castigo.

Percibo la frialdad de mi voz y me recuerda a mi madre. Durante un minuto me aborrezco a mí misma, pero miro a Annie a los ojos, sin pestañear.

Ella aparta la mirada primero:

—¡Es igual! —Se arranca el delantal y lo arroja al suelo—. Ni siquiera debería trabajar aquí —grita con las manos en alto—: ¡Esto es explotación infantil!

Pongo los ojos en blanco. Ya lo hemos discutido diez mil veces: en sentido estricto, no se puede considerar un trabajo, porque no recibe un sueldo; se trata del negocio familiar y espero que ella colabore, como yo ayudaba a mi madre cuando era niña y mi madre ayudaba a mi abuela.

—No te lo voy a volver a explicar, Annie —le digo, tirante—. ¿Prefieres cortar el césped y hacer todas las tareas domésticas?

Se marcha muy enfadada y se dirige —supongo— al cuarto de baño situado del otro lado de las puertas dobles.

—¡Te odio! —me replica, mientras desaparece.

Las palabras se me clavan en el corazón como dagas, aunque recuerdo que, cuando tenía la edad de Annie, yo se las soltaba a mi madre.

—Vale —murmuro, mientras recojo el bol de masa y la cuchara de madera que ha dejado sobre la mesa de trabajo—. ¿Alguna otra novedad?

A las siete y media, cuando Annie está a punto de marcharse para recorrer a pie las cuatro manzanas hasta el instituto Sea Breeze, todos los pastelillos han salido del horno y la panadería está llena de clientes habituales. Queda todavía otra hornada de nuestro
strudel
de Rose, relleno de manzanas, almendras, pasas de uva, cáscara de naranja confitada y canela, cuyo olor reconfortante flota por toda la panadería. Kay Sullivan y Barbara Koontz, las dos viudas octogenarias que viven enfrente, miran por la ventana y conversan animadamente mientras beben sorbos de café en la mesa más próxima a la puerta. Gavin Keyes, a quien he contratado para que, a lo largo del verano, me ayude a conseguir que la casa de mi madre vuelva a ser habitable, bebe café y come un
éclair
, mientras lee un ejemplar del
Cape Cod Times
. Derek Walls, un joven viudo que vive en la playa, está aquí con sus gemelos de cuatro años, Jay y Merri, cada uno de los cuales lame el baño que cubre su
cupcake
de vainilla, aunque solo es la hora del desayuno. Y, de pie delante del mostrador, Emma Thomas, la enfermera cincuentona de la residencia que cuidaba a mi madre cuando entró en fase terminal, trata de decidir con qué pastelillo acompañará su té.

Cuando estoy a punto de envolverle a Emma una magdalena de arándanos para llevar, Annie pasa a mi lado dando zancadas, con el abrigo puesto y la mochila colgada de un solo hombro. Extiendo la mano y la cojo del brazo, antes de que pueda salir.

—Deja que te vea la cara —le digo.

—No —farfulla, mirando al suelo.

—¡Annie!

—Es igual —refunfuña.

Mira hacia arriba y veo que se ha aplicado otra capa de rímel y un poco más del espantoso pintalabios. Aparentemente, también se ha puesto una capa de colorete fucsia que no tiene nada que ver con el color sonrosado de sus mejillas.

—Quítatelo, Annie —le digo—, y deja aquí el maquillaje.

—No me lo puedes quitar —objeta—. Me lo he comprado con mi dinero.

Miro alrededor y advierto que la tienda ha quedado en silencio, salvo Jay y Merri, que siguen charlando en el rincón. Gavin me observa con preocupación y las ancianas que están junto a la puerta se me quedan mirando. De pronto, me siento cohibida. Sé que ya parezco la fracasada del pueblo por dejar que mi matrimonio con Rob se fuera al garete —todo el mundo lo considera perfecto y piensan que fui afortunada al casarme con él— y ahora resulta que también como madre dejo mucho que desear.

—Annie —le digo, apretando los dientes—, me haces caso ahora mismo y esta vez quedas castigada por desobedecerme.

—Los próximos días estaré con papá —me rebate, con una sonrisita de suficiencia—, así que no me puedes castigar. ¿Te acuerdas? Ya no vives más allí.

Trago saliva. Me niego a permitir que se entere del daño que me producen sus palabras.

—Fantástico —digo alegremente—. Quedas castigada desde el momento en que pises mi casa.

Despotrica para sus adentros, mira alrededor y parece darse cuenta de que todos la miran.

—Es igual —rezonga y se dirige al cuarto de baño.

Suspiro y me vuelvo otra vez hacia Emma.

—Perdona —le digo y advierto que me tiemblan las manos cuando vuelvo a coger la magdalena.

—No te preocupes, guapa. He criado a tres hijas —dice—. Ya se le pasará.

Paga y se marcha y entonces veo que la señora Koontz y la señora Sullivan, que vienen desde que se inauguró la panadería, hace sesenta años, se ponen de pie y se van renqueando, cada una con su bastón. Derek y los gemelos también se preparan para irse, de modo que salgo de detrás del mostrador para recoger los platos. Ayudo a Merri a abotonarse la chaqueta, mientras Derek le sube la cremallera a Jay. Merri me da las gracias por el
cupcake
y les digo adiós con la mano cuando se van.

Un minuto después, Annie sale del cuarto de baño, afortunadamente sin nada de maquillaje. Tira sobre una de las mesas un tubo de rímel, un pintalabios y una cajita de colorete y me fulmina con la mirada.

—Aquí lo tienes. ¿Estás contenta? —pregunta.

—Contentísima —le respondo con sequedad.

Se queda allí un momento, como si quisiera decir algo. Me he armado de valor para resistir algún insulto sarcástico, de modo que me sorprendo cuando se limita a decir:

—Dime, ¿quién es Leona?

—¿Leona? —Busco en mi memoria, pero no encuentro nada—. No lo sé. ¿Por qué? ¿De dónde has sacado ese nombre?

—De Mamie —dice—. Siempre me llama así y me da la impresión de que, o sea, que la pone supertriste, ¿no?

Me quedo de una pieza.

—¿Has estado yendo a ver a Mamie?

Cuando murió mi madre, hace dos años, mi abuela empeoró de golpe y tuvimos que ingresarla en un hogar para enfermos de demencia.

—Pues sí —responde Annie—. ¿Por?

—Es que… no lo sabía.

—Alguien tiene que ir —me suelta.

A juzgar por su expresión de triunfo, estoy segura de que la culpa se me nota en la cara.

—Estoy muy ocupada con la panadería, Annie —le digo.

—Sí, vale, pero yo sí que encuentro el tiempo —dice—. Tal vez, si pasaras menos tiempo con Matt Hines, podrías dedicarle más a Mamie.

—Pero si con Matt no pasa nada…

Me percato de pronto de la presencia de Gavin a escasos metros de distancia y siento que se me arrebolan las mejillas. Lo último que necesito es que todo el pueblo se entere de mis asuntos o de la ausencia de ellos, según se mire.

—Es igual —dice Annie, poniendo los ojos en blanco—. La cuestión es que por lo menos Mamie me quiere. Siempre me lo dice.

Me lanza una sonrisa de suficiencia y sé que me corresponde decir: «Yo también te quiero, cielo» o «Tu papá y yo te queremos mucho» o algo por el estilo. ¿Acaso no es eso lo que se espera que diga una buena madre? Por el contrario, como soy una mala madre, lo que me sale es decirle:

—¿Ah, sí? Pues a mí me da la impresión de que le está diciendo que la quiere a una persona llamada Leona.

Annie se queda boquiabierta y me mira fijamente un minuto. Quiero acercarme a ella, darle un abrazo y pedirle perdón, decirle que lo he dicho sin querer, pero, sin darme tiempo, gira sobre sus talones y sale de la panadería dando zancadas, aunque no sin antes dejarme ver las lágrimas que le asoman por las comisuras de los ojos. No mira atrás.

Se me parte el corazón y me quedo mirando el lugar por donde se ha ido. Me desplomo en una de las sillas donde estaban sentados los gemelos y me cojo la cabeza con las manos. Lo estoy haciendo todo mal, pero lo que peor hago es relacionarme con las personas que quiero.

No me doy cuenta de que Gavin está de pie a mi lado hasta que siento su mano en mi hombro. Levanto la cabeza de golpe, sobresaltada, y descubro un agujerito en el muslo de sus vaqueros desteñidos. Por un instante me dan unas ganas extrañas de ofrecerme a zurcírselo, pero eso es ridículo: no se me da mejor usar hilo y aguja que lo de ser madre o mujer casada. Muevo la cabeza de un lado a otro y alzo la mirada, por encima de su camisa de franela azul a cuadros hasta su rostro, en el que se observa la sombra espesa de una barba oscura sobre la mandíbula firme. Su gruesa mata de cabello oscuro da la impresión de no haber sido peinada desde hace días, pero, en lugar de darle un aspecto descuidado, lo vuelve muy atractivo, de una manera que me hace sentir incómoda. Los hoyuelos que se le forman cuando me sonríe con dulzura me recuerdan lo joven que es: veintiocho —pienso— o tal vez veintinueve. De pronto me siento una anciana, aunque solo tengo siete u ocho años más que él. ¿Cómo será ser así de joven y no tener ninguna responsabilidad verdadera: ni una hija preadolescente que te odie ni un negocio que amenaza ruina al que tienes que rescatar?

—No te agobies, Hope —dice; me da una palmadita en la espalda y carraspea—. Ella te quiere. Eres una buena madre.

—Sí, claro, gracias —le digo y aparto la mirada.

Es cierto que nos hemos visto casi todos los días durante los meses que ha estado trabajando en mi casa y que, cuando yo regresaba del trabajo por las tardes, a menudo preparaba una limonada y me sentaba con él en el porche, haciendo todo lo posible para no mirar la ondulación morena de sus bíceps, pero no me conoce. No me conoce de verdad y, sin duda, no lo suficiente como para juzgarme como madre. Si me conociera bien, sabría que soy un fracaso.

Me da otra palmadita torpe y dice:

—Lo digo en serio.

Entonces se marcha él también, dejándome sola en mi inmenso
cupcake
rosa, que de pronto me resulta muy amargo.

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