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Authors: Kristin Harmel

Tags: #Romántico

La lista de los nombres olvidados (3 page)

BOOK: La lista de los nombres olvidados
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Capítulo 2

A
quel día cierro pronto la panadería, porque tengo algunas cosas que hacer. Aunque el sol no se ha puesto todavía cuando llego, a las 18.15, el interior de la casita que pretendo convertir en mi hogar me resulta oscuro y deprimente.

Reina un silencio ensordecedor. Hasta el año pasado, cuando, poco antes de Navidad, Rob me sorprendió con el anuncio de que quería divorciarse, siempre me había gustado volver a casa. Estaba orgullosa de la vida que habíamos construido juntos en la casa victoriana sólida y blanca frente a la bahía del cabo Cod, justo al este de la playa pública. Yo misma la había pintado por dentro, había puesto azulejos nuevos en la cocina y en el vestíbulo, había instalado suelos de madera en el piso superior y en el salón y había plantado el jardín, en el que predominaban las hortensias azules y las rosas japonesas rosadas, cuya belleza destacaba en contraste con las paredes de madera blanca.

Entonces, justo cuando finalmente lo había acabado todo y me disponía a relajarme, por fin, en la casa de mis sueños, Rob me hizo sentar y me anunció, sin levantar la voz y sin mirarme a los ojos, que él también había acabado: con nuestro matrimonio y conmigo.

En el plazo de tres meses, cuando todavía no me había recuperado de la muerte de mi madre por un cáncer de mama ni de la decisión de ingresar a Mamie en un hogar para enfermos de demencia, me tuve que mudar otra vez a la casa de mi madre, ya que no la había podido vender aún. Unos meses después, agotada y desanimada, había firmado los papeles del divorcio y lo único que quería era acabar con todo aquello de una vez para siempre.

La verdad era que me sentía aturdida y comprendí, por primera vez en mi vida, algo que siempre me había intrigado: la manera en que mi madre había conseguido mantenerse siempre tan fría con respecto a los hombres de su vida. Yo nunca había conocido a mi padre: ella ni siquiera me dijo su nombre. Una sola vez, me contó con voz crispada: «Se marchó hace mucho tiempo. No supo jamás de tu existencia. Tomó una decisión». Cuando fui creciendo, ella siempre tenía novios con los que pasaba todo el tiempo, aunque, en realidad, nunca los dejaba acercarse demasiado. De ese modo, cuando acababan por dejarla, se limitaba a encogerse de hombros y a decir: «Estamos mejor sin él, Hope. Ya lo sabes».

Siempre la consideré una persona insensible, aunque he de admitir que esperaba con ansia aquellos breves períodos entre dos novios, cuando tenía a mi madre toda para mí por algunas semanas. Ojalá lo hubiese comprendido antes, para poder comentarlo con ella.

«Por fin lo comprendo, mamá. Si no los dejas entrar, si no los amas de verdad, no te pueden hacer daño cuando se marchan».

Lo malo es que, como para tantas otras cosas de mi vida, ya es demasiado tarde.

Cuando me meto en la ducha para quitarme la harina y el azúcar del pelo y de la piel, faltan pocos minutos para las siete. Sé que —probablemente— debería llamar a Annie a la casa de Rob y disculparme por la manera en que habíamos quedado antes, pero no acabo de decidirme. Además, seguro que está haciendo algo entretenido con él y no conseguiría más que estropeárselo. Dejando aparte lo que siento con respecto a Rob, he de reconocer que la mayor parte del tiempo trata bien a Annie. Da la impresión de que se comunica con ella de una manera en la que yo hace mucho que no lo consigo. Me da mucha rabia que verlos reír juntos con complicidad a veces me haga sentir primero celos, aunque después me alegre por Annie. Es como si estuvieran formando un nuevo retrato familiar, del cual quedo excluida.

Me visto sin mucho esmero —un jersey gris de punto trenzado y unos vaqueros negros ceñidos— y me miro al espejo mientras me cepillo el cabello castaño oscuro con ondas que me llega hasta los hombros y que, por suerte, todavía no ha empezado a encanecer, aunque, si Annie se sigue comportando así, no tardará en hacerlo. Busco en mi rostro los rasgos de ella, pero, como siempre, es inútil. Curiosamente, no se parece en absoluto ni a Rob ni a mí y por eso una vez, cuando nuestra hija tenía tres años, él me preguntó: «¿Estás totalmente segura de que es hija mía, Hope?» La pregunta se me clavó en lo profundo del alma. «Desde luego», susurré entonces, con lágrimas en los ojos, y él no dijo nada más. Dejando aparte la piel, que adquiría el mismo bronceado parejo y espléndido que la de Rob, la niña no tenía casi nada de aquel padre alto, de cabello castaño y ojos azules.

Examino mis rasgos mientras me aplico una capa de pintalabios color carne y, en las pestañas claras, un poco de rímel. Aunque los ojos de Annie son de un color gris desigual, como los de Mamie, los míos son de un verde mar poco común, con motas doradas. Cuando yo era más joven, Mamie solía decirme que su apariencia —todo menos los ojos— había saltado una generación y se había depositado en mí. Mi madre, con el cabello castaño oscuro y liso y los ojos marrones, se parecía a mi abuelo; en cambio, yo soy casi un calco de las viejas fotografías que he visto de Mamie. Sus ojos —pensaba yo— siempre parecían tristes en las fotos viejas y, ahora que los míos acarrean el peso de la vida, nos parecemos más que nunca. Mis labios, muy arqueados —«como el arpa de un ángel», solía decir Mamie—, eran idénticos a los suyos cuando era joven y en cierto modo tengo la suerte de haber heredado su cutis lechoso, aunque, en el último año, me ha aparecido una línea vertical nueva entre las cejas que me hace parecer eternamente preocupada. Claro que, a decir verdad, últimamente las preocupaciones se eternizan.

El sonido del timbre me sobresalta. Me cepillo una vez más el pelo y después, pensándolo mejor, me paso la mano para despeinarlo un poco, porque no quiero parecer demasiado arreglada: que Matt no se piense que esto nos va a llevar a alguna parte.

Al cabo de un momento, abro la puerta y, cuando Matt se agacha para darme un beso, me vuelvo apenas para que sus labios caigan sobre mi mejilla derecha. Huelo la colonia que se ha puesto en el cuello, almizcleña e intensa. Lleva pantalones color caqui recién planchados, camisa azul clara con un distintivo que no reconozco, pero con pinta de caro, y mocasines marrones brillantes.

—Me puedo cambiar —le digo.

De pronto, me siento fea y sin gracia.

Me mira de arriba abajo y se encoge de hombros.

—Te queda muy bien ese jersey —dice—. Estás bien así.

Me lleva a Fratanelli, un restaurante italiano muy exclusivo, situado a orillas del mar. Trato de no hacer caso cuando el
maître
echa un vistazo no demasiado sutil a mi indumentaria, antes de conducirnos hasta una mesa a la luz de las velas, junto a la ventana.

—Es demasiado bonito, Matt —le digo cuando el encargado se aleja.

Miro por la ventana hacia lo oscuro y percibo nuestro reflejo en el cristal. Parecemos una pareja —hacemos buena pareja— y la idea me hace apartar la mirada enseguida.

—Sé que te gusta este sitio —dice Matt—. ¿No te acuerdas? Vinimos aquí antes del baile del último curso.

Me río y meneo la cabeza de un lado a otro.

—Lo había olvidado.

En realidad, he olvidado un montón de cosas. Durante mucho tiempo me he esforzado por dejar atrás el pasado, pero ¿qué dice con respecto a mí el hecho de que, casi veinte años después, esté sentada en el mismo comedor con el mismo hombre? Aparentemente, la historia de cada persona solo puede desaparecer hasta cierto punto. Alejo ese pensamiento y miro a Matt.

—Has dicho que querías hablarme de algo.

Él baja la vista al menú.

—Pidamos primero.

Miramos los platos en silencio; Matt elige la langosta y yo, los espaguetis a la boloñesa, lo más barato del menú. Después me mostraré dispuesta a pagar mi parte de la cena y, si Matt no me lo permite, al menos no le habré costado un pastón. No quiero sentirme obligada con él. Después de pedir, Matt respira hondo y me mira. Está a punto de hablar, pero lo corto antes de que diga algo que lo avergüence.

—Matt, ya sabes que te aprecio mucho —comienzo.

—Hope… —me interrumpe, pero levanto la mano.

—Déjame acabar —le espeto y le suelto de carrerilla—: Ya sé que tenemos muchas cosas en común y toda esta historia juntos, claro, y eso es muy importante para mí, pero lo que te quiero decir es que, en mi opinión, no estoy lista para salir con nadie justo ahora ni creo que lo esté hasta que Annie se vaya a la universidad y la verdad es que, para eso, falta un rato.

—Hope…

No le hago caso, porque no quiero quedarme con nada dentro.

—Matt, no es por ti, te lo juro, pero, por ahora, si simplemente pudiéramos ser amigos, sería muchísimo mejor, me parece. No sé qué pasará más adelante, pero, ahora mismo, Annie requiere toda mi atención y…

—Hope, lo que te tengo que decir no tiene nada que ver contigo y conmigo —me interrumpe Matt—. Se trata de la panadería y de tu préstamo. ¿Me vas a dejar hablar?

Lo miro fijamente mientras el camarero nos trae una cesta de pan y un platillo con aceite de oliva. Nos sirve vino tinto a los dos —un costoso cabernet que Matt ha elegido sin consultarme— y a continuación desaparece y Matt y yo nos quedamos a solas otra vez.

—¿Qué le pasa a mi panadería? —pregunto poco a poco.

—Tengo malas noticias —dice.

Elude mi mirada, pasa un trocito de pan por el aceite de oliva y le pega un mordisco.

—Vale… —lo animo a seguir.

Me da la impresión de que toda la habitación se va quedando sin aire.

—Tu préstamo —dice, con la boca llena—. El banco quiere que lo canceles.

Se me paraliza el corazón.

—¿Cómo? —me lo quedo mirando—. ¿Desde cuándo?

Matt baja los ojos.

—Desde ayer. Te has atrasado en varios pagos, Hope, y, con la situación actual del mercado, el banco se ha visto obligado a exigir la devolución de unos cuantos préstamos que han sufrido irregularidades en los plazos y lamento decirte que el tuyo ha sido uno de ellos.

Respiro hondo. No me lo puedo creer.

—Pero este año he cumplido todos los plazos, hasta ahora. Pues sí, tuve algunos meses complicados hace unos años, cuando la economía se fue al garete, pero aquí vivimos del turismo…

—Lo sé.

—¿Quién no tuvo problemas entonces?

—Le ocurrió a muchas personas —reconoce Matt—. Lamentablemente, tú fuiste una de ellas y, dada tu capacidad crediticia…

Cierro los ojos un instante. No quiero ni pensar en mi capacidad crediticia. Entre las cosas que no la han favorecido, precisamente, figuran mi divorcio, haber tenido que hacerme cargo del pago de la hipoteca de mi madre cuando ella murió o los malabarismos que he tenido que hacer con un gran saldo rotativo entre varias tarjetas de crédito con el único fin de reponer las existencias de la panadería.

—¿Qué puedo hacer para arreglarlo? —pregunto por fin.

—Lamento decirte que no mucho —dice Matt—. Puedes tratar de conseguir otro préstamo, desde luego, pero el mercado está difícil en este momento y te aseguro que, con otro banco, no llegarás a ninguna parte. Además, entre los antecedentes de tus pagos y el Bingham que se acaba de inaugurar en la misma calle…

—El Bingham —farfullo—. ¿Cómo no?

Ha sido mi cruz durante el último año. Es una pequeña cadena de Nueva Inglaterra que fabrica dónuts; la casa central está situada en Rhode Island y se ha ido expandiendo sin parar por toda la región con la intención de hacerle la competencia al Dunkin’ Donuts. Hace nueve meses, justo cuando yo empezaba a salir del apuro financiero en el que me había encontrado después de la recesión, inauguraron el decimosexto local en la zona a menos de un kilómetro de mi panadería.

Podría haber capeado el temporal de no ser por los perjuicios financieros que me produjo el divorcio, pero ahora me aferro desesperadamente y Matt lo sabe: tengo todos los préstamos en su banco.

—Oye, se me ocurre una sola posibilidad para ti —dice Matt. Bebe un sorbo largo de vino y se inclina hacia delante—. Hay algunos inversores de Nueva York con los que trabajo. Siempre están buscando empresas pequeñas para… ayudarlas a salir adelante. Se lo puedo pedir como pago de un favor.

—De acuerdo —digo lentamente. No estoy segura de que me guste la idea de que unos desconocidos inviertan en lo que siempre ha sido un negocio familiar. Tampoco me gusta pensar que Matt reclame para mí un favor que le deben, aunque también me doy cuenta de que la alternativa podría ser perder por completo la panadería—. ¿Y cómo funciona, exactamente?

—En términos generales, te compran el negocio —dice— y se hacen cargo del préstamo con el banco. Tú recibes un pago en efectivo que te alcanza para saldar algunas de las cuentas a las que tienes que hacer frente ahora y te quedas al frente para manejar la panadería y encargarte de que siga funcionando… Siempre y cuando ellos estén de acuerdo.

Me lo quedo mirando fijamente.

—¿Me estás diciendo que la única salida que tengo es venderle a unos desconocidos la totalidad de la panadería de mi familia?

Matt se encoge de hombros.

—Ya sé que no es lo ideal, pero resolvería tus dificultades financieras a corto plazo y, si hay suerte, yo podría convencerlos para que te dejaran quedarte como encargada.

—Pero es la panadería de mi familia —digo con voz queda y me doy cuenta de que me estoy repitiendo.

Matt mira hacia otro lado.

—No sé qué más decirte, Hope. Esta es prácticamente tu última oportunidad, a menos que tengas por ahí medio millón de dólares y, con lo endeudada que estás, no puedes levantarlo todo y volver a empezar en otra parte.

No me salen las palabras. Al cabo de un momento, Matt vuelve a la carga:

—Mira que son buena gente. Los conozco desde hace tiempo. Se portarán bien contigo. Por lo menos así no tendrás que liquidar el negocio.

Me siento como si Matt acabara de arrojarme una granada en el regazo, le hubiese quitado la anilla y se hubiera ofrecido a limpiar la escabechina y todo con una sonrisa.

—Tengo que pensármelo —digo, desanimada.

—Hope —dice Matt. Aparta la copa de vino, extiende las manos por encima de la mesa y cubre las mías, mucho más pequeñas, en un gesto que, ya lo sé, pretende darme a entender que estoy a salvo—. Encontraremos una solución, ¿de acuerdo? Te ayudaré.

—No necesito tu ayuda —farfullo.

Parece dolido y me siento fatal y por eso no aparto las manos. Sé que lo único que pretende es ser amable. Lo malo es que parece una limosna y no quiero caridad. Puede que me hunda o que salga a flote, pero, como mínimo, querría hacerlo por mí misma.

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