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Authors: Kristin Harmel

Tags: #Romántico

La lista de los nombres olvidados (8 page)

BOOK: La lista de los nombres olvidados
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Respiro hondo. Nunca me ha gustado discutir con Rob. En una ocasión me dijo que se alegraba de haber sido él quien llegó a ser abogado, mientras yo me dedicaba a criar al bebé.

«No sabes pelear —me dijo—. Si quieres lograr algo en un juicio, tienes que ser muy agresiva».

—Tenemos que hablar de Annie —le digo.

—¿Qué le pasa? —pregunta.

—Bien, en primer lugar, tenemos que ponernos de acuerdo sobre las normas básicas. A los doce años, no debería ir maquillada a la escuela: es una niña.

—¡Vamos, Hope! ¿De eso se trata? —Echa a reír y me ofendería si no supiera que aquello forma parte de la estrategia que utiliza habitualmente contra los abogados y los testigos de la parte contraria—. Es casi una adolescente, ¡por el amor de Dios! No puedes seguir tratándola siempre como una niña pequeña.

—Ni lo pretendo —le digo. Respiro hondo y me esfuerzo por conservar la calma—. Solo trato de establecer algunos límites y, cuando los establezco y tú me desautorizas, ella no aprende nada y acaba odiándome.

Rob sonríe y si, durante nuestro matrimonio, no hubiese pasado innumerables noches viéndolo practicar aquella estratégica sonrisita insolente delante del espejo, tal vez habría sentido que me trataba con condescendencia.

—Conque de eso se trata —dice.

Como era de esperar, ahora pone en práctica la segunda táctica de argumentación de Rob Smith: fingir que sabe a la perfección lo que piensa el otro… y que ya se le ha anticipado.

—No, Rob. —Me pellizco la nariz y cierro los ojos un instante. «Cálmate, Hope; no te dejes atrapar»—. Se trata de que nuestra hija crezca para llegar a ser una buena persona.

—Una buena persona que no te desprecie —me corrige—. Tal vez, si le dejaras un poco más de espacio para ser ella misma… como hago yo.

Lo miro, furiosa.

—No es eso —le digo—. Lo que pasa es que tú te las das de padre comprensivo, mientras que a mí me toca mantener la disciplina y eso no es justo.

Se encoge de hombros.

—Porque tú lo digas.

—Además —continúo, como si no lo hubiese oído—, no corresponde que le hables mal de mí a Annie.

—¿Qué le he dicho? —pregunta, alzando las manos para simular que se rinde.

—Bien, en primer lugar, aparentemente le has dicho que nunca fui capaz de decirte que te quería.

Siento que se me cierra la garganta y respiro hondo.

Rob se queda mirándome.

—No puedo creer que estés hablando en serio.

—Ha sido una estupidez decirle algo así. Yo te decía que te quería.

—Pues sí, Hope. ¿Cuándo? ¿Una vez al año?

Aparto la mirada, porque no quiero repetir esta conversación.

—¿Qué te pasa? ¿Acaso eres una adolescente insegura? —farfullo—. ¿O pretendías que te regalara uno de esos collares que son medio corazón partido para cada uno?

No le causa gracia.

—No quiero que nuestra hija me eche a mí la culpa de nuestro divorcio.

—Porque el divorcio no ha tenido nada que ver con la aventura que tuviste con la dependienta del Macy’s de Hyannis, ¿verdad?

Rob se encoge de hombros.

—Si me hubiese sentido emocionalmente satisfecho en casa…

—Ah, de modo que cuando empezaste a acostarte con una chavala de veintidós años lo que buscabas era satisfacción emocional —digo y respiro hondo—. Te diré una cosa. Nunca me ha parecido adecuado hablarle a Annie de tu aventura. Eso queda entre tú y yo. Ella no tiene que saber que me engañabas, porque no me parece que tenga que ver a su padre desde esa perspectiva.

—¿Qué te hace pensar que no lo sabe? —pregunta.

Por un momento, el aturdimiento me hace guardar silencio.

—¿Me estás diciendo que lo sabe?

—Lo que te digo es que trato de ser sincero con ella, Hope. Soy su padre. De eso se trata.

Me detengo un minuto a procesar lo que me está diciendo. Yo pensaba que la estaba protegiendo —a ella y a su relación con su padre— manteniéndola al margen de todo aquello.

—¿Qué le has contado? —pregunto.

Se encoge de hombros.

—Me ha preguntado por el divorcio y he respondido a sus preguntas.

—Echándome la culpa a mí.

—Le he explicado que no todo es tan sencillo como parece en la superficie.

—¿Y eso qué significa? ¿Que yo hice que me engañaras?

Vuelve a encogerse de hombros.

—Eso lo dices tú, no yo.

Cierro los puños.

—Esto es algo entre tú y yo, Rob —digo y me tiembla la voz—. No metas a Annie en esto.

—Hope —dice—, solo trato de hacer lo mejor para Annie. Me preocupa mucho que acabe como tú y tu madre.

Sus palabras me hacen daño físico.

—Rob… —empiezo, pero no sale nada más.

Al final se encoge de hombros y dice:

—Hemos tenido esta conversación miles de veces. Tú sabes lo que siento y yo sé lo que sientes. Por eso nos hemos divorciado, ¿recuerdas?

No respondo. Lo que quiero decir es que el motivo por el cual nos hemos divorciado es que se aburrió, se volvió inseguro y emocionalmente insatisfecho y a una chavala estúpida de veintidós años y con unas piernas larguísimas se le ocurrió ponerse a coquetear con él.

Sin embargo, reconozco que hay una pizca de verdad en sus palabras. Cuanto más sentía que se alejaba de mí, más me encerraba en mí misma, en lugar de aferrarme a él. Me trago la culpa.

—Que no se maquille —digo con firmeza—, al menos para ir a la escuela. Es que no corresponde, como tampoco corresponde compartir con ella los detalles de nuestro divorcio. Es demasiado para una niña de doce años.

Rob abre la boca para responder, pero levanto la mano para contenerlo.

—Ya no tengo nada más que decir, Rob. —Y esta vez hablo en serio. Nos miramos en silencio un minuto y me pregunto si estará pensando, como yo, en cómo es posible que ya no nos conozcamos más, como si hubiese pasado un siglo desde que le prometí que estaríamos juntos para siempre—. Esto no tiene nada que ver contigo y conmigo —concluyo—, sino con Annie.

Me marcho sin darle tiempo a responder.

Cuando voy conduciendo hacia casa, suena mi teléfono móvil. Miro la identidad de la persona que llama y veo que es el móvil de Annie. Se supone que solo lo usa para casos excepcionales, aunque estoy casi segura de que Rob le permite enviar mensajes de texto y llamar a sus amigos sin restricciones. Después de todo, es lo que hacen los padres condescendientes. Se me tensa el estómago.

—¿Por qué no estás en el trabajo? —pregunta Annie cuando respondo—. Te he llamado allí primero.

—He tenido que ir… —busco una explicación que no involucre a su padre— a hacer unos recados.

—¿A las cuatro de la tarde de un jueves?

Lo cierto es que la panadería había estado muy tranquila todo el día y que no había entrado ni un cliente después de la una, lo cual me dio tiempo de sobra para pensar en Rob, en Annie y en todo el daño que se producía mientras yo me mantenía al margen sin hacer nada, cocinando para olvidar. Como sabía que Annie pensaba ir a ver a Mamie después de la escuela, supuse que Rob estaría solo.

—No había mucho trabajo —me limito a decirle.

—Vale, de acuerdo —dice y me doy cuenta de que llama porque quiere algo. Me preparo para algún pedido absurdo: dinero, entradas para un concierto, tal vez los nuevos tacones de diez centímetros que la vi observando anoche en mi ejemplar de
InStyle
. En cambio, pregunta casi con timidez—: ¿Es que puedes, o sea, venir a ver a Mamie?

—¿Pasa algo? —pregunto de inmediato.

—Pues sí —dice y baja la voz—. En realidad, es muy extraño, pero Mamie se está comportando con normalidad.

—¿Con normalidad?

—Pues sí —susurra—, como antes de que muriera la abuela, como si no hubiese perdido la memoria.

Me da un salto el corazón y recuerdo lo que me dijo la enfermera la última vez que estuve allí, cuando salía: «Habrá ocasiones en las que estará totalmente lúcida y lo recordará todo con tanta claridad como usted o como yo. Tendrá que aprovechar esos días, porque no hay ninguna garantía de que se vayan a repetir».

—¿Estás segura? —pregunto.

—Por completo —dice Annie.

No percibo en su voz nada del sarcasmo ni de la rabia que encuentro últimamente y de pronto se me ocurre que tal vez parte del problema de su actitud tenga que ver con el daño que le hace que su bisabuela no la reconozca. Tomo nota de que he de conversar en serio con ella acerca de la enfermedad de Alzheimer. En realidad, eso quiere decir que tendré que asumirla yo también.

—Me ha estado preguntando, o sea, sobre mí y sobre la escuela y esas cosas —prosigue Annie—. Es extraño, porque sabe perfectamente quién soy, la edad que tengo y todo lo demás.

—De acuerdo —digo y ya estoy mirando por el espejo retrovisor para asegurarme de poder cambiar de sentido—. Voy hacia allá.

—Dice que quiere que le traigas de la panadería un Star Pie pequeñito —añade Annie.

Este pastel siempre ha sido el preferido de Mamie —el relleno consiste en una mezcla de semillas de adormidera, almendras, uvas, higos, ciruelas y azúcar con canela y lleva por encima una retícula de masa con mantequilla en forma de estrella— y es nuestro producto más característico.

—De acuerdo —le digo—. Llegaré lo antes posible.

Por primera vez en bastante tiempo siento un atisbo de esperanza. Hasta entonces no me había dado cuenta de lo mucho que echaba de menos a mi abuela.

Lo primero que me dice Mamie cuando me abre la puerta, al cabo de quince minutos, es:

—Me gustaría ir a la playa.

Por un momento se me cae el alma a los pies. Estamos a finales de septiembre y el aire es bastante fresco: se le debe de haber vuelto a nublar la memoria, porque no tiene sentido que mi abuela, a los ochenta y seis años, de pronto quiera ir a tomar el sol.

Entonces me sonríe, me atrae hacia ella con un abrazo y me dice:

—Perdona. ¿Qué modales son estos? Me alegro de verte, Hope, cielo.

—¿Sabes quién soy? —pregunto con vacilación.

—Pues claro que sí —dice con cara de ofendida—. No pensarás que estoy vieja y senil, ¿verdad?

—Ejem… —me quedo paralizada un momento—, claro que no, Mamie.

Sonríe.

—No te preocupes, que no soy tonta. Sé que a veces me olvido de las cosas. —Hace una pausa—. ¿Me has traído el Star Pie? —pregunta al ver la bolsa blanca de la panadería que llevo en la mano. Asiento con la cabeza y se la entrego—. Gracias, cielo.

—De nada —digo lentamente.

Ladea la cabeza.

—Hoy todo parece claro, Hope. Annie y yo acabamos de tener una conversación estupenda.

Miro a Annie, que, sentada al borde del sofá de Mamie con cara de nerviosa, asiente con la cabeza.

—¿Y ahora quieres ir a la playa? —pregunto a Mamie con vacilación—. Es que, ejem, hace un poco de frío para bañarse.

—No pienso darme un baño, desde luego —dice—. Quiero ver la puesta de sol.

Miro el reloj.

—El sol no se pone hasta dentro de casi dos horas.

—Entonces tendremos tiempo suficiente para llegar —dice.

Al cabo de treinta minutos, después de que Annie y yo hayamos abrigado a Mamie con una chaqueta, las tres nos dirigimos a la playa de Paines Creek, que, cuando estaba en el instituto, era mi lugar preferido para ver hundirse el sol detrás del horizonte. Es una playa tranquila, al oeste de Brewster, y, si se camina con cuidado sobre las rocas que sobresalen donde el riachuelo desemboca en la bahía del cabo Cod, hay una vista espectacular del cielo hacia el oeste.

En el camino nos detenemos —por sugerencia de Annie— a comprar bocadillos de langosta y patatas fritas en Joe’s Dockside, un restaurante pequeñito que lleva en el cabo más tiempo que la panadería de nuestra familia. En verano hay gente que recorre kilómetros y hace cuarenta y cinco minutos de cola para comprar los bocadillos de langosta para llevar, pero, a las cinco de la tarde de un jueves y en temporada baja, somos —por suerte— las únicas clientas. Annie y yo no podemos dar crédito a nuestros oídos cuando Mamie, que pide un sándwich de queso fundido —nunca le ha gustado la langosta—, nos narra con gran lujo de detalles la primera vez que ella y mi abuelo trajeron aquí a mi madre, que entonces era pequeña, y Josephine preguntó por qué las tontas de las langostas iban hasta allí, sabiendo que podían acabar en un bocadillo.

Llegamos a la playa justo cuando los bordes del cielo comienzan a encenderse. Al oeste, el sol está bajo sobre el horizonte, encima de la bahía, y las nubes tenues prometen un hermoso atardecer. Cogidas del brazo, las tres caminamos lentamente por la playa: Annie a la izquierda de Mamie y yo a su derecha, con una silla plegable bajo el brazo.

—¿Estás bien, Mamie? —le pregunta Annie con dulzura, cuando estamos por la mitad de la playa—. Podemos parar y descansar un rato, si quieres.

Mi corazón pega un brinco cuando observo a mi hija: mira a Mamie con tanto cariño y preocupación que de pronto me doy cuenta de que, sea lo que fuere lo que le esté ocurriendo, en realidad solo es una etapa pasajera. Esta es la Annie que conozco y adoro. Quiere decir que no lo he echado todo a perder. Quiere decir que, bajo la superficie, mi hija sigue siendo la misma buena persona de siempre, aunque por ahora me aborrezca.

—Estoy bien, cielo —responde Mamie—. Quiero llegar hasta las rocas antes de que se ponga el sol.

—¿Por qué? —pregunta Annie con suavidad, tras una pausa.

Mamie guarda silencio tanto tiempo que empiezo a pensar que no ha oído la pregunta de Annie; pero, finalmente, responde:

—Quiero recordar este día, esta puesta de sol, esta oportunidad de estar con vosotras, pequeñas. Sé que no me quedan muchos días como este.

Annie me mira con preocupación.

—Seguro que sí, Mamie —dice.

Mi abuela me aprieta el brazo y le sonrío con dulzura. Sé lo que quiere decir y me parte el corazón saber que ella es consciente.

Se vuelve hacia Annie.

—Gracias por tu fe —le dice—, pero a veces Dios tiene otros planes.

Da la impresión de que sus palabras afectan a Annie, porque aparta la mirada y la clava a lo lejos. Veo que finalmente empieza a darse cuenta de la verdad y me causa mucha pena.

Por fin llegamos a las rocas y abro la silla que he cogido del maletero del coche. Ayudo a Annie a sentar en ella a Mamie.

—Sentaos a mi lado, muchachas —dice y Annie y yo nos instalamos enseguida sobre las rocas, una a cada lado.

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