La lista de los nombres olvidados (10 page)

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Authors: Kristin Harmel

Tags: #Romántico

BOOK: La lista de los nombres olvidados
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Parecía asustada.

Rose respiró hondo y dijo:

—Hay secretos que, si los revelas, destruyen una vida, pero sé que, cuando mi memoria muera, morirán también los seres queridos que he conservado en mi corazón todos estos años.

Rose miró a Hope. Sabía que, algún día, su nieta se lo explicaría a Annie lo mejor que pudiera, aunque primero tendría que comprenderlo ella misma y para eso tenía que ir al lugar donde había comenzado todo.

—Por favor, Hope, no tardes mucho en ir a París —la instó Rose—. No sé de cuánto tiempo dispongo.

Y se acabó. El precio había sido demasiado alto. Había dicho más que en los sesenta y dos años transcurridos desde el día en que Ted regresó con la noticia. Volvió a alzar la mirada a las estrellas y encontró la que había bautizado
Papa
, la que había bautizado
Maman
y las que había llamado Hélène, Claude, Alain, David y Danielle. Todavía faltaba una estrella. A él no podía encontrarlo, por mucho que buscara, y sabía —siempre lo había sabido— que era culpa suya que no estuviera allí. Una parte de ella quería que Hope averiguara acerca de él en su viaje a París. Sabía que aquel descubrimiento cambiaría la vida de Hope.

Hope y Annie le hacían preguntas, pero Rose ya no las oía. Cerró los ojos y se puso a rezar.

Había empezado a subir la marea.

Capítulo 7

-¿T
ienes alguna idea de lo que estaba diciendo? —me pregunta Annie en cuanto regresamos al coche, después de acompañar a Mamie.

Manotea con torpeza el cinturón de seguridad y trata de abrochárselo. Solo cuando advierto que le tiemblan las manos me doy cuenta de que a mí me pasa lo mismo.

—Vamos, o sea, ¿quiénes son estas personas? —Finalmente Annie consigue abrocharse el cinturón y me mira. La confusión le surca la frente lisa, junto con las pecas rudimentarias que se van debilitando a medida que nos alejamos del sol del verano—. El apellido de soltera de Mamie no era Picard, sino Durand, ¿no?

—Ya lo sé —murmuro.

Cuando Annie estaba en quinto, uno de los proyectos de su clase consistió en hacer un árbol genealógico rudimentario. Había tratado de usar una página web para encontrar las raíces de Mamie, pero había tantos inmigrantes de apellido Durand a principios de la década de 1940 que acabó en un callejón sin salida. Por ese motivo había estado enfurruñada una semana, disgustada conmigo, porque no se me hubiese ocurrido investigar el pasado de Mamie antes de que empezara a perder la memoria.

—Puede que se equivocara de nombre —sugiere Annie finalmente—, que escribiera Picard, pero quisiera decir Durand.

—Tal vez —digo lentamente, aunque sé que ninguna de las dos se lo acaba de creer.

Mamie estaba más lúcida de lo que la habíamos visto en años y sabía muy bien lo que decía.

No hablamos durante el resto del trayecto en coche, pero, curiosamente, el silencio no resulta incómodo: Annie no va en el asiento del acompañante echándome algo en cara cada vez que respira, sino pensando en Mamie.

La luz ha desaparecido casi por completo del cielo a aquellas alturas e imagino a Mamie frente a su ventana, escudriñando las estrellas, mientras el crepúsculo acaba por ceder el paso a la oscuridad de la noche. Aquí, en el cabo Cod, sobre todo cuando los turistas veraniegos han apagado las luces de sus porches hasta el verano siguiente, las noches son muy tenebrosas. Se iluminan las calles más importantes, pero, cuando giro por Lower Road y después por Prince Edward Lane, el suave resplandor de Main Street se pierde a nuestras espaldas y, frente a nosotras, los últimos vestigios de la
heure bleue
de Mamie desaparecen en el agujero negro que —ya lo sé— es la parte occidental de la bahía de cabo Cod.

Cuando giro por última vez para entrar en Bradford Road, me da la impresión de que estamos en un pueblo fantasma. Siete de las diez casas que hay en nuestra calle son residencias de veraneo y, ahora que ha acabado la temporada, están vacías. Aparco en la entrada para coches —la misma entrada en la que, de niña, pasaba las noches de verano cazando luciérnagas y los días de invierno ayudando a mi madre a quitar la nieve a paladas para que pudiera salir con su viejo coche familiar— y apago el motor. Todavía estamos en el coche, pero ahora, a una manzana de la playa, huelo la sal en el aire: eso quiere decir que está subiendo la marea. De pronto, me muero de ganas de ir corriendo a la playa con una linterna y meter los pies en la espuma de las olas, pero me contengo, porque tengo que preparar a Annie para que vaya a pasar la noche a casa de su padre.

Ella parece tan poco dispuesta como yo a apearse del coche.

—¿Por qué Mamie tenía tantas ganas de irse de Francia? —pregunta por fin.

—La guerra debió de ser terrible para ella —respondo—. Como dijeron la señora Sullivan y la señora Koontz, me parece que sus padres habían muerto. Mamie tendría solo diecisiete años cuando se marchó de París. Creo que entonces conoció a tu bisabuelo y se enamoraron.

—De modo que ella, o sea, lo dejó todo atrás, ¿no? —pregunta Annie—. ¿Cómo pudo hacerlo sin entristecerse?

Muevo la cabeza a un lado y a otro.

—No lo sé, cielo.

Annie entorna los ojos.

—¿Y nunca se te ocurrió preguntárselo?

Me mira y advierto que la ira, que había estado hibernando por un tiempo, está allí otra vez.

—Claro que sí —digo—. Cuando tenía tu edad, le preguntaba por su pasado todo el tiempo. Quería que me llevara a Francia y me enseñara todo lo que hacía cuando era niña. La imaginaba subiendo y bajando en los ascensores de la torre Eiffel todo el día con un caniche, comiendo una
baguette
y con una boina en la cabeza.

—¡Qué de estereotipos, mamá! —dice Annie, poniendo los ojos en blanco, aunque estoy casi segura de que, cuando se baja del coche, el atisbo de una sonrisa le tironea la comisura de los labios.

Bajo también y atravieso tras ella la hierba que hay al frente de la casa. Al marcharme, había olvidado dejar encendida la luz del porche y da la impresión de que la oscuridad se la tragase entera. Me apresuro a llegar hasta la puerta y giro la llave en la cerradura.

Annie se queda en el vestíbulo un rato largo, tan solo mirándome. Estoy segura de que está a punto de decir algo, pero, cuando abre la boca, no sale ningún sonido. De golpe se da la vuelta y se dirige a grandes zancadas a su dormitorio, situado en la parte posterior de la casita.

—¡Estaré lista en cinco minutos! —grita por encima del hombro.

Como los «cinco minutos» de Annie suelen ser veinte, me sorprende verla en la cocina poco después. Me encuentra de pie delante de la puerta abierta de la nevera, como esperando a que aparezca la cena por arte de magia. Para ser una persona que trabaja todo el día en relación con la comida, soy un desastre para mantener surtido mi propio frigorífico.

—En el congelador hay una ración de Comida Sana —dice Annie a mis espaldas.

Me vuelvo con una sonrisa.

—Supongo que ya va siendo hora de ir al supermercado.

—¿Te parece? —dice Annie—. No reconocería la nevera si estuviera llena. Pensaría que me había equivocado de casa.

—Ja, ja, muy graciosa —digo con una sonrisa burlona.

Cierro la puerta de la nevera y abro el congelador, que contiene dos cubiteras, media bolsa de barras de mantequilla de cacahuete bañadas en chocolate de Reese, una bolsa de guisantes congelados y —Annie tenía razón— una ración de Comida Sana.

—De todos modos, ya hemos cenado —añade Annie—, ¿no te acuerdas? Los bocadillos de langosta.

Cierro la puerta del congelador y asiento con la cabeza.

—Ya lo sé —digo.

Miro a Annie, que se ha quedado de pie junto a la mesa de la cocina, con el talego apoyado en la silla que tiene a su lado.

Pone los ojos en blanco.

—¡Mira que eres rara! Cuando voy a casa de papá, ¿te quedas aquí y te dedicas a comer porquerías?

Carraspeo y le miento:

—No.

Cuando estaba estresada, Mamie se ponía a cocinar. La reacción de mi madre solía ser enfurecerse por nimiedades y, por lo general, enviarme a mi habitación, después de decirme lo pésima hija que era. Aparentemente, mi actitud frente al estrés consiste en ponerme morada.

—Vamos a ver, cielo —le digo—. ¿Lo tienes todo?

Atravieso la cocina hacia ella con una lentitud absurda, como si así pudiese prolongar el rato que está conmigo. La acerco a mí y la abrazo, lo cual parece sorprenderla tanto como a mí, aunque responde con otro abrazo que hace desaparecer, de momento, el dolor en mi corazón.

—Te quiero, mocosa —le susurro en el pelo.

—Yo también te quiero, mamá —dice Annie al cabo de un minuto, con la voz apagada contra mi pecho—. Ahora, más vale que me sueltes, porque, si no, me vas a asfixiar, ¿no?

La dejo ir, avergonzada.

—No sé qué hacer con Mamie —le digo, mientras ella coge el talego y se lo cuelga al hombro—. Tal vez esté diciendo tonterías.

Annie se queda congelada.

—Pero ¿qué dices?

Me encojo de hombros.

—Ha perdido la memoria, Annie. Es espantoso, pero el
alzheimer
es así.

—Pues hoy no la había perdido —dice y veo que la parte interna de sus cejas empieza a apuntar hacia abajo, mientras frunce el ceño.

Su voz de pronto se ha vuelto gélida.

—No, pero se ha puesto a hablar de estas personas que jamás hemos oído mencionar… Has de reconocer que no tiene sentido.

—Mamá —dice Annie rotundamente, mientras me taladra con los ojos—, vas a ir a París, ¿verdad?

Echo a reír.

—Claro y después iré de compras a Milán y a esquiar a los Alpes suizos. Y tal vez me dé una vuelta en góndola por Venecia.

Annie entorna los ojos.

—¡Tienes que ir a París!

Me doy cuenta de que lo dice en serio.

—Cariño —le digo con suavidad—, es que no es posible. ¿Quién se va a hacer cargo de la panadería, si yo no estoy?

—Cierra por unos días o, si no, ya vendré yo a echar una mano después de clase.

—Eso no puede salir bien, cielo.

Pienso en lo cerca que estoy de perderlo todo.

—Pero ¡mamá!

—Annie, ¿cómo sabemos que Mamie recordará siquiera esta conversación más adelante?

—Pues ¡por eso tienes que ir! —dice Annie—. ¿No has visto lo importante que era para ella? ¡Quiere que averigües lo que ha sido de esas personas! ¡No puedes defraudarla!

Suspiro. Pensaba que Annie lo comprendería mejor, que se daría cuenta de que su bisabuela a menudo dice cosas sin sentido.

—Annie… —empiezo.

Pero me interrumpe.

—¿Y si es su última oportunidad? ¿Y si es nuestra última oportunidad de ayudarla?

Me encojo de hombros. No sé qué decir. No puedo explicarle que estamos al borde del abismo.

Cuando me quedo en silencio un momento, Annie parece tomar una decisión.

—Te detesto —dice entre dientes.

Gira sobre sus talones y, con el talego a la espalda, sale, ofendida, de la cocina. Al cabo de unos segundos, oigo la puerta de entrada que se cierra de un portazo. Respiro hondo, salgo yo también y me dispongo a llevarla a la casa de su padre en silencio.

A la mañana siguiente, después de una noche casi sin dormir, estoy sola en la panadería, metiendo en el horno una bandeja de galletas de azúcar gigantes, cuando oigo un repiqueteo en el cristal de la puerta principal. Dejo las manoplas sobre el mostrador, programo el temporizador del horno, me limpio las manos en el delantal y miro el reloj: son las 5.35. Todavía faltan veinticinco minutos para abrir.

Cuando atravieso el obrador en dirección a la tienda, a través de la puerta de vaivén con listones veo a Matt que se hace sombra con las manos sobre los ojos mientras apoya la cara contra el cristal para atisbar el interior. Al verme, retrocede enseguida y después me saluda tranquilamente con la mano, como si no acabase de dejar la marca de su nariz en mi escaparate.

—No está abierto aún, Matt —le digo, después de girar las tres llaves en sus cerraduras y de abrir la puerta con un crujido—. Puedes pasar y esperar dentro, si quieres, pero todavía no he puesto a hacer el café y…

—No, no, no he venido por el café —dice Matt. Hace una pausa y añade—: Aunque, si haces un poco, tomaré una taza.

—Hummm… —digo y vuelvo a mirar el reloj—. Vale, de acuerdo.

No debería llevarme más de dos minutos moler los granos, echarlos en la cafetera y apretar el botón para ponerla en marcha. Me apresuro a hacerlo y reviso mentalmente todas las demás cosas que tengo que hacer antes de abrir, mientras Matt me sigue hacia dentro y cierra la puerta tras él.

—Hope, he venido a preguntarte qué vas a hacer —dice Matt, mientras la cafetera borbotea y escupe las primeras gotas en la jarra.

Me pregunto por un instante cómo sabrá lo que me ha dicho Mamie, pero entonces me doy cuenta de que está hablando de la panadería y del hecho de que, aparentemente, el banco está dispuesto a tomar medidas para quitármela. Me sumo en la desesperación.

—No lo sé, Matt —digo con frialdad y sin volverme. Simulo que estoy ocupada preparando el café—. Aún no he tenido oportunidad de analizar la situación.

En otras palabras, me encuentro en una fase de negación, que es lo que suelo hacer cuando las cosas van mal: simplemente hundo la cabeza en la arena y espero a que pase la tormenta. A veces sale bien, aunque casi siempre lo único que consigo es llenarme los ojos de arena.

—Hope… —empieza Matt.

Suspiro y muevo la cabeza de un lado a otro.

—Oye, Matt, si has venido a tratar de convencerme para que venda la panadería a los inversores de los que me has hablado, ya te he dicho que todavía no sé lo que voy a hacer y no estoy preparada para…

Me interrumpe.

—Es que se te está acabando el tiempo —dice con firmeza—. Tenemos que hablar.

Finalmente, me vuelvo. Está de pie junto al mostrador, inclinado hacia delante.

—De acuerdo —digo.

Siento tensión en el pecho.

Hace una pausa y se quita de la solapa una manchita inexistente. Carraspea. Ya flota en el aire el aroma del café y, como me está poniendo nerviosa, me doy la vuelta y me entretengo en servirle una taza antes de que la cafetera acabe. Le echo nata y azúcar y él acepta, con una inclinación de cabeza, la taza que le entrego.

—Quiero tratar de convencer a los inversores para que te acepten como socia —me suelta por fin—, si es que finalmente aceptan invertir en la panadería, algo que todavía no sabemos. Tienen que venir, ver cómo funciona y repasar las cifras, pero estoy mejorando tu oferta.

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