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Authors: Kristin Harmel

Tags: #Romántico

La lista de los nombres olvidados (13 page)

BOOK: La lista de los nombres olvidados
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Hola, Hope:

Se me ha ocurrido enviarte los enlaces de las organizaciones de las que te he hablado: www.yadvashem.org y www.jewishgen.org. Son los mejores lugares para comenzar tu búsqueda. Después tal vez quieras probar con el Mémorial de la Shoah, el monumento en conmemoración del Holocausto, en París. Tienen buenos registros de las víctimas francesas del Holocausto, me parece. Dime si te puedo ayudar en algo.

Buena suerte,

Gavin

Tras respirar hondo un momento, para prepararme, hago clic en el primer enlace, que me conduce a una base de datos con nombres de víctimas del Holocausto. Debajo de la casilla de búsqueda se explica que allí figura información sobre la mitad de los seis millones de judíos asesinados durante la Segunda Guerra Mundial. De pronto se me revuelve el estómago. No es la primera vez que veo aquella cifra, pero ahora la siento más cercana. ¡Seis millones! ¡Por Dios! Me tengo que recordar que, probablemente, Gavin esté equivocado con respecto a Mamie, de todos modos. Tiene que estar equivocado.

El texto de la página principal explica también que todavía quedan millones de víctimas sin identificar y me pregunto cómo puede ser, después de siete décadas. ¿Cómo es posible que tanta gente se haya perdido para siempre?

Respiro hondo, escribo «Picard» y «París» y hago clic en «Buscar».

Obtengo dieciocho resultados y me late el corazón mientras estudio la lista. Ninguno de los nombres de pila coincide con los que me ha dado Mamie y no sé si sentir alivio o desilusión. Sin embargo, hay una Annie en la lista —de pronto siento náuseas— y, cuando hago clic en su nombre, me doy cuenta de que me tiembla la mano. Leo el breve texto: nació en diciembre de 1934, vivió en París y en Marsella y murió el 20 de julio de 1943 en Auschwitz. Hago el cálculo rápidamente: no llegó a cumplir nueve años.

Pienso en mi Annie. Cuando cumplió nueve años, Rob y yo la llevamos a Boston, a ella y a tres amigas suyas, a tomar el té en el Park Plaza. Se vistieron como princesas y se reían como tontas de los pequeños sándwiches de té, hechos con pan sin corteza. La fotografía que le tomé —Annie con su vestido rosa claro y el cabello largo y suelto soplando la vela que pusimos encima de un
cupcake
de color rosa— sigue siendo una de mis preferidas.

En cambio, a la pequeña Annie Picard parisina nunca le hicieron una fiesta para festejar su noveno cumpleaños. No llegó a la adolescencia, no se enfrentó a su madre por culpa del maquillaje, no se preocupó por sus deberes de la escuela, no se enamoró ni vivió lo suficiente para descubrir qué querría ser de mayor.

De pronto advierto que estoy llorando. No sé muy bien cuándo he empezado. Enseguida cierro la página con un clic, me seco los ojos y me alejo. Solo al cabo de quince minutos de dar vueltas por el obrador dejo de derramar lágrimas.

Dedico otros treinta minutos a hacer clics en la primera página que me envió Gavin y casi todo lo que encuentro me horroriza. Recuerdo que en la escuela leímos
El diario de Ana Frank
y que estudiamos el Holocausto en las clases de historia, pero leer al respecto siendo adulta me ha producido una impresión totalmente diferente.

Me bailan delante de los ojos unas cifras y unos hechos pasmosos. En 1939, cuando estalló la guerra, vivían en París doscientos mil judíos, de los cuales fallecieron cincuenta mil. Los nazis comenzaron a arrestar judíos parisinos en mayo de 1941, cuando reunieron a tres mil setecientos hombres y los enviaron a campos de internamiento. En junio de 1942, todos los judíos que vivían en París estaban obligados a llevar una estrella de David amarilla con la palabra «
juif
», que es como se dice «judío» en francés. Un mes después, el 16 de julio de 1942, hubo una redada inmensa de doce mil judíos, en su mayoría de origen extranjero: los llevaron a un estadio llamado «el Vélodrome d’hiver» y después los deportaron a Auschwitz. En 1943, los nazis entraban en orfanatos, residencias de ancianos y hospitales y arrestaban a los más indefensos. Se me revuelve el estómago de solo pensarlo.

Escribo «Picard» en la segunda base de datos que me envió Gavin. Encuentro tres supervivientes de apellido Picard en la lista de un periódico de Múnich y tres más —entre los que figura otra Annie Picard— en una lista de supervivientes de Italia. Constan tres Picard en el registro de fallecidos del campo de concentración de Mauthausen, en Austria, y once más en el de Dachau, en Alemania. Hay treinta y siete Picard en una lista de 7346 deportadas francesas que murieron. Vuelvo a encontrar en esta lista a la Annie Picard de ocho años y me saltan las lágrimas. Se me ha nublado tanto la vista que casi no me doy cuenta cuando aparecen en la pantalla otros dos nombres conocidos: Cecile Picard, el segundo nombre de la lista de Mamie, y Danielle Picard, el último.

Me late el corazón cuando leo los detalles correspondientes al primer nombre:

Cecile Picard, nacida como Cecile Pachcinski el 30 de mayo de 1901 en Cracovia, Polonia. Procedente de París, Francia. Deportada a Auschwitz en 1942. Murió en el otoño de 1942.

Trago saliva varias veces. Cecile Picard habría tenido cuarenta y un años cuando murió, solo cinco años más que los que tengo ahora. Sé que Mamie nació en 1925, de modo que tendría diecisiete en 1942. ¿Podría ser que Cecile fuera su madre? ¿Mi bisabuela? Si así fuera, ¿cómo es posible que jamás hubiéramos hablado antes de esto?

Parpadeo unas cuantas veces y, cuando leo la información sobre Danielle, se me encoge el corazón.

Danielle Picard, nacida el 4 de abril de 1937. Procedente de París, Francia. Deportada a Auschwitz. Murió en 1942.

Solo tenía cinco años.

Cierro los ojos y trato de volver a respirar con calma. Al cabo de un momento, busco en Googgle la tercera organización que mencionó Gavin: el Mémorial de la Shoah. Hago clic en el enlace y escribo en la casilla de búsqueda el primer nombre de la lista de Mamie: Albert Picard. Me quedo paralizada cuando lo encuentro.

Monsieur Albert PICARD, né le 26/03/1897. Deporté à Auschwitz par le convoi nº 58 au départ de Drancy le 31/07/1942. De profession médecin
.

Me apresuro a copiar y pegar la entrada en un traductor en línea y consulto el resultado. Albert Picard, nacido el 26 de marzo de 1897 y deportado a Auschwitz en el convoy número 58, que partió de Drancy el 31 de julio de 1942. Era médico.

Pasmada, introduzco los demás nombres. No dice lo que les ocurrió, sino solo la fecha en que fueron deportados. Todos habían sido llevados a Auschwitz en los convoyes 57 o 58, a finales de julio de 1942.

Encuentro todos los nombres, salvo el de Alain, que, según la lista de Mamie, habría tenido once años cuando, aparentemente, se llevaron a toda su familia. Me quedo desconcertada delante de la pantalla.

Miro el reloj. Aquí son las cinco y media de la mañana. En Francia están adelantados seis horas, de modo que, probablemente, alguien habrá en las oficinas del museo. Respiro hondo, trato de no pensar en la factura del teléfono y marco el número que aparece en la pantalla.

El teléfono suena seis veces y salta un contestador en francés. Corto y vuelvo a marcar, pero otra vez responde un contestador. Vuelvo a mirar el reloj: ya debería estar abierto. Marco por tercera vez y, al cabo de unas cuantas llamadas, responde una mujer en francés.

—Hola —digo y exhalo aliviada—, llamo de Estados Unidos y lo lamento, pero casi no hablo francés.

La mujer me responde enseguida en un inglés con mucho acento.

—Está cerrado —dice—. Es sábado. Los sábados está cerrado, por el sabbat. Yo he venido a acabar un trabajo de investigación.

—¡Ay! —digo, acongojada—, perdón. No me había dado cuenta. —Hago una pausa y pregunto con un hilo de voz—: ¿Me puede responder a una pregunta rápida?

—Nuestras normas no lo permiten —dice con firmeza.

—Por favor —le digo con voz queda—. Estoy tratando de localizar a alguien. Por favor.

Guarda silencio por un momento, pero al final suspira.

—De acuerdo. Rápido.

Le explico a toda prisa que estoy buscando a unas personas que tal vez sean familiares de mi abuela y que he encontrado algunos nombres, pero me falta uno. Vuelve a suspirar y me dice que el museo dispone de algunos de los mejores registros de Europa, porque la policía francesa —la que llevaba a cabo las deportaciones— las apuntaba meticulosamente.

—En el resto de Europa —dice— han desaparecido la mitad de los registros, pero en Francia sabemos los nombres de casi todas las personas que fueron deportadas de nuestro país.

—Pero ¿cómo puedo averiguar lo que les ocurrió después de la deportación? —pregunto.

—Lamentablemente, muchas veces no se puede —dice—, pero en algunos casos sí. Aquí disponemos de los documentos escritos, el censo y otras cosas. Algunas de las tarjetas de deportación contienen notas que indican lo que les ocurrió a esas personas.

—¿Y para encontrar a Alain? Es el nombre que no figura en su base de datos.

—Eso es más difícil —dice—. Si no fue deportado, es probable que no conste, pero usted puede venir a buscarlo en nuestros registros. Hay una bibliotecaria que la ayudará. Tal vez lo encuentre.

—¿Que vaya a París? —pregunto.


Oui
—dice—, es la única forma.

—Gracias —murmuro—,
merci beaucoup
.


De rien
—responde—. ¿Tal vez la veamos pronto?

Vacilo solo por un momento.

—Tal vez nos veamos pronto.

Los resultados de la búsqueda y la conversación con la mujer del museo me han dejado tan impresionada que empiezo tarde a poner los Star Pies en el horno y a preparar las tartaletas rosadas de almendras. Esto no me suele pasar, porque atenerme estrictamente a los horarios de la mañana es lo que impide que me vuelva loca la mayoría de los días. Por eso, cuando suena el reloj de la cocina que me avisa que son las seis de la mañana y es hora de abrir la panadería, me encuentro en un estado de desorganización muy poco frecuente en mí.

Corro a la puerta y me sorprendo al ver a Gavin esperando pacientemente de pie en el exterior. Cuando me ve a través del cristal, me sonríe y me saluda con la mano. Giro la llave en la cerradura.

—¿Por qué no has llamado? —le pregunto mientras abro la puerta—. Te habría hecho pasar.

Me sigue al interior y se me queda mirando mientras doy la vuelta al cartel para que se lea «abierto».

—Acabo de llegar —dice—. Además, abres a las seis y no me ha parecido bien molestarte antes de esa hora.

Le hago señas para que me siga.

—Tengo unos pasteles en el horno. Lo siento, pero voy un poco retrasada esta mañana. ¿Quieres café?

—Pues sí —dice.

Se detiene delante del mostrador, pero le vuelvo a hacer señas para que me siga al obrador.

—¿Puedo ayudarte en algo? —pregunta y se arremanga, como si ya estuviera dispuesto a lanzarse al ataque.

Muevo la cabeza de un lado a otro y le sonrío.

—No hace falta —le digo—, a menos que puedas volver atrás el tiempo para que no vaya retrasada.

Muelo una taza de granos de café y, cuando me doy la vuelta, me sorprende ver a Gavin llenando la cafetera de agua y poniéndole el filtro, como si estuviera en su casa.

—Gracias —le digo.

—¿Una mañana complicada? —pregunta.

—Más que complicada, extraña. Recibí tu e-mail. Gracias.

—¿Te ha sido útil?

Asiento con la cabeza.

—He estado un buen rato mirando las páginas.

—¿Y?

—He encontrado todos los nombres que figuran en la lista de mi abuela, salvo uno. —Echo el café molido en el filtro y Gavin pone en marcha la cafetera. Guardamos silencio un rato, mientras el aparato empieza a borbotear y escupir—. No he encontrado a Alain, pero todos los demás fueron deportados en 1942. La más pequeña tenía cinco años. La madre no era mucho mayor de lo que soy yo ahora. —Respiro hondo y siento que me tiembla el pecho—. Todavía me cuesta creer que sean familiares de mi abuela.

—¿Cómo es eso?

De pronto, me da vergüenza y aparto la mirada.

—No lo sé. Lo cambiaría todo.

—¿Qué es lo que cambiaría?

—Quién es mi abuela —digo.

—En realidad, no.

—Cambia quién soy yo —añado con voz queda.

—¿Ah, sí?

—Me convierte en judía al 50 por ciento o al 25 por ciento, supongo.

—Pues no —dice Gavin—. Solo querría decir que has tenido en ti esa parte de su pasado todo el tiempo. Querría decir que siempre has sido judía al 25 por ciento. No cambiaría nada de lo que eres en verdad.

De pronto me da la impresión de estar hablando con un terapeuta y no me gusta nada.

—No te preocupes —le digo. La jarra de la cafetera solo se ha llenado hasta la mitad, pero la cojo con brusquedad y le sirvo una taza, para cambiar de tema—. Has venido más temprano de lo habitual esta mañana.

En cuanto salen las palabras de mi boca me doy cuenta de que podría dar la impresión de que le voy siguiendo la pista y me ruborizo, pero Gavin no parece advertirlo.

—No podía dormir y quería saber cómo iba tu búsqueda.

Asiento con la cabeza y lo asimilo mientras me sirvo una taza de café.

—¿Vas a ir a París? —pregunta.

—Es que no puedo, Gavin.

Suena el reloj del horno y noto que me observa cuando me pongo las manoplas y retiro dos bandejas de Star Pies. Bajo diez grados la temperatura para adecuarla a los cruasanes que ya he estirado y formado y me dirijo a la tienda para ver si ha entrado alguien sin que me hubiese dado cuenta. No hay nadie. Gavin espera a que haya introducido los cruasanes en el horno antes de volver a hablar.

—¿Por qué no puedes ir? —pregunta.

Me muerdo el labio.

—No me puedo permitir el lujo de cerrar la panadería.

Gavin lo capta y yo lo miro con disimulo para saber si me está juzgando. Veo que no.

—Vale —dice lentamente.

Advierto que no ha preguntado el motivo y me alegro. No quiero tener que dar explicaciones a nadie de mi situación.

—¿No hay nadie que se pueda hacer cargo por unos días en tu lugar? —pregunta al cabo de un momento.

Lanzo una carcajada y me doy cuenta de que suena amarga.

—¿Quién? Annie ni siquiera tiene, en teoría, edad suficiente para trabajar aquí y no tengo dinero para contratar a nadie.

Gavin parece pensativo.

—Seguro que tienes amigos que se pueden hacer cargo.

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