—Nuestra época se caracteriza por gobiernos que niegan ser religiosos pero que no se atreven a abandonar las supersticiones —definió Héctor Darby—. Nos atemoriza admitir que no creemos en nada.
—Olvidáis que la creencia es la verdad —alzó la voz tajante un joven hermoso de largo pelo rizado, ojos achinados y esbelta figura cargada de joyas y tatuajes—. Yo más bien diría que hasta incrédulos como tú, Héctor, o como Brent Schaumann, terminan aceptando la existencia del mundo tal como es.
—No hablamos del mundo «tal como es», Yil —replicó Schaumann—, hablamos de poner barreras al desarrollo de la ciencia a causa de ciertas frases ambiguas en los textos de Nuestro Libro...
—No hay nada ambiguo en morir del corazón, que debe ser la muerte natural de los seres, Brent.
—¿Por qué «natural»? ¿Solo porque esa es la explicación ofrecida en el Cuarto?
La discusión, que Daniel apenas escuchaba, se prolongó mientras los camareros terminaban de servir. Cuando se retiraron, Meldon Rowen volvió a tomar la palabra.
—Héctor Darby te ha explicado ya todo lo concerniente a esa revelación. Ahora me gustaría hablarte de nosotros...
Hizo una pausa. A Daniel le parecía evidente que Rowen había sido diseñado a capricho por unos padres ricos. Cada centímetro de su figura había recibido la bendición de la genética y el dinero a partes iguales: desde su lustrosa cabellera negra como la antracita hasta el bronceado cobrizo de la piel o el brillo de uñas y ojos, todo en aquel ser humano se le antojaba a Daniel perfecto. Vestía una doble pieza negra de tirantes ajustada a su torso y cintura, y su voz bien modulada resultaba tranquilizadora.
—¿Quiénes somos?, te preguntarás —prosiguió Rowen—. Bien, digamos que un grupo de amigos. Procedemos de lugares muy distintos, pero nos unen intereses comunes. —Miró a Darby—. Héctor y yo, por ejemplo, nos conocemos desde hace mucho tiempo: a él le apasionan los libros y a mí regalárselos. —Darby protestó, sonriendo—. O dicho de otra forma: él tiene inteligencia y yo dinero. Esa es una razón tan buena como cualquier otra para mantener una larga amistad...
—Meldon es el heredero de un importante imperio tecnológico —intervino Darby—, pero prefiere el camino difícil y le tienta todo aquello que constituye una aventura. Gracias a él estamos aquí.
—Y gracias a Héctor
sabemos
por qué estamos aquí —dijo Rowen, y hubo risas.
Daniel intentó sonreír para mostrar cortesía, pero apenas podía concentrarse en lo que decían. Ni siquiera tenía apetito. Permanecía sentado en el suelo volviendo la cabeza a uno y a otro, sintiéndose lejos de todos.
—En cuanto a los demás... —Rowen señaló a una mujer junto a él, desnuda y sin adornos, cuyo lacio y ondeado pelo carbón, piel casi negra y abrumadora belleza denotaban también un diseño específico—. Anjali Sen es de origen indio, creyente profunda del Duodécimo Capítulo, célebre maestra y gran amiga... La pasión y profundidad de las creencias de Anjali me ha hecho creer a mí también, Daniel. El doctor Brent Schaumann es nuestro científico... —Rowen hizo un gesto hacia el hombre de cabello lacio sentado en el extremo opuesto, cubierto con una pieza rosada, de largas y bonitas piernas y encantadora sonrisa—. Es biólogo y experto en el Quinto Capítulo, aunque no exactamente un creyente...
—Conozco demasiado la Biblia como para creer en ella —intervino Schaumann con aparente seriedad.
Daniel ya se había percatado de que Schaumann era serio solo cuando pretendía hacer reír.
—Brent es un gran sabio —dijo Darby—, además de uno de mis mejores amigos.
—Siempre te pones sentimental con el
shinzo,
Héctor —susurró Schaumann.
Rowen se volvió hacia el joven moreno de ojos achinados a quien Schaumann había llamado «Yil». Era el que peor caía a Daniel, y el sentimiento parecía recíproco, a juzgar por las cansinas y despectivas miradas que el joven le dedicaba. De larga cabellera castaña rizada, el joven tenía un aire exótico, aunque no parecía oriental sino de alguna raza del Sur. Se agazapaba en el suelo vestido solo con ajorcas, brazaletes y otros adornos de metal labrado. De su cuello colgaba una serpiente de plata con otra cabeza en lugar de cola.
—La parte más dinámica del grupo la aporta Jeremy Yin Lane —dijo Rowen—, alias Yilane, creyente profundo del Décimo. Es discípulo de Anjali en Bombay e hijo del muy llorado, y gran creyente del Treceavo, Ezra Obed Lane.
—¿Por qué la parte «dinámica»? —repuso Yilane sin sonreír—. No tengo nada de dinámico.
—Lo que ocurre con Yilane —dijo la oscura y hermosa Anjali Sen— es que no quiere ser nada que los demás digan de él. Le gusta resultar indefinible.
—Irreducible —matizó Yilane.
—¿Ves?
Por primera vez Daniel vio reír abiertamente a Yilane. Era como si la india tuviera la virtud de entresacar las mejores emociones de los demás. A Daniel le pareció que Anjali tampoco le resultaba indiferente al joven Yilane.
Rowen hizo cesar las carcajadas gesticulando hacia la muchacha ciega.
—Por último, a Maya Müller ya la conoces. Es creyente del Segundo y gran amiga de Héctor Darby. Como ves, formamos un grupo muy heterogéneo. Unos somos amigos de otros, pero lo que de verdad nos ha unido es la búsqueda de la
Llave del Abismo.
Fue el padre de Yilane, Ezra Obed, quien se enteró de la revelación de Kushiro hace dos años, frecuentando los círculos religiosos de Alemania. Ezra, por desgracia, se hallaba ya muy enfermo del corazón, pero lo comentó con su hijo antes de fallecer, y a través de Yilane lo supimos todos. —Rowen sonrió—. Hemos estado dos años esperando este acontecimiento, Daniel. Ignorábamos que tú serías el
messenja,
pero...
—¿El
messenja? —
inquirió Daniel.
—Es la palabra en viejo idioma japonés que designa al portador de un mensaje. No te conocíamos, pero nos alegramos mucho de que estés aquí... aunque sea... en estas tristes circunstancias...
Rowen hizo una pausa. Todos parecían esperar a que Daniel hablara.
—Bien... —murmuró Daniel—. Ya sabía que buscabais algo muy importante...
Yilane lo interrumpió con sequedad, echando todo el largo y desordenado pelo castaño hacia atrás con una sacudida de la cabeza que produjo un campanilleo de sus pendientes. El pelo azotó su espalda y regresó poco a poco, insumiso, hacia su rostro.
—No creo que un empleado de tren tenga ni
la menor idea
de lo importante que es lo que buscamos —dijo.
Por un instante hubo un hondo silencio. Anjali Sen volvió su rostro de pómulos altos y largas pestañas hacia el joven.
—Jeremy Yin... —murmuró con tono de reproche.
Daniel no quería irritar al creyente ni aumentar la tensión. Se esforzó en sonreír.
—Tienes razón —dijo—. No soy creyente, y no entiendo bien la importancia de esa...
Llave...
Pero comprendo lo útil que soy para vosotros... También comprendo que me utilicéis. Pensáis que alguien ha puesto una información en mi interior, y queréis conocerla. Desde luego, si recobrar a mi hija dependiera de lo que otra persona supiera, yo utilizaría a esa persona de la misma forma... —Hizo una pausa. Se había deshecho la trenza y su pelo rubio con el mechón oscuro en la coronilla caía por sus hombros. Mantenía las piernas flexionadas, una rodilla en alto, la otra en el suelo. Su figura grácil parecía mínima, como su suave tono de voz, pero en sus palabras había fuerza—. En cierto modo, yo también busco algo importante. Mi esposa y mi hija eran lo más importante del mundo para mí. Hoy solo me queda mi hija... —Elevó los ojos y los miró. La música cesó, respetando el breve silencio—. Ayudadme a recuperarla y os prometo que haré todo lo que pueda por ayudaros.
Una parte de él, al acabar aquella especie de discurso, se sintió ridícula. ¿Acaso el licor, con su extraña fruta roja tan parecida a un corazón, lo había confundido hasta ese punto? ¿Qué les importaba a ellos lo que él estuviera sufriendo? ¿Y cómo iba a poder negarse a ayudarlos, si se encontraba en sus manos? Sintió que se ruborizaba de humillación por confesarse así ante individuos que lo observaban con tanta frialdad.
Pero comprobó que se equivocaba: en la mayoría de las expresiones advirtió distintas tonalidades de emoción.
Meldon Rowen dejó la taza en la mesa y, con ella, un aliento largamente retenido. Bajó los ojos mientras hablaba. El borde de sus párpados formaba dos curvas negras bajo la oscuridad de su pelo.
—Daniel, para nosotros, lo que te ha ocurrido ha representado una sorpresa terrible, casi incomprensible... Hace dos días pensábamos que la cena de hoy sería una especie de celebración. A fin de cuentas, esta medianoche vas a revelar el mensaje de Katsura Kushiro al mundo, el secreto para obtener la
Llave del Abismo.
Era lo que más deseábamos, el fin de una larga búsqueda. Cuando Héctor nos avisó de que se había producido la esperada revelación en ese tren alemán, nuestro entusiasmo fue desbordante... Pero todo ha tomado un rumbo diferente. Por desgracia, ya sabes que hay otro grupo que conocía los mismos detalles, y que actuó antes que nosotros, y de una manera brutal. Nosotros nunca te hubiésemos hecho daño... —Se despejó el pelo del rostro y alzó la mirada hacia Daniel. Sus ojos verdes estaban húmedos—. Creo que ya es hora de llevarte a la Vieja Torre, Daniel. Desde allí, ellos te obligarán a acompañarlos al lugar de la revelación. Cuando la revelación se produzca esta medianoche, trataremos de salvaros a tu hija y a ti y eliminar a nuestros competidores... Sin embargo, no quiero engañarte...
Rowen hizo una pausa y lanzó una fugaz mirada a los demás, que fijaban la vista en la mesa. Luego prosiguió, siempre con su magnético tono de voz:
—No sabemos a quiénes nos enfrentamos, pero sospechamos que son muy poderosos. Ese tal Moon no era agente de Seguridad, sino un creyente profundo del Segundo, igual que Maya. Y sin duda habrá otros más poderosos que él. —Tras un hondo silencio, añadió:— Intentaremos hacer todo lo posible, Daniel, pero lo que nos aguarda esta noche será muy difícil. Para todos.
• •
4.5
• •
El ambiente era salvaje. Los golpes de los enormes
odaikos
electrónicos, tambores con el diámetro de una plaza de aldea, producían un efecto demoledor. A ellos se unían los chillidos de los bailarines, que seguían la costumbre japonesa religiosa, inspirada en el Cuarto, de danzar imitando gritos de animales. Sentado en una butaca junto a un candelabro y vestido con un breve sayal negro estampado con la imagen móvil de unas llamas, Moon pensó que no podía haber encontrado mejor club
nomiya
para beber sake caliente y distraerse. No se quejaba del exceso: Tokio y su locura le gustaban.
El local se hallaba en las ruinas del Viejo Roppongi y sus dueños eran escultores sagrados de figuras de arcilla. Se decía que sus paredes y techo estaban forrados de piel humana, pero Moon no lo creía. Más bien parecía pergamino, puede que algún tipo de cuero. Como era tradicional, no se trataba de un «local-del-todo», y una de sus paredes había desaparecido uniéndose a un pequeño edificio de casas particulares cuya respectiva pared también había sido suprimida, de modo que era posible observar la vida privada de los vecinos del inmueble, e incluso intervenir en ella accediendo a cada habitación mediante unas escaleras. Los vecinos no tenían derecho alguno: eran simples subalternos. Aunque unos amortiguadores de ruido atenuaban el estrépito del local en el interior de sus casas, se veían invadidos con frecuencia, a cualquier hora del día o de la noche, estuviesen comiendo, durmiendo o bañándose, por gente borracha. Podían ser golpeados, usados carnalmente o asesinados. Y siempre había nuevos candidatos para ocupar la casa de una familia eliminada.
A Moon le gustaba espiar a los inquilinos: veía a un muchacho en la blancura de un baño, veía los rituales amorosos de una pareja en el lecho, veía a un niño de unos siete años que apagaba la luz de su cuarto azul e intentaba dormir.
Aquel niño, un bulto diminuto en su pequeña cama, le hizo pensar en la niña de Kean. Consultó la hora en el reloj de un pedestal: quedaban casi treinta minutos para que Daniel Kean llegara a la Vieja Torre. Pero él aún tenía que recibir instrucciones. La Rubia se estaba retrasando.
No se llama la Rubia sino Turmaline. Recuérdalo. No le gusta que la llamen la Rubia sino Turmaline.
Bebió otro sorbo de sake y al alzar los ojos de nuevo la vio.
Turmaline le hacía señas con los brazos desde la habitación azul del niño en el edificio de vecinos. Moon se puso en pie de inmediato, se ajustó un tirante de su túnica de llamas y se desplazó entre el sudor perfumado de los cuerpos que bailaban en dirección a las escaleras que conducían al edificio.
Cuando pasó al interior de la habitación, los amortiguadores de ruido hicieron desaparecer el estruendo. Moon miró hacia la cama y vio al niño. Era un niño japonés, de lacio pelo negro. Estaba desnudo, tenía los ojos vidriosos y adoptaba una extraña posición sobre las sábanas deshechas. Moon se fijó en que Turmaline le había roto el cuello.
—Qué incendiado estás, Moon... —Lo saludó Turmaline señalándole los adornos móviles de su pieza—. ¿Te calientan mucho estos sitios de degeneración japonesa?
Moon no respondió. No era saludable mostrarse molesto por las provocaciones de la Rubia. En vez de eso, se limitó a pasar la mano por su vestido negro haciendo desaparecer la imagen de las llamas.
La Rubia se sentaba en el diván del dormitorio, junto a un gran oso de peluche. Tenía el cabello sujeto en un moño tan abultado que parecía otra pequeña cabeza brotando de su coronilla. Era la primera vez que Moon trabajaba con Turmaline, pero ya la conocía lo suficiente para saber que la llamaban la Rubia porque su pelo era su seña de identidad: consistía en un injerto de afilados metales de aleación bañados en oro. Cubría toda su espalda y pesaba tanto que, en otra cabeza que no fuera la de ella, hubiese hecho que el cuello se doblase y las vértebras reventaran. Uno solo de sus cabellos podía hacer rico a un hombre. La Rubia los usaba para matar.
Por lo demás, vestía como siempre, con elegancia: en aquella ocasión, mallas de red marfil, collar turquesa y sandalias negras. Los pechos tenían los pezones pintados en distintas tonalidades de azul.
—¿Cómo está la niña? —preguntó Turmaline.
—Mucho mejor que este chico, por lo que veo —dijo Moon.
—Contesta.
—Como me dijisteis que tenía que estar.