—Ella —dijo, nervioso, bajando la pistola—. Está aquí.
Entonces sobrevino la oscuridad.
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2.10
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La estaban esperando, pero no habían establecido un plan concreto para cuando llegara. Ese fue el primer error de Olsen.
—¡Olive, Moon: llevaos a la niña! —Concentrarse en gritar fue su segundo error.
Todo era confusión en aquella ceguera. Las manos que sujetaban a Daniel Kean lo soltaron, y este se lanzó hacia Moon y aferró un brazo casi blando, helado, que no parecía pertenecer a un ser vivo. Aquella serpiente untuosa se deslizó con rapidez, eludiéndolo. Daniel se preparó para una represalia que no llegó.
Al menos, Moon no había disparado contra Yun. Oyó a la niña llamándolo. La voz se quebraba bajo el sonido de unas botas en la escalera. Vio un haz de luz trepando entre los peldaños.
—¡Yun! —gritó—. ¡Yun!
Era un suicidio moverse por una habitación que parecía llena de demonios. Pese a ello, o precisamente por ello, Daniel se movió. Recibió un violento empujón y cayó al suelo. Alguien, que había horadado una pared a puro fuego, dejó de disparar, y posiblemente de respirar. Un uniforme fue lanzado al aire, y solo el ruido que produjo al dar contra un muro permitió saber que dentro cobijaba un cuerpo; tras el golpe, cuerpo, uniforme y muro fueron lo mismo.
—Eres estúpida... —oyó Daniel la voz enronquecida de Olsen—. Eres estúpida o estás loca si crees... —No supo a quién se dirigía, pero un timbre de pavor en su tono le indicó que el superior no estaba seguro de quién era realmente el estúpido y el loco. Quizá solo fanfarroneaba.
Deseaba llegar a la escalera. Sabía que Moon y el otro agente habían huido llevándose a su hija, y la única opción que le quedaba era perseguirlos. Sin embargo, las palabras de Olsen le hicieron volver la cabeza hacia el encarnizado combate que tenía lugar en la oscuridad.
Olsen parecía pelear contra la muerte. Su adversario era una figura más negra que las tinieblas cuya sola velocidad producía escalofríos. Daniel casi olvidó su propia tragedia gozando de aquel mínimo segundo en que oyó a Olsen gritar mientras era aplastado por terribles golpes contra la pared, como propinados por un martillo en las manos de la noche. O de cien martillos, aunque los ojos de Daniel le dijeron que se encerraban en un solo puño. ¿Cuánto dolor necesitaba un hombre como Olsen para morir? Daniel deseó que la vida del superior se prolongara durante mucho tiempo.
Pero todo terminó antes de que pudiera completar aquel pensamiento.
Cuando solo la figura negra y el silencio quedaron en pie, supo que había llegado su propio fin. No solo no le importaba: lo ansiaba con la violencia única con que a veces se desea lo que más se teme. Pero decidió elegir el lugar correcto.
Arrastrándose y alejándose de la figura, gateó hasta dar con el cuerpo de Bijou. Todo su dolor brotó entonces como una anestesia que finalizara abruptamente.
—¡Mátame o déjame con ella! —rugió cuando las manos de la sombra se posaron en sus hombros, tirando de él.
—Hay una tercera opción —dijo la muchacha suavemente.
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3.1
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Ella le hizo jurar aquello por primera vez cuando viajaron a Madrid. Viajar era arriesgado, pero todo el mundo asume riesgos de vez en cuando. Además, era Tiempo de Invierno, después de Halloween, cuando la tradición ancestral impone a los hijos visitar a los padres. Tras regresar de la casa de las afueras de Hamburgo donde habían celebrado su unión, y disponiendo de tres días más por la festividad, decidieron pasar el Solsticio con la familia de él. Un velocísimo viaje en vehículo aéreo les redujo las molestias y la impaciencia, pero en Madrid fueron por primera vez conscientes de lo lejos que se hallaban del hogar.
Madrid era antigua. La nieve la ensabanaba como a una estatua. A Bijou, que no la conocía, le recordó París, y ambas le hicieron pensar en las ciudades bíblicas del Norte. Señalaba las coincidencias con el dedo mientras paseaban entre silencio y crujidos de hielo: veletas en campanarios, techos picudos, grandes avenidas de columnas, laberintos empedrados y angostos que solo tras ser recorridos se comportaban como calles, iglesias ruinosas edificadas sobre otras aún más viejas y tanta antigüedad como era posible desear (o temer) en la superficie de Europa.
Bijou perdió las palabras mirándolo todo. Daniel la miraba a ella, un poco preocupado.
Esa noche, después de la cena, tras reírse con Emil Kean, el padre de Daniel, que trabajaba como jefe de sección en un tribunal, ser interrogada minuciosamente por la madre, Jana, y ponderar el parecido que existía entre la hermana menor, Lania, y el propio Daniel, que habían sido diseñados a partir de la misma célula, Bijou se agazapó temblando bajo los brazos de él en la antigua cama del cuarto de invitados y le confesó su miedo. Todo le había asustado: la vejez de las plazas, los distintos silencios, la bella y distinguida familia de su esposo; también, ahora, el chirrido del lecho y las máscaras decorativas propias de la temporada que ornaban las paredes.
—Bah, no hagas caso a nada de lo que veas —le dijo él—. Mi padre presume de creyente y se rodea de libros viejos para oler a moho, pero ni siquiera los abre. —Rieron en voz baja—. La casa es antigua, pero saludable.
—Tu familia no tiene la culpa, Daniel —aseguró ella
—,
son personas maravillosas y viven con «amor»... Se trata de mis recuerdos. Madrid me ha hecho revivir mi infancia en París, con mis padres. El linaje árabe viene de mi padre, que a veces me asustaba hablándome de la muerte...
—Eso nos ha ocurrido a todos. —Trató él de quitarle importancia, pero comprendió que ella necesitaba desahogarse. La abrazó con más fuerza mientras la escuchaba.
—Me decía que la muerte vive bajo tierra... Morir, según mi padre, es entrar en un portal negro y bajar a unas cavernas infinitas...
—Son simples leyendas. Quien las cree sufre más que nosotros.
—Pero la muerte existe, eso es real. —Ella se arrebujó junto a él y lo besó en el oído con palabras quedas—. ¿Por qué existe la muerte, Daniel?
—Menudo efecto te ha causado mi familia. —La broma se deshizo ante la seriedad de ella, que lo miraba vorazmente, como si la respuesta a todos los misterios se hallara escrita en letras diminutas dentro de sus ojos.
—¿Por qué debemos morir? No lo entiendo. ¿Por qué esa oscuridad? Ahora que te conozco, y te amo, no quiero separarme nunca de ti. Tengo tanto miedo...
—No vas a morir. —Él acarició sus mejillas—. Ni tú ni yo. Jamás.
De pronto ella lo miró, muy seria.
—Tienes que jurarme algo.
No fue la última vez que se lo pidió: años después, una noche en que Yun tuvo pesadillas y corrió, lívida y fría, hacia el dormitorio de ellos, volvió a hacerlo. Él la tranquilizó repitiendo su juramento —«sagrado», decía Bijou— y, por dentro, se rió sin malicia de aquel dulce temor. Porque en el futuro podía suceder cualquier cosa, pero su padre le había enseñado que un buen hombre debe vivir como si esa certeza fuera falsa.
No obstante, lo juró. Luego acostó a Yun, le dio un beso y regresó a la cama donde Bijou ya flotaba en el incienso del sueño.
Se quedaba, en ocasiones, mirándolas mientras dormían.
Su familia. Una isla de luz entre tinieblas.
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3.2
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Pensó, al pronto, en nieve, por la blancura que lo rodeaba. Se hallaba acostado bocabajo, los brazos en cruz como abarcando el lugar donde yacía. Al removerse liberó un dolor oculto en la zona izquierda de la nuca. La atrocidad del recuerdo le otorgó vigor. Abandonó la inmensa y desconocida cama, dio unos pasos.
Era una habitación grande. Paredes, suelo y techo estaban pintados de blanco o en distintas tonalidades que rondaban ese color, marfil o hueso. Vio una camisa holgada que no era suya apoyada en el respaldo de una butaca, se la puso y olió la tela fresca y limpia. En la misma silla aguardaban un faldellín de gala y sandalias, pero no quiso vestirse del todo por el momento. Su propia ropa había desaparecido.
Una ventana de cristales romboidales le hizo abrir la boca: más allá, se erguían abetos nevados, un lago, pequeñas casas, cumbres de hielo. No le parecieron los alrededores de Dortmund, mucho menos de Wonn. La mañana era gris.
Había una puerta esmerilada. Miró a su través y fue como asomarse a un estanque revuelto. Distinguió sombras quietas. No quería comprobar todavía si se hallaba prisionero, y no tocó el pomo.
La habitación le entregó otra sorpresa: sobre una mesa de mármol alzada por esculturas de cuerpos genuflexos, reposaba una bandeja con comida y té caliente. Tenía hambre. Acercó un diván, que no hizo ruido al moverse, se sentó y empezó a devorar pequeños bollos de pan dulce y queso, y a beber sorbos de té. Tal actividad le hizo comprender que aquel mundo era real. Pero no se alegró: hubiese preferido un sueño.
Nunca supo cómo, porque un momento antes, mientras comía, había mirado y solo había visto la puerta, y un momento después volvió a mirar y era ella.
—Me pareció que estabas despierto —dijo la muchacha. Tenía una voz grave, levemente teñida de acento del Sur—. ¿Te encuentras bien?
Daniel no se movió de la mesa ni dijo nada. La taza de té que llevaba a sus labios prosiguió su camino.
Le sorprendió reconocerla de inmediato, ya que la primera vez la había visto de lejos, la segunda de forma muy fugaz y la tercera en plena oscuridad. Pero supo que era la figura de las ruinas, la misma que luego había mantenido aquel combate breve y salvaje contra Olsen. Su apariencia, ahora, era inocente: una larga pieza blanca, el cabello suelto y húmedo, hebras pegadas a la frente. Mantenía los ojos bajos. ¿Y cómo había logrado entrar en completo silencio?
Tras aguardar en vano una respuesta, la muchacha hizo algo inesperado: se echó al suelo. Pero no fue un gesto de saludo ni de humillación. Era como si el suelo fuese un lugar para estar. Permaneció sentada con el tronco erguido, sin apoyarse en la pared, las piernas flexionadas cubiertas por la pieza.
—¿Dónde estoy? —preguntó él al fin.
—Una casa en Königshafen, una pequeña villa al sudeste de Alemania, junto al lago Viejo Königssee.
—Ya. —Daniel pensaba mucho cada palabra. Se frotaba el dolor de la nuca—. ¿Cómo llegué hasta aquí, y cuándo?
—Te trajimos. Anoche.
—¿Quién más, aparte de ti?
—Mi amigo. Yo te saqué a la superficie y él aguardaba en un vehículo en el túnel de Wonn. Lo conocerás pronto.
—¿Y mi ropa?
—Estaba muy sucia. Te la quitamos al llegar.
Los silencios eran más largos que las frases. Daniel cerró los ojos.
—No recuerdo nada de eso.
La muchacha seguía con la mirada puesta en el suelo.
—Tuve que golpearte en la catacumba para dejarte inconsciente —dijo—. No deseaba hacerlo, pero no me diste otra alternativa. Querías quedarte allí y yo no podía permitirlo. Permanecer entre cadáveres bajo tierra es muy peligroso.
—No me hubiese importado morir —replicó él.
—No hubieses tenido la suerte de morir —dijo ella suavemente.
Daniel la observaba sin delatar emociones. Advertía curvas férreas y una anatomía compacta bajo la larga pieza blanca.
Un solo detalle le intrigaba.
¿Por qué no me mira? ¿Por qué cierra los ojos?
—Y mi hija... —murmuró.
—Ellos se la llevaron.
—¿Ellos?
—Moon y el otro agente. No pude impedirlo. O quizá sí, pero tuve que dedicarme a salvarte a ti.
Daniel se encorvó, conteniendo el dolor. Pensó en Bijou, cuyo cadáver aún debía de estar en aquella catacumba. Pensó en Yun.
—¿Por qué...? —murmuró—. ¿Qué quieren hacer... con mi hija?
—Lo sabrás todo dentro de poco. ¿Has terminado de comer?
Sus pensamientos se inflamaron de ira. Dijo que sí, se incorporó, estiró los brazos, se frotó la nuca y pidió lavarse. Ella se levantó con presteza.
—Aquí puedes hacerlo.
Lo que había pensado que era un espejo de cuerpo entero al otro lado de la cama resultó ser una pequeña puerta. La muchacha la abrió mientras él se acercaba.
Era justo lo que Daniel pretendía.
Pese a todo, no pudo evitar la sensación de que ella, simplemente, lo estaba esperando y le concedía maltratarla así.
Al empujarla contra la pared, una mesa cercana se volcó y varios adornos de cristal estallaron en el suelo. La muchacha no hizo intento alguno de defenderse; permaneció quieta, con los ojos firmemente cerrados. Sus labios eran gruesos y los pómulos y mandíbula angulosos. Una librea de pecas le estampaba rostro y pecho.
—¡Me hiciste abandonarla! —gritó Daniel—. ¡Me
separaste
de ella y de mi hija!
La había cogido del cuello con las dos manos y en aquel momento hizo presión. No era un cuello especial, ni siquiera grueso: por el contrario, la esbeltez lo presidía. De haber tenido dedos algo más largos y apretar con la fuerza precisa, una sola de las manos de Daniel se hubiese cerrado sobre aquel tallo hasta rozar el pulgar con el índice. Sin embargo, una reciedumbre que era algo más que carne, sangre y aire le impedía siquiera deformarlo. La muchacha parecía esculpida en una sola pieza de alabastro. Respiraba tranquilamente. Era Daniel Kean quien semejaba ahogarse.
—¡Mírame! —Le enfurecía aquella obstinación de sus párpados—. ¿Por qué no me miras?
¡Mírame!
Pero la puerta de la habitación se abrió antes que los ojos de ella.
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3.3
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—Maya no solo te salvó la vida al sacarte de esa catacumba, Daniel Kean —dijo el hombre de pie en la puerta
—,
también rescató el cadáver de tu esposa. De modo que suéltala y cálmate.
Daniel ya había obedecido la primera orden; la otra no dependía de su voluntad.
—¿Dónde está mi mujer? —inquirió—. Me calmaré cuando la vea.
—La hemos llevado a un lecho funerario y hemos preparado su cuerpo para que puedas despedirla con dignidad. Pronto podrás verla. Pero antes debemos charlar. Intentaré responder a tus preguntas. —El hombre se mostraba enérgico, autoritario. Se volvió un instante hacia la muchacha, pero no pareció preocupado por ella: como si supiera que Daniel nunca hubiese podido hacerle daño. Cruzaron breves palabras en voz baja e intercambiaron sonrisas fugaces.
—¿Quiénes sois? —La mirada de Daniel delataba asombro.
—Mi nombre es Héctor Darby y estás en mi casa. Ella es mi amiga Maya Müller, y tú eres Daniel Kean. Y ahora, más vale no perder el tiempo en presentaciones idiotas. Tenemos mucho que hacer y más que decir. La rapidez es vital.