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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

La llave del abismo (4 page)

BOOK: La llave del abismo
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—Soy Moon, agente de Seguridad Civil. Colaboro con el superior Olsen y acabo de subir al tren... Cálmate, ya ha acabado todo. Ahora necesito que te eches un poco hacia atrás, Daniel. Deja que me encargue yo...

—No puedo —gimió Daniel—. Estoy sosteniendo su dedo.

—Yo te ayudaré.

El agente Moon apartó unos milímetros el cuerpo de Klaus. Sus ademanes eran silenciosos y calculados como el curso de una estrella.

—Es un cable resistente —dijo Moon inclinándose para contemplar el espacio entre Daniel y Klaus—. No creo que pueda partirlo sin ayuda de algo.

—Las tenazas clavadas en su cuello... —susurró Daniel sin soltar la mano de Klaus, aferrado a ella, fundido a ella—. Podemos cortarlo con eso.

—Cierto. No te muevas.

Pero no hubiese podido desobedecer esa orden ni queriendo: se hallaba unido a Klaus para la eternidad, engastado a aquel dedo mediante sus propios dedos.

—Rápido, por favor —suplicó.

—Falta poco.

Intentó no prestar atención a los grotescos ruidos que producían las rebeldes tenacillas mientras el agente Moon las extraía con delicadeza del cuello de Klaus. Le parecía terrible sentirse a un paso de volver a reír, respirar, besar a Yun o tener orgasmos con Bijou, y que ese paso dependiera de unos cuantos movimientos que hasta su hija podía realizar. Al menos, el auricular había enmudecido, aunque ahora escuchaba un alboroto de órdenes y pasos en las secciones próximas.

—Ya está —dijo Moon—. ¿Tienes sujeta su mano? Échate hacia atrás.

—No... Espera, no tires de él, no, no...

—Si no me dejas meter las tenazas, no podré hacerlo.

Daniel no se atrevía a apartarse más. En cambio, descubrió que podía cortar él mismo el cable con la mano izquierda mientras sostenía el dedo de Klaus con la derecha. Era fácil, o debía de serlo. Lo único que necesitaba era que el agente Moon inmovilizara a Klaus. Se lo explicó con un ligero tartamudeo.

—¿De veras te crees capaz? —preguntó Moon, pero por alguna razón no aguardó la respuesta—. De acuerdo. Cógelas.

Daniel tomó la herramienta y llevó sus afilados bordes hacia el objetivo tratando de no mover ni un solo músculo que no perteneciese a su brazo izquierdo.

El dedo. El cable.

Lo más difícil ya estaba hecho: Klaus había muerto y él había logrado atrapar su dedo antes de que descendiera. Ahora quedaba algo muy sencillo, lo más sencillo de todo. Intentó concentrarse en ese pensamiento, aislarse de los crecientes ruidos que lo rodeaban...

El dedo. El cable.

Lo más sencillo de todo.

Introdujo la boca del tembloroso instrumento en el centro del delgado cuerpo del cable. Ya estaba. Mientras cerraba las tenazas pensó que, en contra de todo pronóstico y por increíble que pareciera, se había salva...

En ese instante la puerta junto a Moon se abrió, Moon recibió un golpe y golpeó a Daniel, que ladeó las tenazas tirando del cable y tensándolo del todo.

Clic.

_____ 2 _____
Ciudad

• •
2.1
• •

Morir otorga fama —dijo un informador frente a las cámaras—. Morir intentando matar a otros la acrecienta.

Era cierto. Klaus Siegel llevaba apenas media hora muerto y ya todo el mundo lo conocía. Las noticias resumían los secretos de su vida, las grandes pantallas mostraban su rostro o su cuerpo desnudo en habitaciones adornadas con velos de colores, los psicólogos desentrañaban su carácter y los creyentes alemanes del Primer Capítulo insistían en que las creencias de ellos nada tenían que ver con lo que había hecho o intentado hacer Siegel. Sus dos madres, que vivían juntas en Hamburgo, hacía tiempo que no se interesaban por él. Sus compañeros de fábrica afirmaban que era un chico serio y trabajador. Dos amigos con los que compartía orgasmos dijeron que estaba loco, aunque uno de ellos se hallaba en un manicomio y sus valoraciones fueron desestimadas.

De todo eso hablaban sin cesar los informadores que sitiaban el Gran Tren, detenido junto a unas ruinas que recordaban ciertos paisajes árabes y que se hallaban, por puro azar, muy próximas a uno de las colosales catacumbas de las afueras de Hamburgo (alguien hizo una broma de mal gusto sobre eso). En cuestión de minutos aquel lugar aparentemente desolado se había llenado de cámaras, informadores, agentes de la autoridad y médicos. Las pantallas instaladas junto a las vías pasaron a ofrecer imágenes de la evacuación ordenada de pasajeros junto a titulares como «Final feliz para el secuestro del Gran Tren». Se entrevistaba a expertos que denunciaban los errores en la prevención y la necesidad de poner en marcha un sistema de vigilancia que vigilara a la vigilancia habitual. Otros señalaban que el plan de Klaus demostraba «frialdad e inteligencia», pero que las grandes dificultades que conlleva la fabricación de una bomba orgánica pueden hacer fracasar a un tecnólogo químico experimentado, no digamos a un ayudante segundo.

Por tal motivo el mecanismo había fallado.

Una consecuencia de aquel fallo, entre otras muchas, fue que Daniel Kean se había hecho bastante menos famoso que Klaus.

Pero Daniel pensaba que bien podía su fama marcharse al mismo lugar al que se había ido Klaus. Él seguía vivo, y eso era lo que le importaba.

—Mira, se lo están llevando —dijo Moon.

A Klaus se lo llevaban metido en una urna vertical colgada de una grúa. El equipo de técnicos que había sacado el cadáver tras extraer uno a uno los explosivos se ocupaba en aquel momento de sujetar el cuerpo con correas para mantenerlo en pie y evitar que yaciera, siguiendo la costumbre religiosa habitual basada en el Segundo Capítulo, costumbre que Daniel Kean encontraba estúpida (como casi todas las de los creyentes), ya que jamás había visto que sucediera nada malo por muy acostado que estuviese un muerto. Pero el respeto a las normas y tradiciones era, a su vez, otra costumbre más en Europa. ¿Qué importaba que hubiese pocos creyentes de verdad?

—Un tipo curioso, este Klaus —observó el agente Moon.

—Tan curioso como cualquier otro loco —dijo Daniel terminando de vestirse con la holgada pieza a rayas y las calzas flexibles hasta los tobillos con que había salido de su casa aquella mañana, aunque le parecía que de eso hacía una eternidad.

No había querido cambiarse dentro del tren (se agobiaba allí dentro) y al bajar al andén con la ropa en la mano y el uniforme ensangrentado aún puesto había congregado una nube de informadores a su alrededor. Moon, exhibiendo su identificación, lo había apartado de aquel enjambre y conducido a un sitio tranquilo entre las ruinas. No a las ruinas en sí mismas, por supuesto, sino a una caseta hermética donde se reunían los jefes y subalternos que trabajaban en su reconstrucción, a la que había accedido tras volver a identificarse. Las paredes eran tersas; los muebles, metálicos y escasos; el silencio, tranquilizador. Daniel pensaba que era la ventaja de ser agente de Seguridad Civil: tenías a tu disposición todo lo que querías.

Mientras examinaba su propio uniforme, que se acababa de quitar, y comprobaba cómo el material absorbía poco a poco las manchas de sangre, Moon asintió.

—Sí, supongo que el pobre tipo no tenía nada de particular, excepto que, como siempre, creía saber la verdad y deseaba matar a los que no la saben. —Apoyaba una puntiaguda bota sobre un taburete metálico mientras se descalzaba. Las botas eran lo único que llevaba puesto aún: también se había quitado el cinturón del arma reglamentaria, que reposaba en un sofá—. Estoy harto de tratar con locos... ¿Qué te ocurre?

Daniel, que lo había estado observando, se sonrojó y apartó la vista. Sabía que no era educado mirar tan fijamente a la autoridad y menos a alguien tan poderoso como Moon, pero necesitaba expresar lo que sentía. Parpadeó y dijo, sonriendo:

—Es que... no puedo creer que sigamos vivos.

—En realidad, estamos muertos. —Moon no sonreía, inclinado sobre el taburete—. Hemos descendido a las catacumbas. Lo que ocurre es que aún no lo sabemos.

Se quedaron mirándose. Daniel, indeciso ante aquella frase espeluznante, volvió a sonreír. Entonces Moon curvó sus carnosos labios. Instantes después, la risa los dominaba.

—¡Vaya tontería! —dijo Daniel.

—¡Cierto!

Daniel reía mucho más que Moon, cuya forma de reír consistía en mirar a Daniel y contagiarse de sus francas carcajadas. Daniel se sentía bien riéndose del miedo que la broma de Moon le había suscitado. ¿Acaso no se decía que era posible morirse sin saberlo y que la muerte, lejos de ser la ribera verde del Primer Capítulo, era el túnel tenebroso y angosto del Segundo, construido en una ciudad en ruinas, de techo tan bajo que por él solo podías avanzar reptando?

De niño, Daniel se asustaba con aquellas leyendas: se veía arrastrándose por un lugar así, en total oscuridad, sabiendo que nunca alcanzaría la luz porque ya estaba muerto. El pensamiento resultaba tan espantoso que a veces pasaba noches enteras sin dormir llorando de miedo ante aquella expectativa. Bijou creía en parte en todo eso, pero, incluso aunque fuesen meras fábulas, ¿quién deseaba morirse para comprobarlo?

Cuando recobraron la calma, Moon caminó hacia el sofá y sacó un transmisor de su uniforme. La fosforescencia de la pantalla se reflejó en su rostro y su larga cabellera negra mientras la pulsaba.

—No he podido agradecerte tu ayuda como es debido —le dijo Daniel, afectuoso.

—¿Agradecerme? Yo no hice nada, solo subir a ese tren cuando se detuvo. El héroe has sido tú. En cuanto a ese agente de Intervención que me empujó por error... Te juro que me alegraré cuando expulsen a ese estúpido y te asciendan a ti.

—Él no tuvo la culpa: al detenerse el tren, creyó que todo había acabado, y entró con más rapidez de la debida...

—Y
todo
hubiese
acabado
de verdad, de no ser porque el mecanismo de esa bomba era defectuoso, así que no defiendas a ese imbécil. —Moon leyó la pantalla del transmisor y luego volvió a guardarlo. Aunque el material de su uniforme ya estaba limpio, no parecía tener prisa por volver a vestirse: se sentó en el borde del sofá y miró a Daniel—. Mi jefe me ha dejado un mensaje. Aún está en el tren, pero viene enseguida.

—¿Tu jefe?

—El superior Olsen, el que te habló por el auricular. Querrá conocerte, supongo.

A Daniel no le apetecía ver a Olsen, y aunque la compañía de Moon le resultaba grata, en aquel momento lo que más deseaba era regresar a casa. Pero no le pareció correcto protestar.

—Y, en fin —dijo Moon en tono divertido—, ¿qué te contó ese loco?

—¿Cómo?

—Ese importantísimo secreto, ese «legado terrible» que te dijo al oído, ¿qué era?

—¿Acaso no lo escuchasteis?

—Habló en un tono demasiado bajo para tu transmisor.

Daniel se divirtió al saber eso. Sonrió enigmáticamente.

—Juré no revelárselo a nadie, ¿recuerdas?

Volvieron a reír. Moon ponía cara de malvado cuando reía, con aquellas espesas cejas negras formando una uve en la blancura de su hermoso rostro.

—¡Entonces debes cumplir con tu palabra, Daniel Kean!

No parecían tener nada más que decir. Moon se levantó y comenzó a vestirse. Daniel se esforzaba en buscar algún tema de conversación, pese a que el silencio de Moon no le resultaba tenso. De repente se acordó de otra cosa que sí debía hacer, y decidió pedírsela a Moon.

—¿Puedo usar tu transmisor? He pensado que si mi esposa ha oído las noticias, estará muy preocupada...

—Claro. —Moon se lo lanzó—. A sus órdenes, señor jefe de sección —agregó.

Daniel sonrió y salió de la caseta. Deambuló por entre las ruinas de viejas estatuas religiosas que representaban a extraños seres. Mientras aguardaba la comunicación con la academia donde Bijou trabajaba, advirtió a una muchacha solitaria sentada sobre una piedra, probablemente una pasajera que aguardaba con los demás los vehículos de transporte.

Al pronto le pareció que la muchacha lo observaba. Luego la miró mejor y comprendió que se había equivocado.

De hecho, la muchacha tenía los ojos cerrados.

• •
2.2
• •

Pasaba inadvertida.

Los pasajeros iban y venían, comentando entre sí lo ocurrido o a través de transmisores, y no reparaban en su presencia. En ocasiones, un individuo cualquiera se detenía, intrigado: veía a una mujer con el pelo corto y rubio atado en una cola, vestida con dos breves piezas negras y sentada sobre una piedra. No especialmente llamativa, no especialmente bella, pero el individuo en cuestión se quedaba mirándola sin saber muy bien por qué, como si la mujer tuviese algo que la hiciera superior a su propia apariencia. Luego, cuando el observador de turno se alejaba, ella volvía a alzar el rostro. Nadie le había visto los ojos.

Llegaron varios vehículos de transporte, pero la muchacha no subió a ninguno. Siguió aguardando.

Ya no buscaba.

Había encontrado.

• •
2.3
• •

—Pero ¿estás bien? ¿No me ocultas nada?

—¿Alguna vez te he ocultado algo? —dijo Daniel con una punzada de remordimiento, porque no creía haberle dicho a Bijou todas las verdades de su vida.

—He estado tan ansiosa... Sabía que era tu tren, aunque al principio todos me decían que no eras tú quien estaba hablando con ese loco...

—Pues era yo. Pero míralo desde el lado bueno: Merla Shank me ha prometido que va a ascenderme a subalterno primero y... —Guardaba aquella sorpresa para cuando regresara a casa, pero decidió decírsela—. Quizá me haga jefe de sección dentro de poco. —Aunque, fiel a su reservado carácter, Bijou apenas dijo «oh», Daniel percibió lo emocionada que se hallaba—. Están muy contentos con lo que hice, aseguran que salvé el tren. Merla me ha llamado «héroe».

—Lo eres —afirmó Bijou categóricamente—. No por lo que has hecho hoy. Hablo en serio. Eres un héroe, Daniel, siempre lo he sabido.

—Pero lo mejor de todo es que me han concedido otros dos días de descanso.

El nuevo «oh» sonó mucho más emotivo.

—Eso es una muy buena noticia —dijo Bijou—. Creo que yo también podré tomármelos. Deberíamos celebrarlo. ¿Dónde estás ahora?

—En algún lugar cerca de Hamburgo. Unas ruinas. —Se detuvo ante un inmenso muro con aberturas estrechas y bajas por las que se vislumbraba una densa oscuridad, y dio media vuelta—. No quieren mover el tren, pero pronto nos trasladarán a casa, estamos esperando los vehículos... ¿Dónde estás tú?

—Aquí, en los archivos. —El tono de ella se hizo divertido—. ¿Dónde pensabas que estaba?

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