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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

La llave del abismo (10 page)

BOOK: La llave del abismo
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3.5
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Transcurrió un silencio punteado por el tictac del reloj de pared. La muchacha seguía sentada en el velador de mármol con las piernas flexionadas, la pieza negra recogida por encima de sus muslos. Darby paseaba de un lado a otro con las velludas manos en los bolsillos del batín. Aún retrepado en la butaca e intentando ordenar sus pensamientos, Daniel elevó la vista hacia el hombre biológico.

—¿Qué es lo que buscan? —preguntó Daniel—. Todos. ¿Qué buscáis?

Darby se detuvo y lo miró, Maya giró los ojos cerrados hacia él. Ambos parecieron meditar la respuesta.

—Algo enormemente valioso —dijo al fin Darby.

—¿Tanto como para matar a una niña?

Darby titubeó, pero Daniel advertía por su expresión que no era esa clase de hombre que gusta de ocultar las verdades desagradables. Su mente parecía tan recia como sus rasgos.

—Por terrible que parezca, así es —dijo Darby
—,
se trata de algo mucho más importante que cualquier vida humana individual, incluyendo las nuestras.

—¿Puedo saber qué es?

—Nadie lo sabe con certeza. Por eso es tan valioso.

—No entiendo.

—Pues es fácil. Imagina un tesoro. Si son joyas,
solo
son joyas. Si es un libro, no es ni más ni menos que un libro. Pero un tesoro cuya naturaleza nadie conoce es más preciado que ningún otro, porque puede ser, a la vez, joyas y libros, oro y sabiduría. Sus posibilidades son infinitas y cada cual se imagina la que le apetece.

—¿Y qué se imagina usted?

Darby contempló el fondo de su copa antes de responder.

—Que es ficticio.

Hubo una pausa. Daniel habló con inusitada frialdad.

—¿Quiere decir... que mi esposa está muerta y mi hija ha sido secuestrada por algo que ni siquiera existe?

—Héctor... —murmuró la muchacha.

—Oh, la inexistencia de un tesoro así es valiosa por sí misma —señaló Darby—. Encontrarlo tiene tanta importancia como demostrar que no puede ser encontrado. Además, estoy empezando a cambiar de opinión. Quizá me equivoque y sea real.

—¿Qué le ha hecho cambiar de opinión?

—Los que han secuestrado a tu hija —dijo Darby—. Saber que hay gente decidida a hacer cualquier cosa por esto me hace pensar que tiene que ser real.

—Héctor, ya basta. —Maya Müller, acurrucada sobre el velador, encaró a Darby con los ojos cerrados, su busto marmóreo espolvoreado de pecas—. El señor Daniel Kean está viviendo una horrible experiencia. Deja a un lado tus burlas...

—No me burlaba del señor Kean sino de ti, querida —replicó Darby, y agregó hacia Daniel
—,
Maya cree mucho más que yo en la existencia de ese tesoro, pero, en cierto modo, sabe que tengo razón. Lo que buscamos es tan antiguo y primordial que puede ser cualquier cosa: un objeto, una idea, una ciudad...

—Sabemos su nombre —dijo Maya, como deseosa de mostrarse más sincera que Darby—: lo llaman la
Llave del Abismo.

—No he oído nunca eso —admitió Daniel.

—Porque no es bíblico —terció Darby—. No se menciona en ninguna parte de Nuestro Libro. Pertenece a una tradición muy distinta, probablemente prebíblica. Los fragmentos de texto que la citan hablan del fin del mundo, y de una criatura que baja del cielo con ella. Puede que la leyenda de la
Llave
provenga de una época anterior a los cataclismos o la caída del Color...

—No había seres humanos antes de la caída del Color —dijo Daniel.

—Ese tema es objeto de muchos debates todavía —precisó Darby—, pero por eso es tan importante encontrarla. La
Llave
podría desvelarnos muchos secretos sobre el origen de la humanidad.

—Hay algo más —añadió la muchacha, y por primera vez Daniel atisbo cierta emoción en su tono—. Las profecías afirman que cuando encontremos la
Llave del Abismo,
los seres humanos... podremos
destruir a Dios...
y dejaremos de tener miedo para siempre.

Daniel tragó saliva. Darby y la muchacha habían vuelto sus rostros hacia él, como aguardando cualquier reacción.

—Eso es absurdo —dijo Daniel en voz baja—. Nadie puede destruir a Dios, si es que existe... Y nadie puede dejar de tener miedo. El miedo es la vida... No tener miedo es...

—Imposible —cortó Darby—. Esta vez te doy la razón, Daniel Kean: si hay algo imposible en este universo, es justo eso. Ya te he dicho que pienso que la
Llave
es ficticia.

—Yo
creo
en ella —dijo Maya Müller con infinita seriedad.

Antes de que nadie pudiese añadir nada, se oyó el grito de un niño horrorizado. El transmisor quedó mudo un instante, luego volvió a repicar.

—Son ellos —dijo Darby, y consultó su reloj—. Con un minuto de antelación. Nos dijeron que debías contestar tú, Daniel... Si no lo haces, matarán a tu hija.

• •
3.6
• •

Como viviendo en un sueño, Daniel atravesó el amplio salón en dirección al vibrante aparato, contemplándolo como si se tratara de la entrada hacia algún sitio prohibido. Oyó la voz nada más levantarlo.

—¿Cómo estás, «héroe»? —Lo reconoció de inmediato: era el mismo tono, entre neutro y divertido, que había empleado en la catacumba para decirle: «Tu hija»—. Sé dónde te encuentras, y me sorprende haber confiado en ti. En el tren demostraste tu valor, pero prefiero los cobardes a los mentirosos...

Daniel sostenía el transmisor con extrema cautela, como si fuera dañino. Decidió eludir la provocación de Moon y centrarse en su único interés.

—Déjame hablar con mi hija.

—Oh, no sé si ella querrá hablar contigo. Está avergonzada de tus mentiras. Ya es casi Tiempo de Invierno, Daniel. Se acerca Halloween, y tu pequeña empieza a sentir la llamada ancestral de los padres dentro de su cuerpo. Es la peor época para frustrar sus expectativas. Ella suponía, igual que yo, que dentro del blanco y delgado pecho de su padre latía un corazón honrado. Pero ha madurado de repente cuando le conté la verdad: que su madre murió por tu culpa. Por tus mentiras.

—No es cierto. —Daniel sentía la boca seca.

Darby, en una esquina de su campo visual, gesticulaba, pidiéndole calma. La voz de Moon, joven y potente, resonaba con fuerza en el transmisor. Sin duda, Darby y la muchacha podían oír la conversación.

—Daniel, una débil línea separa el engaño de la estupidez: no te atrevas a sugerirme que la cruce. —Un ligero matiz de amenaza teñía las palabras de Moon—. Ya intentaste engañarnos cuando aseguraste que no habías hablado con Maya Müller en las ruinas, ¿recuerdas? Y ahora estás con ella, en casa de su amigo, el hombre biológico, preparado para ofrecerles la misma información que a nosotros... En mi lengua, lo que has hecho te define como mentiroso y traidor. ¿Y en la tuya?

—Piensa lo que quieras —capituló Daniel en voz baja—, pero déjame hablar con mi hija, por favor...

—Me gusta más esa forma de pedir las cosas —dijo Moon—. No lo olvides a partir de ahora.

Hubo una pausa entre zumbidos. Entonces la oyó.

—¡Papá! Papá, ¿eres tú?

El mundo giró para él en torno a su voz. Se la imaginó sola, sitiada por manos de extraños.

—Yun, pequeña... ¿cómo estás?

—Bien... Pienso en ti y en mamá.

Era su hija, sin duda. Remota, cubierta de otros ruidos, pero, pese a todo, reconocible por aquella manera de hablar, aquellas frases serias que imitaban las de Bijou.

—¿De veras estás bien?

—Sí. ¿Sigues en el tren oscuro, papá?

El recuerdo de lo que ella le había dicho la mañana previa lo dejó paralizado. Darby y la muchacha se habían acercado, expectantes, pero Daniel no los advirtió. Un acuario de lágrimas le emborronaba la visión.

—Sí —contestó—, pero pronto saldré de él. Te lo juro. Volveremos a estar juntos.

—¿Con mamá?

Antes de que se le ocurriese una respuesta para aquella terrible pregunta, volvió a escuchar el vibrante tono de Moon.

—Suficiente por hoy, «héroe». Ahora escucha atentamente...

Cuando oyó lo que exigían de él, apenas pudo creerlo. Darby le hacía señas para que aceptara, y eso hizo. Permaneció un instante aferrando con fuerza el transmisor después de que la comunicación se cortara. Luego miró a Darby.

—Quieren que acuda mañana..., a las nueve de la noche..., a un lugar de...

Darby asentía moviendo su calva cabeza.

—Sí —dijo—. La revelación será en Japón. Nosotros te acompañaremos. Pero antes, como te prometí, despediremos a tu pobre esposa.

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3.7
• •

El Tercer Capítulo narra la fantasmal ceremonia durante el Tiempo de Invierno, en la que el protagonista participa, junto a un viejo enmascarado de manos enguantadas y un coro de espectros, en el nevado pueblo de sus ancestros. Desde hace siglos se sabe que este Capítulo celebra algo más que el Solsticio. Algunas tradiciones lo han entendido como símbolo de la adolescencia, y en ciertas culturas los hijos, al llegar la pubertad, bailan frente a los padres al aire libre, ataviados tan solo con guantes y máscaras, hasta que el calor de los cuerpos desnudos horada la nieve. De igual manera se visita la casa familiar, se cantan ritmos salvajes, se adoran árboles y columnas, se desciende a subterráneos o se incinera a los muertos. Los expertos en el Tercer Capítulo admiten muchas interpretaciones, pero coinciden en afirmar que el Autor
también
hablaba del modo de despedir a los seres queridos.

Aunque Daniel no era creyente, le gustó comprobar que los requisitos de aquella antiquísima ceremonia se cumplían con fidelidad en el funeral de Bijou.

El cuerpo de Bijou se hallaba sujeto por correas transparentes a un lecho funerario vertical en una habitación aturdida de incienso. Su piel, etérea a fuerza de livideces, había sido lavada y perfumada, y la herida de bala limpiada con esmero y disimulada bajo su bonito cabello castaño. El lecho, que contaba con pequeñas ruedas, fue arrastrado por Darby, Maya y Daniel a través de oscuros pasillos hasta una puerta que daba al exterior.

Allí, en un patio al aire libre que soportaba la lenta caída de los copos entre paredes de ladrillo gris, habían instalado la urna crematoria, que tenía aspecto de crisálida abierta. Sus cristales convexos eran verdes. Daniel ayudó a abrir las correas y trasladar el cuerpo a la urna. Las manos de la muchacha palpaban afanosas, como insectos: Daniel llegó a olvidar que era ciega. La urna fue sellada y Héctor Darby repartió máscaras, guantes y mantos. Los mantos eran negros; las máscaras y guantes, blancos. Las máscaras, muy elaboradas, representaban rostros humanos. Daniel entibió el interior de la suya con el aliento. Creyó que lloraría. No lo hizo.

Con voz grave y enérgica, Darby recitó el
Efficiunt Daemones,
la cita que abre el Tercer Capítulo, escrita en el viejo idioma latino: «Consiguen los demonios que las cosas que no son, sin embargo, se muestren ante los hombres como si existieran». Después de la plegaria, apretó un lugar en la pantalla de la urna, se escuchó un mecanismo, y cuando Daniel logró mirar por las aberturas de su máscara, Bijou había empezado a arder tras el cristal, rodeada de bruma verde.

Había dejado de nevar. En el cielo se oyeron graznidos, quizá cuervos diseñados. Un resto de sol invernal se abrió paso orlando el borde de las máscaras que, sostenidas por las manos, ya no cubrían los rostros. A los pies de la urna, cinco años de la vida de Daniel Kean —quizá toda su vida— se resumieron en una pirámide de ceniza. Sintiéndose como en un sueño, aceptó la pequeña hornacina, del tamaño de su puño, que Darby le entregó. Agradeció a Darby la ceremonia, inclinó la cabeza sobre la hornacina y varias gotas salpicaron la tapa de metal. Lloró como un niño. Como cualquier ser humano. Lloró por Bijou, pero también por todas las muertes.

Maya Müller acercó sus manos vivas y apoyó una en su hombro.

—Lo siento, Daniel Kean —dijo, y en su tono se advertía un esfuerzo por mostrar emociones—. Me reprocho no haber llegado antes, pero no sé si eso hubiese cambiado el destino... Ahora debes intentar olvidar. Y pensar en tu hija. Tu esposa ya no te necesita; tu hija, sí. —Daniel se volvió hacia ella y, a través del velo de lágrimas, tuvo un atisbo de su rostro endurecido, el cúmulo de pequeñas pecas, los ojos tercamente cerrados.

En ese momento Darby tendió un velludo brazo hacia Daniel.

—Esto no debió suceder nunca —dijo, escueto, con su voz potente—. Y Maya y yo te aseguramos que no volverá a suceder. Mañana por la noche, en Japón, cuando reveles el mensaje, acabará tu pesadilla y recuperarás a tu hija. Ahora que sabemos que tú eres el que esperábamos, haremos cuanto sea posible por ayudarte... Nos enfrentamos a gente peligrosa, pero no subestimes nuestras capacidades. Además, tenemos a varios amigos que ya están esperándonos en Tokio. Cuando lleguemos allí, los conocerás.

—Entonces... sabíais desde el principio que Japón era el lugar de la revelación...

—Todos lo sospechábamos —admitió Darby—. El hombre que os eligió a Klaus y a ti era japonés. Se llamaba Katsura Kushiro. Como ya te dije, fue un creyente profundo. Murió hace muchos años, pero antes de su muerte trazó planes muy detallados para que su secreto llegara a las manos correctas. Creemos que él encontró la
Llave
y la ocultó en algún lugar de Japón. Tú nos conducirás a ella.

—Confía en nosotros, Daniel Kean —dijo la muchacha, erguida en su traje negro.

¿Qué otra cosa puedo hacer?,
pensó él.

Y, sin embargo, tenía una extraña sensación.

Algo que había visto, u oído, no cuadraba. Pero ignoraba qué era.

• • 3.8 • •

Necesitaba estar solo.

Al llegar a su habitación se dejó caer en el primer asiento que vio. Era una vieja mecedora de respaldo forrado de piel. En sus manos, como si se tratara de su propio corazón palpitante, la hornacina con las cenizas de Bijou. Contemplando su reflejo en las tapas de metal, Daniel recordó el juramento que le había hecho a su esposa.

Tan infantil le había parecido entonces, y tan profundo y apropiado ahora.

Por supuesto que lo cumpliría. Nunca la dejaría sola. Estaría siempre con ella.

La mecedora se quejaba con voz lastimera. Había un punto en su curva madera que Daniel no podía traspasar sin hacerla gemir. Se balanceara atrás o adelante, al cruzar aquel eje, el mueble, infalible, maullaba como un gato pequeño.

Yun. Debo pensar en Yun.

Aún intentaba entender lo que le había ocurrido. El día anterior tenía un trabajo, una familia, cierta felicidad; ahora apenas le quedaba una cajita de metal llena de ceniza. Para explicar aquel vértigo, Héctor Darby le había contado una historia imposible y confusa. Pero algo resultaba muy obvio: no iba a abandonar a Yun. La seguiría allí donde estuviese.

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