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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

La llave del abismo (5 page)

BOOK: La llave del abismo
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—Quiero decir... Dime dónde estás exactamente. Quiero saber que estás allí. Quiero verte
estando
allí.

—Hay un salón de paredes de color crema, un gran armario, un par de cuadros... También un diván de color verde y blanco, y yo encima del diván... —Ella siguió ofreciéndole detalles, en tono juguetón, hasta que de repente se detuvo—. Necesito verte.

—Y yo a ti. —A Bijou le ocurría lo mismo, pensaba Daniel: el miedo, esa frialdad horrenda, inhumana y humana a la vez, los dominaba. El peligro había pasado, pero había dejado tras de sí un poso de temor, y ardían de impaciencia por reunirse y gozar carnalmente para conjurarlo—. ¿Dónde está Yun?

—En clase. No sabe nada, por supuesto. Pero voy a buscarla ahora mismo. ¿Cuánto tardarás en llegar?

—No lo sé. —Había recordado lo que Moon le había dicho sobre esperar al superior Olsen—. Todavía tengo que hablar con Seguridad. Te llamaré en cuanto salga...

—De acuerdo. Iré a buscar a Yun.

—Dile que tenemos cuatro días de descanso para estar juntos. O mejor...

—¿Sí?

—Dile que papá no se ha ido en ningún tren oscuro. Y que está deseando darle un beso y llevarla al parque.

—Se pondrá muy contenta.

Cuando desconectó el transmisor se dio cuenta de que se había alejado mucho de la vía. O no tanto: aún podía vislumbrar el lomo de cristal del Gran Tren a la sombra de los muros ruinosos que lo flanqueaban. Los pasajeros seguían ocupando los vehículos de transporte. Se preguntó si Moon lo estaría buscando y decidió regresar rápidamente por donde había venido.

En ese instante el mismo viento que distribuía sus largos y lacios cabellos dorados sobre su rostro le trajo el sonido de un lamento hondo y estremecedor. Advirtió que varios pasajeros se habían puesto a rezar junto al tren. Sin duda eran creyentes agradecidos por haber salido indemnes.

Se paró a escuchar aquel cántico de voces graves, y le pareció como si, bajo sus pies, la misma tierra respondiera, aunque su respuesta no fuese una plegaria sino más bien un grito, el aullido de un ser torturado en un profundo sótano.

Naces, creces, crees que vives en un mundo normal...

Sabía que se engañaba. Bajo la tierra no se oía nada. Lo que ocurría era que el cántico se mezclaba con el viento y la atmósfera de aquellas viejas ruinas, provocando esa falsa sensación. En cuanto se salía de la ciudad y se visitaba un terreno tan antiguo como aquel, sin vigilancia alguna, el miedo volvía creyente a cualquiera.

Como tantos hombres del Norte, Daniel Kean nunca viajaba a lugares sin vigilancia. La casa, el interior del tren y las ciudades constituían su mundo. Incluso Bijou, que viajaba mucho más que él, jamás salía de Alemania. En muy contadas ocasiones iban al parque, pero los parques estaban bien vigilados, como la ciudad. Existía la idea generalizada de que viajar lejos resultaba peligroso. En sí mismo, viajar era siempre arriesgado.

Y un día descubres que eres distinto, o que el mundo no era tan normal como suponías...

Los rezos finalizaron de improviso y Daniel parpadeó. Pensó que se había dejado llevar por absurdas supersticiones de creyentes. Si seguía así, acabaría como el pobre Klaus. Iba a reanudar el camino cuando, de pronto, sintió otra cosa.

En esa ocasión no creyó que fueran el viento o las plegarias: estaba seguro de haber oído ruidos a su espalda.

Al volverse distinguió una hilera de estatuas socavadas por el tiempo. Una de ellas era de color carne y apoyaba el pie en una piedra. Cuando miró de nuevo, aquella última figura había desaparecido.

Cinco segundos necesitó su cerebro para convencer a sus ojos de que había visto, en realidad, a una persona viva. Otros cinco segundos, y su memoria lo convenció de que era la misma muchacha que se hallaba sentada cerca de la caseta, la de los ojos cerrados. ¿Realmente la había visto? Ya no estaba tan seguro. ¿Y por qué se había ido tan rápido?

—¿Daniel Kean?

La inesperada voz, resonando delante de él, le hizo volverse.

—Soy el superior de Seguridad Civil Elsevier Olsen —dijo el hombre alto, de uniforme, acercándose y tendiéndole la mano—. Ya hablamos por el auricular, pero es un placer poder conocerte en estas circunstancias más tranquilas. ¿Te sucede algo?

—No, nada.

—Me pareció que hablabas con alguien.

Daniel negó, un poco confuso, mientras estrechaba la mano de Olsen. El apretón de Olsen era firme. Sus dedos, sin dejar de ser finos y tersos como los de cualquier hombre normal, poseían fuerza.

Olsen cambió de tema y sonrió.

—Quiero darte la enhorabuena por tu actuación en el tren, Daniel. El agente Moon —agregó, cabeceando hacia Moon, que lo acompañaba— me ha contado los detalles que me perdí. ¿Has terminado de hablar con tu esposa? ¿Podemos marcharnos?

Olsen cogía suavemente del brazo a Daniel, que parpadeó sorprendido.

—Pensaba irme en el transporte de empleados...

—Lo sé, pero han surgido algunos problemas. Creemos que es mejor escoltarte hasta casa. —La expresión que puso Daniel debió de despertar, sin duda, la piedad de Olsen, porque suavizó el tono y sonrió—. Te lo explicaré por el camino.

Daniel los acompañó de inmediato. Mientras barruntaba acerca de las palabras del superior Olsen, recordó la figura que había creído ver de pie junto a las estatuas.

Miró por encima del hombro. No había nadie.

• •
2.4
• •

Ocurría algo extraño, pero no estaba segura de qué podía ser. Había optado por mantenerse al margen de momento, ya que no deseaba entrar en contacto con su objetivo si no era a solas.

Cuando los dos agentes se alejaron acompañando al subalterno del tren, salió de su escondite tras las piedras y caminó en dirección opuesta, hacia las ruinas.

Mientras caminaba, abrió el transmisor del collar y mantuvo un breve diálogo. Luego lo cerró y siguió avanzando entre piedras y muros, tan colosales que ocultaban el sol. Pronto dejó atrás las vías del Gran Tren, el rumor de rezos y conversaciones, los cuantiosos decorados de la civilización. Se sintió bien en aquel yermo.

Pero no pretendía sentirse bien.

Buscaba un sitio concreto, un terreno donde las ruinas apenas se elevaran sobre la arena. El Segundo Capítulo decía: «Como los miembros de un cadáver sobresaliendo de una tumba poco profunda». Extraordinaria metáfora. En un lugar así podría hallar una entrada.

Bajó una pendiente de escombros hasta dar con una planicie de hierba que, por su disposición y desorden, casi no parecía diseñada. Paredes rotas de escasa altura y antigüedad incalculable cuadriculaban el suelo. ¿Qué habían sido antes? Quizá casas particulares. Terrenos arcaicos como aquel eran frecuentes en toda Europa. Por doquier yacían objetos muertos que revelaban su propia historia: carcasas de aparatos, muebles desvencijados, un zapato, un guante mohoso. La arena los rodeaba, la brisa jugaba a desnudarlos.

Aquel lugar podía servir.

Llevó las manos al borde de su pieza de ropa superior.

El viento convertía las puntas de su cabello rubio, contenidas por una cinta negra, en un pincel que dibujara el aire. Lo único que no se quitó fue aquella cinta.

Amontonó las dos piezas negras de ropa, las sandalias y el collar con el transmisor sobre unas rocas, escogió un sitio entre la hierba y se arrodilló.

Quedó inmóvil. Necesitaba percibir la dirección del viento con toda su piel: el viento le señalaría el lugar donde se hallaba la entrada.

Se tomó el tiempo preciso. No le importaba que, mientras tanto, el vehículo oficial en el que viajaba Daniel Kean se alejara cada vez más. Sobre la tierra, distancias y direcciones eran cruciales, pero bajo ella todo formaba parte de todo, una sombra era igual a otra situada a mil kilómetros; si una presencia alteraba un punto, otra en el punto opuesto lo percibiría.

La creencia afirmaba que en las profundidades de la tierra se encontraba la Ciudad Que No Tiene Nombre, el símbolo sagrado del Segundo Capítulo. La Ciudad era como un cuerpo: nada podía ocultarse o perderse bajo su piel. Pero para entrar en ella era necesario encontrar su boca, y para dar con esta, su respiración.

El viento de entrada a la Ciudad era una tecla más en el instrumento del aire. Los profanos no lo diferenciaban de las brisas comunes, esos callejones transparentes que no conducen a ninguna parte. Sin embargo, la piel entrenada sabía distinguir unos de otros.

La muchacha buscaba el aliento de la Ciudad.

De pronto lo sintió. A su espalda. Cambió de postura y se situó frente a aquella brisa distinta, separando las piernas. El aire era como una lengua árida sobre su carne.

Por fin se incorporó y avanzó con absoluta seguridad, pisando las piedras con sus pies descalzos, hasta hallar una abertura angosta bajo una pared.

En su interior, una oscuridad afligida, como los ojos de un amigo que muere mirándonos.
La entrada.

Regresó y recuperó la ropa y el collar. Incluso antes de entrar, ya presentía el rastro de su presa.

• •
2.5
• •

—Klaus Siegel no trabajaba solo. Alguien le ordenó hacer estallar el tren.

—Pero ¿por qué?

—Oh, el motivo no importa tanto ahora: llámalo «desestabilización», «ataque al sistema»... —Olsen se inclinó hacia delante cuando el vehículo comenzó a descender por la larga carretera en pendiente—. En cualquier caso, alguien, un grupo, utilizó a Klaus para provocar esa matanza. Por fortuna, Klaus no soportó la tensión a que era sometido y cometió un error con el mecanismo de la bomba. Además, al parecer se arrepintió de ser manipulado y quiso delatarse. Te eligió a ti, Daniel.

—¿A mí?

—Para hablarte. ¿Tienes idea de por qué lo hizo?

—Fue una casualidad. —Daniel vio a Olsen arquear las cejas y sonrió—. Sí, en serio: pasé por esa sección para dirigirme a la mía, que era la cuarta. En ese momento vi a Klaus haciéndole señas a mi compañera, pero decidí... —Se detuvo, preguntándose si se arrepentía de aquella decisión. Concluyó que no, porque el final todo había salido bien, y la voz de Bijou sonaba muy cálida cuando le había dicho: «Eres un héroe»—. Decidí atenderlo yo. Entonces él me dijo lo que quería y me obligó a sentarme.

—Comprendo. —Olsen tamborileaba sobre un muslo con su mano de uñas muy cuidadas. Era un hombre de voz y ademanes graves, fulgurante anatomía, felina melena castaña y ojos muy verdes. Cuando hablaba mostraba una hilera de dientes, como si sonriera siempre o elevara de continuo el labio superior. A Daniel, como a cualquier otro individuo corriente, su apariencia le cohibía—. ¿Qué opinas, Moon?

—Completamente improbable —dijo Moon.

—Eso creo yo también.

¿Qué quieren decir?,
se preguntaba Daniel, pero ambos agentes se habían sumido en el silencio.

No sabía cuánto tiempo llevaban viajando, había perdido del todo esa noción. Moon, que era quien pulsaba las pantallas de control del vehículo, había elegido introducirse por un túnel y después por una carretera cuesta abajo cuya pendiente, al principio suave, se hizo tan pronunciada que Daniel tuvo que sujetarse con ambas manos al asiento, poseído por el vértigo. Ahora el vehículo volvía a discurrir por terreno llano, pero no a la luz del día.

Un gran techo lo cubría todo, aunque el lugar era tan vasto que no daba la impresión de ser el interior de un edificio sino un mundo. Desde la altura proyectaban sus haces fosforescentes varios grupos de focos iluminando ruinosos arcos de piedra y pálidos ventanales muy estrechos. En las paredes había complicadas pinturas, pero viajaban a demasiada velocidad como para poder contemplarlas.

Daniel siempre había sabido que en el norte de Alemania había lugares así. Sin embargo, no era lo mismo saberlo que hallarse en uno. Le resultaba inquietante.

—Es Wonn —dijo Moon sentado tras las pantallas de conducción, contestando a la pregunta de Daniel—. ¿No habías estado nunca? He elegido pasar por Wonn, que apenas tiene tránsito. Así vamos más rápido.

Daniel se mostró conforme, ya que estaba deseando llegar a casa. Había olvidado llamar a Bijou al subir al vehículo tal como le había prometido, y sin duda ya era tarde para hacerlo. Además, no quería volver a pedirle prestado el transmisor a Moon.

Pero algo seguía inquietándolo. Se volvió hacia Olsen.

—¿Por qué cree que necesito escolta, señor? ¿Quién me amenaza?

Olsen dejó de tamborilear y miró a Daniel como si hubiese sido interrumpido durante una reflexión profunda.

—Los que utilizaron a Klaus para hacer estallar el tren —aclaró—. El grupo.

—Oh —asintió Daniel.

—Sin duda querrán saber si Klaus habló demasiado. Harán todo lo posible por averiguar qué te dijo. Y con «todo lo posible» me refiero a todo: atentar contra tu seguridad, o la de tu familia.

—¿Mi familia?

—No debes preocuparte. —Olsen palmeó la rodilla de Daniel—. He enviado a dos agentes a la academia para recoger a tu mujer y a tu hija y llevarlas a casa. Se hallan protegidas.

Daniel se sintió considerablemente aliviado al oír eso, aunque el deseo de reunirse con Yun y Bijou se le hizo más acuciante. Pese a todo, había algo que no dejaba de resultarle gracioso. Se volvió hacia Olsen.

—Perdón, ¿dice que ese grupo quiere saber lo que Klaus me contó?

—Así es —afirmó Olsen.

—Pero... —Daniel lanzó una risita—... Klaus no me contó nada.

—Nada que hayas podido entender, muchachito.

Daniel sonrió intentando no mostrarse irrespetuoso en su réplica.

—Me refiero a que no me dijo
nada...
Solo movió los labios, sin decir nada.

Olsen dirigió hacia Daniel sus ojos verdes centelleantes.

—Asombroso —dijo—. ¿Estás seguro?

—Sí, señor.

—Después de todo aquel plan y aquel esfuerzo, tras hacerte jurar que no lo revelarías... Parece ridículo, ¿no?

—Por supuesto. Quise preguntarle por qué había hecho eso, pero se... se clavó las tenazas en ese momento...

—¿Y por qué le dijiste a Moon otra cosa? —preguntó Olsen. Daniel frunció el ceño y Olsen añadió:— Le dijiste que habías jurado a Klaus no revelarlo.

—Oh, eso fue solo una broma... —Quiso reír, pero se contuvo al advertir que los ojos de Olsen carecían de humor en la oscuridad—. Yo... no pensé que fuera importante. Solo bromeaba.

—Bien. —El poderoso cuerpo de Olsen se removió en el asiento—. De todas formas, estamos en el punto de partida, pequeño: porque el grupo creerá que mientes.

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