¿Y Raquel? ¿De qué lado se pondría ella? La joven estaba extrañamente callada. La preocupación por su madre la obligaba a extremar la prudencia, sin duda. Y, quizá también, lo embarazoso de la situación. «La vuelta al lugar del crimen», pensó David con ironía acordándose del lío que había organizado su reportaje sobre el Programa AC-110. Por otro lado, debía reprimir su instinto profesional de periodista, lo que la despojaba de algunas de sus reacciones mejor entrenadas. Y, para colmo de males, representaba a los Toledano en todo aquel asunto. Se la veía un tanto perdida.
Pero el comisario no parecía haberse olvidado de su principal objetivo. Él y Raquel le estaban dejando hacer, tal y como habían acordado en el avión, mientras venían. Y ahora Bielefeld se dedicaba a explicar a James la situación, proporcionándole los detalles que les interesaban a ellos tres. Al término de lo cual, le apremió:
—Ya ve por qué necesitamos esos documentos…
—Comisario… —se excusó Minspert—. Una parte de ellos está clasificada hasta el año 2012.
—Lo que te ha contado Bielefeld cambia las cosas, James, ¿es que no te das cuenta? —insistió David.
Minspert parecía dudar. Miró a David y en los ojos de éste leyó lo inevitable del paso que tarde o temprano tendría que dar.
—Todo esto es muy delicado y reabrirá heridas que apenas habían empezado a cerrarse —dijo consternado—. Se llevarán muchas sorpresas desagradables. No saben dónde se están metiendo.
—Eso es lo que pretendemos: averiguarlo —insistió David.
—Créeme, Calderón. La verdad es mucho peor.
En ese momento sonó el teléfono. Minspert se dirigió a su mesa y lo descolgó.
—Pásemelo —comenzó diciendo—… Sí… ¿Cuándo ha sido eso? —su voz denotaba alarma—… Sí… Declare una emergencia… Voy para ahí.
Volvió junto a sus interlocutores y les informó:
—Es la sección de Señales Especiales. Hay problemas con esa cinta de video.
—¿Qué tipo de problemas? —preguntó Bielefeld.
—Se ha bloqueado el sistema informático. Vengan conmigo —les indicó la puerta, mientras se ponía la chaqueta.
Ya en el ascensor, James se dirigió a David. Por primera vez lo hizo con el tono de los viejos tiempos, apeándose del aire oficialista tras el que venía escudándose.
—¿Podrás echarnos una mano?
—Ni idea —contestó el criptógrafo— ¿quiénes están en esa sección?
—No los conoces. Ha entrado un montón de gente nueva.
—No te estoy pidiendo los nombres. ¿Qué tipo de gente?
—Expertos en acústica, ingenieros, matemáticos, informáticos… Un poco de todo. Aquello es ahora lo más extraño que tenemos.
—Pero antes esa sección se dedicaba a analizar las señales de radar, la telemetría de misiles y cosas así, ¿no?
—Eso era antes. Últimamente se ha ampliado a zonas poco habituales del espectro radioeléctrico. Hay mucha paranoia.
—¿Qué zonas?
—Pues las que limitan con el ruido estático o las interferencias. Y sobre todo las señales que brincan de frecuencia con gran rapidez, porque ese cambio puede estar hecho a propósito, para no ser identificadas. Rastrean y graban toda señal detrás de la cual se sospecha que pueda haber un ser inteligente.
—¿Y qué hacéis luego con ellas? Quiero decir, ¿cómo las procesáis?
—Aunque parezcan ruidos, las desmodulamos y analizamos, para ver si tienen alguna estructura, algún patrón, alguna secuencia… Por si hubiera algún código, para intentar aislarlo y descifrarlo. El problema que ha surgido ahora se debe a tu maldita idea de aplicar a esa grabación el traductor universal en el que trabajaste. Por eso quiero que nos eches una mano.
El ascensor les acababa de dejar en un pasillo que James recorrió con pasos rápidos, hasta entrar en una amplia sala. Estaba llena de circuitos que salían de una caja de registros sujeta a la pared y se esparcían en todas direcciones. Docenas de ingenieros se afanaban separando aquella maraña de cables de distintos colores, inclinados sobre planos y diagramas que habían colocado en el suelo, las paredes, las mesas y cualquier espacio libre. A medida que comprobaban los circuitos, iban poniendo en ellos marcadores fosforescentes: verdes para los que funcionaban, amarillos para los que presentaban anomalías, y rojos para los bloqueados.
—¿Qué es lo que ha pasado? —preguntó Minspert al jefe de la unidad.
—Todo el sistema informático ha entrado en coma. Se ha quedado colgado. Absolutamente todo… Hemos formado una unidad especial con toda la gente que pensamos que podría ayudar a resolverlo.
Se abrieron paso con dificultad hasta llegar al fondo. En un rincón habían agrupado los tabiques móviles de los cubículos prefabricados, creando un módulo a salvo del caos. Tres hombres y una mujer se apretujaban en su interior.
Al acercarse, David observó la imagen del Papa en uno de los monitores de televisión. Por los altavoces se oían extrañas versiones alteradas de sus farfullos, que traducía visualmente un oscilógrafo. Pero lo que más le llamó la atención fue el equipamiento informático. Era un cubo negro y hermético, un diseño futurista que no había visto en su vida.
—¿Qué clase de ordenador es éste?
—Un modelo holográfico —le contestó Minspert.
—Vaya, por fin lo habéis conseguido.
—Es un prototipo. Lo llamamos El Cubo, porque funciona en tres dimensiones. Graba en capas, mediante dos haces de láser, y eso le permite almacenar muchísima más información.
—¿A qué velocidad trabaja?
—Brutal. Diez veces mayor que la del procesador comercial más rápido. El problema es que cuando surge un contratiempo no tenemos a quién pedir ayuda. Nunca lo habíamos sometido a este trote. Es un lío.
—¿A qué clase de lío te refieres?
Minspert le pasó el testigo al más joven de los informáticos, que era quien parecía llevar la iniciativa.
—Es como si se hubiera abierto un agujero que no cesara de crecer, tragándoselo todo —explicó el ingeniero.
—¿Qué información estaban procesando?
—El sonido de esa cinta de video.
—¿Las palabras del Papa?
—Más que sus palabras, esos farfullos ininteligibles que dice o emite al final, y el ruido de fondo de la plaza antes de hundirse. Al llegar ahí, la cinta se satura y el único registro es un zumbido agudísimo que hace daño al oído.
Mientras hablaban, David se había fijado detenidamente en los códigos de programación informática colgados en la pantalla que el ingeniero intentaba desbloquear. Conocía esos códigos. Los había escrito él cuando intentó actualizar el trabajo de su padre en el Programa AC-110. Un código que alguien había alterado, a su vez. Allí sucedía algo extraño, muy extraño. Tuvo una primera sospecha.
—¿Dónde están los programas originales? —preguntó al joven.
Este abrió un cajón y mostró una carpeta que había en su interior.
David la reconoció de inmediato, pero no hizo ningún amago de cogerla. Antes, observó por el rabillo del ojo para localizar a Minspert. Sólo la sacó del cajón cuando le vio alejarse junto al comisario, para hablar con el jefe de la unidad. Entonces sí, abrió la carpeta y pidió al ingeniero que le hiciera un hueco junto a su asiento.
—Quizá se trate de un virus —aventuró David.
—Funciona como un virus, pero no puede serlo.
—¿Cómo está tan seguro?
—Este ordenador es un prototipo. Nadie puede haber fabricado un virus para un sistema operativo que ni siquiera conoce.
Por el rabillo del ojo, David comprobó que Minspert y el resto del equipo seguían revisando las instalaciones. El comisario Bielefeld había regresado a su lado. Ahora estaba detrás de él, y hablaba con el oficial de seguridad.
A quien no localizaba era a Raquel. Se volvió un instante y pudo verla fugazmente: se había acercado a Minspert, que estaba de espaldas, y estaba haciendo un aparte con él, discutiendo algo. Veía desde la distancia el rostro de la joven, a la que tenía de frente, y cómo Minspert se encogía de hombros, sin poder verle la cara.
Una idea empezó a germinar en la cabeza del criptógrafo. Pero tenía que estar seguro de que la joven no le observara, porque su reacción ante lo que planeaba era imprevisible, y no sabía de parte de quién se pondría. Era demasiado estricta y legalista para prestarse a aquello. Y el problema es que ella estaba de cara a él, y no paraba de observarle.
Todo esto pensaba, mientras seguía dando conversación al ingeniero, para preguntarle:
—Entonces ¿de dónde puede venir ese virus, o esa cosa?
—Hay dos fuentes posibles: el programa o la banda sonora de esta cinta de video.
«O del acoplamiento de los dos», pensó David. Pero en lugar de decir eso, se limitó a preguntar:
—¿De la voz del Papa?
—No estamos seguros de que se trate sólo de la voz del Papa.
—¿Qué quiere decir?
—Que quizá haya otras.
—Una voz de mujer —sugirió David.
—Quizá. Pero no creo que sea eso lo más importante. Hay una pauta común a toda la grabación de la banda sonora. Algo así como un ruido de fondo que mantiene el mismo ritmo en todo momento, incluso con esas palabras en la lengua que sea, o el farfullo que viene después. Y creo que es esa pauta de fondo lo que bloquea el sistema informático.
—No me estará contando que todo este barullo lo ha causado un simple sonido.
—No es sólo un sonido. Puede ser algún tipo de lenguaje, un patrón de información…
—… un patrón binario…
—Quizá sea binario cuando se dirige a un ordenador y se quiere comunicar con él en su propio lenguaje. Pero quizá mute y adopte otras formas en otro contexto y con otro interlocutor.
—¿Existe eso? ¿Un virus que funcione tanto en un contexto biológico como informático?
—No teníamos constancia. Pero ahí está…
Un nuevo y disimulado vistazo a sus espaldas, mirando por encima del hombro, permitió a David comprobar que Minspert se hallaba en el otro extremo de la habitación, y que Raquel, el comisario y el oficial de seguridad se encontraban detrás de él y del ingeniero, observándoles. David pretendía hacerse con aquella carpeta que contenía el programa. Pero primero necesitaba comprobar que allí dentro estaban los tres gajos del pergamino.
Continuó su cháchara con el ingeniero, señalando la carpeta:
—En cualquier caso, este programa informático para analizar las señales tiene que ser capaz de unificar los farfullos del Papa con ese patrón de información.
—Ese trabajo ya me lo encontré hecho. En esa carpeta había un traductor universal, el Programa AC-110, que llaman ahí Babel. David lo sabía sobradamente: lo había escrito él. Pero aparentó no enterarse de qué iba aquello y siguió dándole conversación. Al verles tan amartelados en sus coloquios informáticos, el oficial de seguridad se alejó hacia el fondo de la sala. Era el momento que esperaba.
—¿Me permite? —le preguntó con la mejor de sus sonrisas, refiriéndose a la carpeta.
El ingeniero se la pasó y al abrirla, David comprobó lo que ya había sospechado al observar los códigos en el ordenador. Se trataba de sus propios informes sobre el Programa Babel. Y allí estaban los documentos de su padre y de Abraham Toledano. Llevaban una orden de traslado interno desde la cámara acorazada, firmada por Minspert. «Por eso no los hemos encontrado allí antes», pensó.
Miró de nuevo a su alrededor con disimulo y al comprobar que nadie le observaba, hojeó los documentos levantando levemente las esquinas de los folios. Hasta que encontró los tres gajos del pergamino. Respiró aliviado. Allí estaban, por fin, y eso quería decir que se trataba de la documentación original. No podía dejar pasar aquella oportunidad, que años atrás le habían arrebatado de las manos primero a su padre, y luego a él.
Le empezaron a entrar sudores fríos al calcular sus posibilidades. Se encontraba en una mesa corrida, una consola en realidad, que le permitía muy escasa capacidad de movimientos. De modo que colocó la carpeta a un lado, en el extremo de la consola, y la cerró. Si luego se levantaba, podría irla orillando, hasta llevarla detrás del mueble, y una vez allí guardarla en un lugar seguro. Por ejemplo, en un contenedor ya registrado, como la vieja cartera de cuero de Bielefeld, que era quien representaba allí la máxima autoridad y quien despertaría menos sospechas. Pero ¿se prestaría al juego el comisario? Era una gravísima responsabilidad.
«Tengo que arriesgarme —pensó el criptógrafo—. Espero que, al menos, no me denuncie».
Aun así, estaba el problema de cómo avisarle de sus propósitos, para que se mantuviese al quite.
Y quedaba Raquel. No la veía. Quizá siguiera en conversación con Minspert, o quizá la tapase Bielefeld, que estaba detrás de él. Pero no podía contar con ella, dados los antecedentes.
De momento, tenía que tantear y prevenir al comisario. Se levantó y le miró de un modo intencionado. Una mirada que él entendió de inmediato, acercándose.
—¿Cansado? —le preguntó Bielefeld.
—Esto es un verdadero lío. Y no creo que nos ayude en nuestras investigaciones.
David aprovechó para cogerle por el brazo, como si fuera a hacerle una confidencia, de modo que el corpachón del comisario se interpusiera entre él y el programador.
—Mire con disimulo detrás de mí —le susurró David al oído—. ¿Puede ver esa carpeta?
Bielefeld se inclinó levemente y le preguntó, a su vez:
—¿Qué carpeta?
David se volvió y comprobó, asombrado, que el comisario llevaba razón: la carpeta había desaparecido.
Estuvo a punto de lanzar una maldición. Pero se contuvo a tiempo. No pudo hacer más averiguaciones. Sonó el teléfono móvil de Minspert y éste se acercó hasta ellos para advertirles:
—Llaman desde el avión… Tienen que estar allí en veinte minutos, o despegarán sin ustedes.
—¿Y esos documentos? —preguntó Bielefeld.
—El jefe de la unidad me dice que esto va para largo. En estas condiciones, comprenderán que no puedo autorizar la salida de ningún papel relacionado con el caso. Los necesitamos para revisar la avería. Espero que lo entiendan.
—¡Qué avería más oportuna! —dijo Raquel con retintín—. ¿Y qué propone, entonces?
—Podríamos enviarles esos documentos con un correo especial, en cuanto hayamos arreglado esto.
—¿Cuánto les llevará? —intervino Bielefeld.
—Un día o dos, como mucho —aseguró Minspert.
—Si nos vamos de aquí sin ellos, nunca los volveremos a ver —advirtió David.