—Lo sé, comisario, lo sé. No puedo hacer más de lo que hago. Usted es del oficio y ya sabe cómo funcionan estas cosas.
—No pretenderá tenernos aquí de brazos cruzados —intervino Raquel—. Si mi madre está ahí abajo, no sabemos a lo que se enfrenta, ni cuántos días podrá sobrevivir.
—Si me acompañan a la comisaría verá que trabajamos sobre todas las pistas.
Una vez allí se acomodaron en la desapacible sala de reuniones, impregnada de olor a humo frío y rancio. El jefe de la brigada del subsuelo les explicó las dificultades para acceder a la Plaza Mayor por cualquier entrada alternativa.
—Hemos bajado hasta quince metros de profundidad por las alcantarillas que hay fuera de la plaza, en algunos casos por cloacas de menos de un metro de altura. Muy antiguas. Pero todas se cortan antes de llegar allí.
—¿Y el convento de los Milagros? —preguntó Raquel a Gutiérrez.
—Lo podrán comprobar por sí mismos. Hemos pedido a la superiora que nos reciba esta tarde. Y en cuanto a seguir investigando en su interior, más allá de las diligencias que hemos hecho, estamos pendientes de los permisos del arzobispo Presti.
—¿Qué piensan que le ha sucedido a mi madre? Me gustaría saber si frecuentaba a la gente de aquí, si tenía amigos, enemigos, colaboradores…
—¡Buena pregunta! —cabeceó Gutiérrez—. Le recuerdo que yo tuve noticias de la desaparición de su madre antes de ayer al mediodía. Y que investigar su relación con la gente de aquí es el cuento de nunca acabar. Ella trataba a todo el mundo. A los de la universidad, a curas y monjas, arquitectos, anticuarios, chamarileros… Podría usted salir a la Plaza Mayor a una hora concurrida, señalar con el dedo en cualquier dirección y tropezarse con alguien que la conocía, por una u otra razón. Y que, por una u otra razón, quizá la quisiera bien… o quizá la quisiera mal.
—¿Lo dice por algo en concreto?
—Por esto que ahora escucharán. Es la pista más firme que tenemos. Una llamada telefónica anónima que relaciona a su madre con el incidente de la Plaza Mayor.
Fue hasta el aparato de sonido y apretó la tecla de reproducción. Los altavoces emitieron un leve zumbido, un largo silencio en primer plano, con alboroto al fondo. Luego, se oyó una pausada voz de hombre:
—Sé que están buscando a esa mujer, Sara Toledano. Yo lo haría bajo el agujero de la Plaza Mayor.
Otro silencio, éste más breve, y colgaban el teléfono. Eso era todo.
—¿De cuándo es esa llamada? —intervino Bielefeld.
—De ayer, viernes, al mediodía. El contestador registra automáticamente la hora. Lo que no pudo registrar es el número del teléfono, porque quien llamaba anuló el localizador.
—¿La han analizado ya en el laboratorio de acústica forense?
—Sí, pero no se atreven a trazar un perfil ni un identificador vocal. Quien la hizo se puso algo para distorsionar la voz. Creo que lo mejor es que me acompañen en la visita que voy a hacer a un viejo colaborador nuestro. Usted ya lo conoce, comisario.
El cansancio pareció hacer mella en Raquel una que vez estuvieron dentro del coche. En el asiento de atrás, David no se atrevía a moverse para no despertarla. Vencida por el sueño, había terminado por reclinar la cabeza sobre su hombro y, al abandonar el asfalto de la carretera y tomar el camino de tierra, el automóvil hubo de girar, estrechándola contra él. Ahora le llegaba más intensamente su olor. No era uno de aquellos perfumes sofisticados que habría esperado de ella, sino una simple colonia con el fresco y estimulante olor de la madreselva.
—Ese chico trata de decirnos algo.
La advertencia de Bielefeld, que iba en el asiento del copiloto, hizo que Raquel rebullera. Y terminó de despertarla la respuesta y el frenazo de Gutiérrez.
—Es Enrique, su hijo —dijo el inspector.
La joven abrió los ojos y retiró la cabeza del hombro de David. El criptógrafo pudo notar su embarazo por las confianzas que se había tomado, muy a su pesar. Ella se disculpó como mejor supo y sacó un espejito, para comprobar su aspecto y alisarse el pelo.
El coche se había detenido junto al muchacho que les hacía señales.
—Déjenlo aquí —les pidió él refiriéndose al vehículo—. Mi padre está trabajando ahí abajo.
Bielefeld y el inspector no se movieron del lugar, pero Raquel y David siguieron a Enrique. Tras abandonar la pista forestal, el monte se espesaba al bajar un barranco, y fue allí donde se tropezaron con él, entre unas jaras. Les costó verlo, recostado en el suelo junto al magnetófono, con aquella ropa de camuflaje.
—Perdone —se disculpó el criptógrafo—. ¿Está grabando?
—Ya no —aquel hombre se quitó los auriculares con un gesto de contrariedad—. Desde que el motor de su coche se coló en este micrófono. ¡Y pensar que he venido aquí para escapar del follón de Antigua!
—Créame que lo siento.
—No se preocupe. Han pasado demasiados aviones. Apenas si sacaré algunos minutos aprovechables.
—Ella es Raquel Toledano, y yo David Calderón. Supongo que usted es Víctor Tavera, el experto en sonidos.
—Sólo soy un pobre ruidero. Lo mío son los ruidos… El inspector Gutiérrez me ha hablado de ustedes.
—Y se dirigió a Raquel para decirle: Así que es hija de Sara.
—¿La conoce?
—Claro, ¿quién no conoce a su madre en Antigua? Ojalá aparezca pronto.
Hizo una indicación a Enrique para que comenzara a recoger el equipo.
—¿Qué estaba grabando? —le preguntó Raquel.
Tavera señaló las pequeñas rocas calizas que sobresalían entre los matorrales:
—Unas hormigas.
—Me está tomando el pelo…
—¿No se lo cree? Cuando hay un silencio absoluto puedo captar el ruido que hacen al andar o al golpear con el abdomen en el suelo.
—¿Las hormigas hacen eso? —se sorprendió Raquel.
—Son medio ciegas, están acostumbradas a la oscuridad y se valen del sonido o de los olores para comunicarse. Cuando utilizan el abdomen suenan como tambores africanos —y al notar su mirada escéptica, añadió—: Puedo recoger ruidos casi inaudibles, como el del caracol rumiando su lechuga o la subida de la savia en primavera.
—Imposible…
—Ya lo creo que sí. El mayor problema es que estos micrófonos son tan sensibles que hasta la presión arterial de las orejas se convierte en ruido parásito… ¿Sabe para qué es esto? —Tavera echó mano al bolsillo del pantalón y sacó un mendrugo—. Para tener mi estómago calladito. Si durante una larga espera empieza a rugir, antes de que me estropee la grabación, echo mano al bolsillo, y le doy un bocado al pan. Mis tripas se comportan y no salen en el registro que estoy haciendo.
Empezó a enrollar un cable alrededor del codo y rebuscó con el pie entre las jaras, por si se había dejado algo olvidado.
—Así es este trabajo, pero no lo cambiaría por nada del mundo —sonrió, cerrando su maletín de aluminio—. La gente ve que caen los árboles, pero no se da cuenta de cómo se erosiona el paisaje sonoro. Si yo le pusiera grabaciones de este mismo lugar a lo largo de los años vería cómo se va despoblando. Algunos de los sonidos de insectos que antes había aquí eran auténticos fósiles, tenían más de sesenta millones de años. Habían superado la prueba. Su desaparición es una tragedia.
Víctor Tavera terminó de recoger sus bártulos, se incorporó y dirigió una mirada de despedida al valle. Se echó al hombro la mochila y alargó a su hijo el maletín con los micrófonos y cables.
—¿Dónde han dejado el coche?
—Arriba, en la pista forestal.
Al llegar a lo alto, saludaron a Bielefeld y Gutiérrez.
—Iremos con usted, señor Tavera… Si no le importa… —dijo David, intuyendo que estaban ante un testigo que podía serles mucho más útil que los simples cauces oficiales.
—Claro. Suban.
Por el camino, Tavera confesó a Raquel:
—Aprecio mucho a su madre. Una gran mujer, muy profesional. Quiero que sepa que haré todo lo posible para ayudarles. Ella y el arquitecto Juan de Maliaño siempre se han portado bien conmigo, apoyando mis grabaciones en la Plaza Mayor.
—¿Desde cuándo lleva haciéndolas?
—A salto de mata, desde hace unos veinte años. De manera sistemática, unos cinco, cuando me concedieron una ayuda, un programa piloto para preservar paisajes sonoros. Desde entonces, trabajo con muchos más medios.
—¿Y en qué consiste?
—Voy completando todos los ciclos del año. Las fiestas, ferias, toques de campana… Antigua es muy interesante. Excepto los días de viento. Es difícil trabajar con aire. Todo se mezcla. Se produce una inundación de sonidos, se trocean y se desvanecen. Pero el paisaje se hace más presente: los árboles, las ramas… De pronto, todo eso suena. Habían entrado en las enrevesadas calles de la judería, que recorrieron con tiento hasta aparcar en una plazuela. Esperaron el coche de Gutiérrez y se dirigieron a pie hasta un caserón. Antes de llegar, Tavera se detuvo junto a un solar vacío, y señaló hacia lo alto.
—¿Oyen ese revoloteo de los vencejos, y cómo chillan? Les han tirado el edificio de al lado, donde habían hecho sus nidos. Ahora tendrán que buscar los aleros de otros tejados.
Abrió la casa y se dirigió al cuadro eléctrico:
—Perdonen que me adelante. Voy a dar la luz.
Les franqueó el carcomido portalón y les precedió a través de un patio cargado de siglos. Olía a helechos recién regados y el toldo corrido mantenía el frescor de la mañana. Al fondo, una puerta de cautas dimensiones conducía a una sucinta escalera de ladrillo. Tavera se aseguró de que no se golpeasen la cabeza con una viga que sobresalía y, tras descender un buen trecho, desembocaron en una antigua bodega.
Por su amplitud, bien podría haber sido una cripta en la que esconderse de las persecuciones en tiempos de tribulación. Que no habían escaseado en la ciudad. Pero ahora se estaba bien allí. La temperatura era templada y reinaba un extraño sosiego bajo la bóveda de ladrillo. Cuando Víctor conectó la luz y las instalaciones que cubrían por entero la pared del fondo, su aire vetusto contrastó con el fantasmagórico panel verdoso de modernos instrumentos. Ecualizó la mesa de mezclas y se volvió hacia el inspector.
—A ver esa llamada de teléfono.
Gutiérrez le pasó la cinta. Tavera la insertó en una pletina y tecleó en el ordenador. Reguló el volumen y escuchó con atención. Los altavoces sólo emitieron un leve zumbido. Luego, se oyó aquella voz masculina, pausada y mohosa:
—Sé que están buscando a esa mujer, Sara Toledano. Yo lo haría bajo el agujero de la Plaza Mayor.
Un silencio, y el clic del teléfono al colgar.
—Déjenme oírlo con calma. Siéntense, por favor.
Buscaron en dónde hacerlo, sin encontrar nada. Al darse cuenta, Víctor se levantó y tanteó en un rincón hasta ofrecerles cuatro sillas. Se puso unos auriculares y comenzó a manipular los mandos de la mesa de sonido. Tras seis nuevas escuchas de la cinta, se quitó los cascos y se volvió hacia ellos.
—Creo que ya lo tengo… Olvídense del mensaje del hombre, que no nos va a decir mucho más —les explicó—. Presten atención a los ruidos de fondo. Voy a reducir la velocidad ligeramente, para que resalten y se oigan más claros.
Así ralentizada, la pausa inicial, antes de que el anónimo comunicante empezara a hablar, permitía escuchar un gran bullicio, sobre el cual se alzaba una voz de mujer que gritaba algo.
Víctor detuvo la grabación y les aclaró:
—«¡Antonio, una caja de botellines!». Eso es lo que dice.
—¿Un bar? —se interesó el inspector.
—Eso creo. Fíjense en la música —y puso de nuevo en marcha el reproductor.
—¡Ése es el Fary! —exclamó de inmediato Gutiérrez. Y ante la mirada interrogativa de Bielefeld y Raquel creyó necesario aclarar—. Es un cantante muy popular aquí. Amor secreto se titula la canción. Parece una sinfonola —añadió el inspector—. Ya tenemos dos pistas para identificar el bar: trabaja un camarero que se llama Antonio y hay una sinfonola que tiene Amor secreto del Fary. Por experiencia, Bielefeld prefería ser precavido:
—Antonio podría ser un repartidor de cervezas, y la música venir de la radio, o de la televisión, y entonces eso incluiría a muchos otros bares.
—Bien pensado —apuntó Víctor—. Pero el inspector Gutiérrez lleva razón: es una sinfonola. La música llega junto a los ruidos de una máquina de tabaco de las que dicen «Su tabaco, gracias», y de una tragaperras, una baby fruits de ésas que tienen tres rodillos con fresas, manzanas y uvas. Un modelo muy antiguo, de palanca. Su sonido es muy agudo, y alcanza hasta los cincuenta decibelios. Sólo con ese detalle se podría restringir la búsqueda a un par de bares.
Tavera ralentizó todavía más la cinta.
—Concéntrese en ese ruido que hay entre dos palabras del mensaje, cuando dice Sara Toledano y Yo lo haría… ¿Lo han oído? Tienen que estar muy atentos, es muy breve… Se lo pongo otra vez.
Manipuló el teclado y pasó la cinta un poco más lenta. Efectivamente, se oyó un chasquido que no acertaron a identificar.
—Es el choque de dos bolas de billar. La mesa de juego debe estar cerca de la cabina de teléfono. Y es una mesa de billar francés: no hay ruido de bolas al entrar por el agujero.
—¿Qué más? —bromeó Gutiérrez—. ¿De qué color llevaba los calcetines el que hizo la carambola?
—No puedo darle tantos detalles, pero sí el día y la hora en que hicieron esa llamada.
—Eso ya lo sabemos. Pero, dígame, ¿cómo pensaba averiguarlo usted?
Al fondo del todo se oye un televisor. Y la sintonía es la del telediario local, que es el que ve aquí todo el mundo.
—Buen trabajo, Tavera. Nos mantendremos en contacto —el inspector le estrechó la mano en señal de despedida.
Cuando Raquel hizo lo propio, Víctor le preguntó:
—¿Querrán oír mis grabaciones de la Plaza Mayor?
Y se dirigió a un gran armario que había en un lateral. Lo abrió y aparecieron miles de cintas, cuidadosamente ordenadas. David, Raquel y Bielefeld se consultaron con la mirada, dudando si aceptar el ofrecimiento.
Gutiérrez contestó por ellos:
—Otro día. Ahora vamos muy justos de tiempo.
—Como ustedes quieran.
Bielefeld pareció vacilar. Pero, al fin, se decidió:
—¿Podría analizar usted el sonido de una cinta de video?
—Por supuesto.
—Se la haré llegar.
El comisario había tenido la impresión de que Gutiérrez no deseaba que el ruidero les contase lo mucho que parecía saber de aquella ciudad. De aspectos de aquella ciudad que pasaban desapercibidos a la gente, pero no a alguien con un oído tan entrenado y alerta como el suyo.