—¿Y se han llevado algo?
Los dos jóvenes negaron.
—Todo lo importante lo teníamos en la caja de seguridad —añadió David—. Menos los ocho gajos del pergamino… Sospecho que Minspert dejó que nos los lleváramos de la Agencia para que le hiciésemos todo el trabajo. Luego, ya se ha encargado de recuperarlos cuando el rompecabezas estaba completo. Y no se quedará ahí.
—¿Qué quiere decir?
—Ojalá me equivoque, pero intentará servirse de este pretexto y de la misión oficial que le hayan encomendado para resolver sus viejas cuentas pendientes. Eso es lo que me da más miedo.
—Y yo me temo que el papel de Gutiérrez es controlarnos a nosotros, mantenerles informados a ellos y darles ventaja —sentenció Bielefeld—. Ayer, el inspector intentó llevarme una vez más al claustro donde van juntando las piezas de la custodia. Yo me negué. «¡Quiero avances, algo concreto!», le grité. Entonces, fuimos al agujero de la Plaza Mayor y me estuvo enseñando el estado de las obras. Es desesperante. Excavan con pequeñas piquetas, limpian con brochas y cosas así. El director de los trabajos me aseguró que si todo iba bien, aún tenían para tres días.
—En ese tiempo ya no habrá nada que hacer —dijo Raquel.
—Lo sé. Por eso es tan importante lo de hoy. ¿Te encuentras con ánimo? —preguntó dirigiéndose a la joven.
—No podemos aplazarlo, después de todo lo que nos ha costado.
—Pues vamos para allá —dijo señalándoles el coche que acababa de abrir con una pulsación de la llave.
Tuvieron que dar un largo rodeo para acceder al interior de la Plaza Mayor, más protegida de lo habitual. El recinto tenía un aspecto despojado, desnudo. Los adoquines habían sido arrancados uno a uno y cuidadosamente amontonados bajo los soportales. El boquete central, donde se hundieran la fuente y la custodia, estaba protegido por tramas de plástico naranja. El resto había quedado reducido a un lecho de arena grisácea, rastrillado, alisado y dispuesto para el comienzo de aquella decisiva operación.
De sus resultados iban a depender muchas cosas. Según el informe que saliera de allí, les concederían, o no, el ansiado permiso para la exploración del agujero y subsuelo, como pretendía Bielefeld y recordaba a Gutiérrez siempre que tenía ocasión.
El inspector les saludó desde la distancia. Su borrosa y cenicienta presencia le mostraba derrengado entre las brumas de una noche mal dormida. Había tenido una boda. Una sobrina que se casaba, explicó. Y con los preparativos de todo aquello, siguió explicando, no había podido ir al entierro. Que lo sentía, dijo.
Por fortuna, no tardó en entrar el vehículo que esperaban, con absoluta puntualidad. De él descendió un hombre de mediana edad, vestido con traje de faena. Gutiérrez, que se había ocupado de aquella gestión, hizo las presentaciones.
José María Calatrava, del Servicio de Geofísica.
El recién llegado saludó a todo el mundo mientras, a sus espaldas, el equipo que le acompañaba se iba desplegando como un comando bien entrenado. No sólo parecía un tipo simpático. Lo era. Echó un vistazo al panorama, dio una palmada de satisfacción y bromeó con aire jovial:
—A ver si tenemos suerte y no nos llueve, porque amenaza tormenta. Vamos allá con la radiografía. Por lo que estoy observando, la plaza tiene un infarto de miocardio ahí en medio —y señaló el agujero—. Hace tiempo que se echaba en falta un repaso a fondo. Pero ha habido que esperar a que sucediera una hecatombe para poner de acuerdo a estos borricos y que, por fin, se ablandaran.
—Qué me va usted a contar —pregonó Gutiérrez.
—¿Se refiere al ayuntamiento? —dijo David al geofísico.
—A todos —confirmó Calatrava—. Al ayuntamiento, porque ahí está su edificio; a la Iglesia, por la cercanía de la catedral; y al ejército, porque detrás está el Alcázar. Las tres instituciones tienen competencias en el subsuelo de la plaza, y los unos por los otros, la casa sin barrer. Pero no crea que han cedido demasiado. De momento, no se puede tocar nada. Sólo mirar. Y dependiendo de nuestro informe, decidirán si les conceden permiso para bajar. Supongo que cuando hayan rescatado todas las piezas de la custodia. Ahí entra ya de nuevo el inspector Gutiérrez.
—¿Y cómo se las van a arreglar ustedes para averiguar lo que hay sin tocar nada? —insistió David.
—Utilizaremos el radar.
—Creía que eso era para detectar aviones o submarinos. No pensarán encontrar ninguno ahí abajo —bromeó Bielefeld.
—Ahí abajo puede haber enterrada cualquier cosa, desde obispos hasta diplodocus. En un sitio como éste no podemos utilizar otro sistema, porque nos daría lecturas muy confusas. El radar terrestre que vamos a usar es lo más seguro para pozos, criptas, túneles y cosas así. Y detecta bien el agua. Porque creo que salió agua para dar y vender.
El ayudante del geofísico le interrumpió para advertirle:
—Estamos listos. Cuando quiera, doctor Calatrava.
Antes de empezar, supervisó el trabajo de sus colaboradores. Habían tendido de lado a lado varios cordeles, de modo que la plaza quedaba dividida en estrechos pasillos longitudinales. A continuación, habían extraído del vehículo todo un complejo equipamiento, que procedieron a montar. Mientras unos ensamblaban los tubos que iban a servir de antenas, otros armaban los radares, y un informático ponía a punto los ordenadores.
—¿Ven aquel joven con eso que parece una serpiente de color azul? —les explicaba Calatrava—. Es un georadar que llamamos Python. Permite un barrido de más de tres metros de ancho en cada pasada. ¿Y a aquel otro, el más forzudo, que arrastra una especie de trineo? Va a peinar el suelo con ese modelo, que tiene una antena tubular de metro y medio de ancho. Y afinaremos más con el aparato que lleva la chica, esa plancha con un largo mango, como un aspirador.
Los tres colaboradores vestían un arnés sujeto a la espalda, que les permitía llevar sobre el pecho una plataforma con un ordenador portátil, en el que iban recibiendo las imágenes del radar. Además, cada uno de ellos enviaba la señal hasta el vehículo, cuya parte trasera albergaba una batería de monitores, de tal modo que desde ella se podían seguir las imágenes de los tres radares a medida que iban rastreando el terreno.
Calatrava se sentó junto a los paneles y encendió los interruptores. Las pantallas de los monitores parpadearon antes de enviar sus señales. Luego se dirigió a sus observadores invitados y les ofreció otras tantas sillas plegables.
—¿Cómo funcionan esos radares? —se interesó David.
—Emiten ondas electromagnéticas. Cuando inciden en la frontera entre dos materiales, o entre un material y el vacío, rebotan y vuelven al receptor, acusando el hallazgo. El tiempo que tardan nos da la profundidad a la que está enterrado. Son tres radares de distinta frecuencia, con antenas que les van a permitir trabajar a 75, 190 y 300 megahercios. Digamos que a menor frecuencia, mayor penetración en tierra, pero menor resolución de imagen en pantalla. Y viceversa. Los dos más anchos nos van a dar primeras aproximaciones, y afinaremos con el más pequeño, el aspirador.
Se frotó de nuevo las manos y gritó, dirigiéndose a los suyos: —¡Vamos allá, muchachos!
Los tres radares comenzaron a rastrear la plaza. Avanzaban uno detrás de otro, escalonados. El barrido del primer corredor acotado mediante los cordeles, el que estaba más lejos del centro, no arrojó ninguna señal significativa. Hacia la mitad del recorrido aparecieron en la pantalla de los dos aparatos más grandes un par de manchas, en forma de horquillas superpuestas. Calatrava esperó a que llegara a esa misma altura la joven que iba detrás de ellos, con el aspirador, y la previno.
—Despacio, Patricia. ¿Ves en la pantalla de tu ordenador esas dos señales? Pues da otra pasada.
—¿Algo en especial, doctor Calatrava? —preguntó Raquel.
—Dos objetos metálicos.
—Eso serán fragmentos de la custodia —aventuró la joven.
—No lo creo. Están demasiado lejos del agujero. Parecen más bien barras metálicas o alguna tubería de cierta longitud. Yo diría que andan entre el metro y el metro y medio de profundidad. Pero todo esto no nos incumbe a nosotros. Me han dicho que ya han pasado con los detectores de metales —y alzó la voz para llamar la atención de Gutiérrez—: ¿No es cierto, inspector?
—Así es —confirmó el policía, reprimiendo un bostezo.
—Eso tenía entendido. ¡Seguimos! —gritó.
Continuaron, desdeñando algunos otros tropezones menores. Tras recorrer las siguientes franjas acotadas por los cordeles, se estaban acercando al corredor que marcaba la cuarta parte de la plaza. Entonces fue cuando el panorama empezó a cambiar.
—Esto se está poniendo interesante. ¡Despacio, muchachos, más despacio! ¡Detente un momento, Patricia!
Volviéndose hacia sus invitados, y señalando uno de los monitores con el dedo, trazó un círculo imaginario en el centro de la pantalla. Era una imagen extraña. Las bandas formadas por el rebote de las ondas, que comenzaban siendo regulares y paralelas cerca de la superficie, se quebraban a medida que iban ganando en profundidad, formando un gran hoyo en forma de U. Eran esos quiebros lo que Calatrava había aislado con un círculo.
—¡Marcad esa zona con unas estacas! Y seguimos rastreando.
—¿Qué es eso? —preguntó Raquel.
—El arranque de una cavidad, señorita Toledano.
—¿Grande?
—Es pronto para decirlo. Habrá que ver si continúa hacia el centro de la plaza, en las franjas que quedan por explorar, o se acaba ahí. Por lo que veo en el radar que da mayor superficie de barrido, seguramente acabamos de rozar su borde exterior. Ahora, en el siguiente pase, confirmaremos si es un hueco aislado o empiezan ya las secuelas del boquete central.
Tras recorrer varias franjas más, salieron de dudas. Aquello se fue ampliando en sucesivas pasadas hasta mostrar una oquedad de gran magnitud, que se distribuía en torno al agujero por el que había desaparecido la custodia. La oquedad se iba haciendo más y más profunda a medida que se acercaban al centro de la plaza.
—¡Es inmenso! Muy profundo. Y hay agua, mucha agua… Perdonen un momento.
Calatrava, que no parecía demasiado impresionable, estaba preocupado. Se levantó de la silla, se dirigió a quienes ayudaban a sus tres colaboradores con los radares y volvió hasta el vehículo acompañado por ellos. Sacaron otros artefactos. Uno de ellos era un aspirador todavía más pequeño que el de Patricia, mucho más maniobrable y cómodo de manejar. Se parecía a un carrito de niño. Iba sobre unas ruedas de goma, y en medio de ellas, encima del eje, estaba montada la batería, apuntalando el centro de gravedad. Remataba en un monitor de televisión y un manillar que permitía subir y bajar la plataforma de exploración del radar haciendo palanca con las ruedas.
—Esta estructura tubular integra una antena de 900 megahercios que le permiten una gran resolución en pantalla —explicó Calatrava—. Y de vez en cuando afinaré con calas selectivas de este otro radar más pequeño, que trabaja nada menos que a dos gigahercios. Mientras los otros tres continuaban con su sistemático barrido en franjas, que ahora abarcaba la primera mitad de la plaza, Calatrava tomó por sí mismo el nuevo radar y emprendió un recorrido circular. Empezó en la parte exterior, donde habían detectado la cavidad subterránea, y fue cerrándose en espiral hasta el agujero central por el que había desaparecido la custodia.
La imagen que iba surgiendo en la pantalla pareció sumir a Calatrava en un estado de gran perplejidad. Y su rostro reflejaba una honda preocupación cuando se detuvo en el recorrido de una de las espirales, abandonando las manijas del carrito para agacharse sobre el monitor.
Raquel se acercó hasta él y le preguntó:
—¿Qué sucede?
—Es ese agujero. Fíjese en la pantalla.
La joven acercó su rostro para ver mejor las imágenes. Eran bastante nítidas. El fondo de la U que dibujaban habían ido hundiéndose más y más a cada vuelta que daba el geofísico en torno al orificio central.
Calatrava reanudó su recorrido hasta bordear la perforación, seguido por Raquel. El geofísico había tenido la precaución de avanzar despacio al llegar al agujero. Aun así, la estructura tubular del aparato comenzó a agitarse, las imágenes empezaron a oscilar, y el monitor zumbó de un modo amenazador.
Intentó sujetar el carrito, apretando con fuerza sus manijas. Pero el monitor pareció enloquecer, sus imágenes se agitaron de un modo incontrolado, y aumentó la potencia del zumbido. No sólo eso: de bajo de aquel agujero, en lo más hondo, algo parecía revolverse como una fiera herida en su guarida.
Bielefeld, que había seguido la exploración conteniendo el resuello, lanzó un grito que puso en guardia a todos. Calatrava abandonó el artefacto y trató de alejar de él a Raquel:
—¡Apártese, señorita Toledano!
Pero Raquel estaba como hipnotizada. Sumida en un trance que parecía bloquearla, se desasió de él, manteniéndose con la vista fija en las imágenes, que se estabilizaban de nuevo, hasta descubrir un perfil inquietante.
El ruido del monitor se hizo insostenible, una estridencia aguda que recorrió toda la gama del espectro sonoro hasta quedar fijada en un silbido que reverberó en toda la plaza. Simultáneamente, la luminosidad de la pantalla se convirtió en un foco de irradiación tan intensa que la vista apenas podía soportarla.
Ni siquiera entonces pareció reaccionar Raquel. Ni ante los gritos que le lanzaban Bielefeld y David.
El criptógrafo corrió hacia ella antes de que fuera demasiado tarde. Un chisporroteo salió de la plataforma de barrido del radar, pegada al suelo, junto con un humo denso y negro, de olor acre. David saltó, se abalanzó sobre Raquel y la derribó de un empujón, protegiéndola con su cuerpo.
Aquel movimiento fue providencial, porque libró a la joven de la explosión del monitor, que de lo contrario la habría alcanzado en pleno rostro. Los cristales del tubo de rayos catódicos saltaron hechos añicos en torno suyo, y el carrito con el radar se desequilibró, cayendo por el agujero con un estrepitoso ruido metálico, tras de lo cual el recinto pareció sosegarse.
Bielefeld y Calatrava les ayudaron a levantarse. El comisario se había acercado y acariciaba el rostro manchado de arena de la joven, tratando de reanimarla:
—¡Raquel! ¿Qué es lo que te ha pasado? —Luego se dirigió al criptógrafo para preguntarle—: ¿Está usted bien?
—Perfectamente. Vamos a llevarla hasta esa silla —aconsejó David.