—¿Vos habéis visto ese diseño dentro de la Kaaba?
—Hace ya muchos años.
—¿Y a mí? ¿Me sería permitida la entrada? —osé preguntar.
—Eso lo veo imposible. A no ser que…
Se interrumpió en este punto. Echó mano a la carta que sobre mí le enviaba Fartax, la releyó y me miró de arriba abajo, como sopesando una decisión. Y de nuevo volví a tener aquella sensación de estar interpretando el papel que me habían reservado en alguna conjura o contubernio.
—Venid conmigo —dijo, al fin, con aquel laconismo suyo. Me condujo hasta un gran patio, cubierto por un entoldado para protegerlo del sol. Había en él mucha gente de aguja, sentada en alfombras y cojines sobre el suelo, aplicada a coser laboriosamente una descomunal tela de brocado negro. Tan grande, que habían tenido que doblar sus extremos para que cupiese en aquel espacio—. Estamos terminando la camisa —me explicó—.
—¿Quién puede vestir semejante prenda? —pregunté.
Sonrió el imán de la mezquita ante mi pregunta, y contestó de un modo enigmático:
—Ahora lo veréis.
Nos acercamos hasta donde trabajaban, cosiendo con hilo de oro letras arábigas de varias pulgadas, que contenían la profesión de fe: «No hay más Dios que Alá, y Mahoma es su profeta».
—¿Ya habéis reparado en quién es lo suficientemente grande para vestirla? —insistió el imán—. Es la Camisa de la Kaaba. Dentro de poco, deberá cubrir la Casa de Dios, en La Meca.
De modo que se trataba de la pieza de tela que protegía aquel edificio cúbico en el que estaba incrustada la piedra negra, dentro del cual parecían hallarse reproducidos los trazos del pergamino y, quizá, su significado. Creía que nunca me sería dado llegarme hasta La Meca, la Prohibida para cualquier infiel. Sin embargo, ahora mismo, delante de mis ojos, en aquel umbrío patio de la mezquita, se me presentaba la remota ocasión no sólo de visitarla, sino de algo mucho más difícil, casi imposible para un mortal: penetrar en el interior de aquel cubo. Pues, como me explicó el imán, cuando cambiaban la Camisa de la Kaaba el jerife de La Meca entraba allí y procedía a su purificación, junto con dos personas elegidas por él mismo. Pero los demás debían conformarse con ayudar a coser la tela que la revestía.
Comprendí entonces la expresión «dar unas puntadas» que había escuchado a Sidi Bey mientras esperábamos en la puerta. Tuve el barrunto de que en su compañía quizá resultara todo más fácil. Y pregunté al imán:
—¿Podríamos yo y un amigo dar unas puntadas en esa Camisa?
—Es acto piadoso y meritorio —respondió él—. ¿Se trata de una persona de calidad?
—Es el armador del barco que espera vuestro flete.
—¿Sidi Bey at Tayir, el comerciante de café? —se extrañó—. ¿Es amigo vuestro?
—Mío y de Fartax —mentí, con gran convicción. Y antes de que reaccionara le pregunté—: ¿Puedo ir a buscarle?
—Está bien. Traedle con vos —aceptó el imán.
Salí hasta la entrada e indiqué a Sidi Bey que viniese conmigo. Le costó creer que alguien se ocupara de sus problemas:
—No olvidaré este gesto vuestro —dijo conmovido—. Mientras están fuera, todos parecen de tu lado, pero pocos son los que se acuerdan cuando han conseguido entrar.
Nos hicieron sitio en el corro, ofreciéndonos aguja, hilo y dedal. Les ayudamos a terminar las inscripciones de lo que llaman el Hdzem, o la Cintura, es decir, la faja donde van las letras doradas.
Mientras nos aplicábamos a nuestra tarea, mucho pensé en la decisión que me disponía a tomar, y que no era otra que ir a La Meca. Supondría esto alejarme aún más de Rebeca y de ti, en busca de algo que parecía huir cada vez que me acercaba. Pero de nada habrían valido mis esfuerzos si regresaba a España de vacío. Y nunca jamás se me presentaría una ocasión como aquélla. Cierto era que internarse en la Ciudad Santa sería tanto como meterse en la misma boca del lobo. Que cualquier paso en falso supondría la muerte. Y que, aun así, nadie me aseguraba que pudiera acceder a aquellos códices que contenían el gajo restante del pergamino y la Crónica sarracena donde se explicaba el paradero de los tesoros de Antigua. Tampoco tendría ninguna garantía de poder descifrarlo. Y menos todavía de entrar en la Kaaba, donde quizá pudiese saber, por fin, cómo encajar las piezas de aquel laberinto y averiguar cuál era aquel secreto que parecía tener vida propia y ser capaz de mantener sus propios designios, por encima de los de los hombres, por muy poderosos que éstos fueran, a través de siglos y continentes.
A medida que iba concluyendo aquella jornada, se iba aproximando la hora de tomar una decisión, pues debería despedirme de Sidi Bey. De manera que antes de levantarnos de allí, me sorprendí a mí mismo diciéndole:
—¿Habría en vuestra nave un lugar para mí?
—¿Deseáis viajar hasta La Meca? —me preguntó, a su vez. Y ante mi respuesta afirmativa, aseguró—: Contad con mi barco hasta Yidda, y con una montura desde el puerto hasta la Ciudad Santa. Pero una vez allí todo resultará mucho más complicado. Debo advertiros que ni siquiera yo estaré seguro. ¿Os mantenéis firme?
—Sí. Y pagaré mi pasaje, desde luego.
—Eso está fuera de lugar. Seréis mi invitado. Mi hijo y yo podemos acomodarnos en un solo camarote y cederos el otro.
En este entendimiento, tan pronto estuvo aparejada la tela negra para la Kaaba, partimos hacia Suez, en cuyo puerto nos esperaba una de esas naves que llaman daus, las de mayor porte que hacen la travesía por el mar que separa África y Asia.
Fue al tercer día cuando se presentó en toda su crudeza un problema que dificultaría toda mi estancia en aquella tierra. La primera noche que pasé en el camarote noté un olor extraño que venía de abajo, de la sentina, y a la mañana siguiente me desperté mareado. Me aconsejó Sidi Bey que masticara jengibre, que él solía llevar para esos casos, los del mareo. Pero tan pronto quedaba encerrado en mi camarote, aquella pestilencia aumentaba. El lugar se volvió irrespirable, tuve mi primer vómito de bilis negra y empecé a delirar por la fiebre. Con toda la delicadeza de que fui capaz, para no desairar su hospitalidad, pedí al comerciante que me dejara dormir en cubierta, y él se dio cuenta de que no me encontraba bien.
Tras uno de los desmayos que me acometieron, encontré a Sidi Bey a mi lado, poniéndome unos emplastos calientes en la frente y los pulsos de las muñecas.
—¿Qué os ha pasado en esta mano? —dijo, señalando la marca que llevaba en la izquierda, y que yo cubría habitualmente con la manga de la camisa.
Ignoré su pregunta, pero sabiendo que vivía en Estambul, no dejó de inquietarme. Le agradecí que no insistiera. Me sentía muy débil. A pesar de sus cuidados, mi salud empeoró, y empecé a temer por mi vida.
Calla Randa un momento. Y aunque nada diga ahora a su hija, recuerda el tumulto y confusión de imágenes que le asaltaban en los momentos de fiebre, entre los ladridos de una perra ratonera que tenía el capitán de la nave, como si el animal barruntase las tormentas que se libraban en su interior. En sus delirios, al hilo de aquel laberinto que presidía el pergamino —y al parecer, su ánimo— se iban enhebrando y desplegando, del modo más caótico, retazos de su intimidad con Tigmú. Veía a la joven mulata en el mercado de esclavos, en el hospital junto a Rubén Cansinos, y la sentía desnuda sobre su cuerpo, su piel contra la suya, o cantando aquella melodía desolada el día de la partida de Fez.
Se preguntaba qué poder tenía aquel laberinto para incrustarse en él de semejante modo, cobrando vida propia cuando la fiebre debilitaba su conciencia. En vano intentaba conjurar la imagen de la muchacha, descartándola para invocar en su lugar la de Rebeca. Ésta se resistía a venir. Trataba de construir los recuerdos de su esposa en el duermevela, valiéndose de la casa de los Toledano en Estambul, donde la había conocido sintiéndola rebullir sobre sus sueños, o en el soleado huerto de Tiberíades, sentada al telar a la sombra de una higuera… Todo terminaba disolviéndose en la niebla, perdido en un torbellino de voces.
Retoma entonces el hilo Raimundo, para referir a Ruth el desenlace de aquella singladura:
—Para ganar el puerto de Yidda debíamos atravesar un golfo plagado de arrecifes de coral, tan duros como afilados, donde era necesario ir muy despacio y alerta, con el ojo avizor y poca vela. Pero eso no fue posible, porque nos alcanzó un temporal tan impetuoso que me hicieron subir a cubierta, por si naufragábamos y teníamos que abandonar la nave. Pasábamos tan cerca de uno de los arrecifes que pude ver a los cangrejos que había sobre ellos, corriendo despavoridos en todas direcciones.
Con aquel ajetreo terminó de desgobernársele el rumbo al timonel y acabamos encallando en la arena de una playa cercana. Caímos derrengados en ella. Cuando Sidi Bey me despertó, señaló de dónde procedían aquellos vapores pestilentes que salían de la bodega y me habían enfermado. A través del casco hendido de la bodega asomaban unos sacos que habían ido vertiendo al mar unas hebras de color rojizo. Al parecer, el capitán de la nave se dedicaba por su cuenta y riesgo al contrabando de azafrán, que escondía para no pagar impuestos. Sólo que esta vez el retraso en la partida había echado a perder su carga, al no poderla airear en su escondrijo. Y al fermentar había producido aquellas viciadas y venenosas miasmas.
Por lo demás, me explicó el comerciante que ya habían recuperado el resto del cargamento y equipajes de la nave encallada, y se estaban haciendo cargo de nosotros quienes de ordinario le atendían en el vecino puerto de Yidda. Cuando nos dispusimos a partir hacia La Meca, y a la vista de mi extrema debilidad, Sidi Bey tuvo la deferencia de alquilar un camello con un armazón y litera en la que yo podía ir acostado con bastante alivio, a pesar de los molestos movimientos del animal.
Tras estas penurias, atravesamos unos bosquecillos y pequeñas lomas, salvamos una estrecha garganta fácil de defender con unos pocos hombres, y un día, a la caída de la tarde, me despertaron fuertes gritos.
Descorrí las cortinas del castillete que cerraba mi litera, encima del camello, y se ofreció ante mis ojos un espectáculo memorable.
Los alaridos eran de júbilo. Estábamos llegando a la vista de las primeras casas de La Meca. Algunos peregrinos, hombres curtidos, hechos y derechos, echaron pie a tierra y la besaron sin poder contener las lágrimas. Durante muchos años habían vuelto la vista hacia aquel lugar cinco veces cada día, cuando se disponían a rezar. Y allí estaba, de pronto, al alcance de su mano, el santuario de los santuarios, la cuna de Mahoma, el corazón del islam. Yo mismo no pude contener la emoción. Agotado y enfermo como estaba, hice acopio de todas mis fuerzas para llegar con el mayor decoro posible hasta aquel recinto.
El jerife de La Meca salió a recibir la Camisa de la Kaaba, con mucha caballería, brillante cortejo, agudas trompetas y atabales que atronaban el desfiladero y los montes vecinos. Yo iba junto a Sidi Bey, quien me previno de no hacer caso alguno a los que porfiaban para darme hospedaje, porque él se sentiría muy honrado alojándome en su casa. Que la tenía, y muy amplia, junto a la montaña y las torres de vigilancia de aquella parte, no lejos de la que vio nacer al profeta.
Expuse allí a mi anfitrión el deseo de visitar al jerife, para preguntarle por los códices de Rubén Cansinos que le había enviado el imán de El Cairo. Sidi Bey me hizo ver que mi primer deber sería honrar la Kaaba, tan pronto como pudiera tenerme en pie. Y con ello y otras prevenciones, barrunté que tenía buen cuidado de que yo no me apartara de las normas que cabía esperar de un buen musulmán en lugar de tanto respeto. Pues era hombre muy observador y dudaba de que yo las conociera en todos sus detalles, aunque no me lo daba a entender por no ofenderme.
De ese modo, en cuanto nos hubimos instalado en su casa, hicimos una ablución general y nos encaminamos hacia el santuario, que estaba a corta distancia. El Haram era espléndido. Un grandioso patio se extendía ante nosotros, y en el centro se alzaba imponente el cubo, con su tela negra, impregnada de misterio. Revoloteaban a nuestro alrededor cientos de palomas, que pertenecían al jerife, y una inmensa muchedumbre de peregrinos lo llenaba a rebosar, gritando sus oraciones. Empezamos a dar las siete vueltas a la Kaaba, dejándola siempre a la izquierda, y gritando: «En el nombre de Alá. Alá es grande». Y aquel girar tenía algo de impulso milenario, que sujetaba el acontecer de los hombres alrededor del cubo, como si prolongaran el impulso del Universo todo. Se dice que el mundo se acabará cuando los hombres dejen de dar esas vueltas. Porque tal movimiento es reflejo del de las estrellas en los cielos.
Al aproximarnos hasta la Kaaba pude ver que la inmensa tela negra sólo dejaba al descubierto el zócalo del edificio, en cuyo ángulo oriental está incrustada la piedra oscura que según la tradición fue entregada a Abraham por el ángel Gabriel. Frente a ella se halla siempre apostada una guardia de eunucos negros, para protegerla. Cuando me llegó el turno de besarla, me estremecí al aproximarme. Su forma era la de un corazón, palpitante bajo la tela agitándose al viento, como si recibiera el latido de los miles y miles de fieles que se volvían hacia ella todos los días desde los cuatro puntos cardinales.
Nos llegamos luego al lugar de Abraham. Es éste un quiosco ligero con una cúpula de cobre, sostenido por seis columnas y protegido por una reja de hierro. Dentro se ve un ara de pequeño tamaño, donde debió de haberse realizado el sacrificio de su hijo, y la huella del pie del patriarca. Allí se reza otra jaculatoria antes de pasar al pozo Zemzem, cuya agua salvó la vida a Agar y su hijo Ismael cuando Abraham los arrojó de su lado por instigación de la esposa legítima, Sara. Los musulmanes creen que, cuando Agar vio el agua surgiendo de la arena, exclamó: «¡Zem, zem!», que significa «¡Alto, alto!».
Se bebe de aquella agua hasta más no poder, pues es fama que su efecto resulta benéfico para los fieles, mientras que cualquier infiel que la tome se ahogará sin remedio. Aunque a mí no me pasó nada. Se besa de nuevo la piedra negra, antes de abandonar el lugar por la puerta llamada de Saffa, cuidando de hacerlo con el pie izquierdo. Dicen que quien hace lo prescrito sale de aquel santo lugar como naciendo de las entrañas de su madre. Pero yo estaba exhausto, y rogué a los dos criados que me transportaban que evitasen el recorrido entre las colinas Saffa y Merua, como es costumbre, pues debe hacerse siete veces con paso ligero.