—Agua… Un poco de agua…
Mientras bebía, David Calderón se tentó los rasguños de la frente. Y empezó a recordar lo sucedido: la visita nocturna al palacio de la Casa de la Estanca, el callejón solitario bajo la lluvia, la puerta en tornada, el perro estrangulado, la habitación a oscuras y el cuerpo ensangrentado de Gabriel Lazo. Después, aquel tipo siniestro y el coche todoterreno que trataba de embestirle, la enorme rueda que giraba salpicándole los ojos de barro, la farola que se le vino encima, los cristales que estallaban junto a su rostro…
—¿Dónde estoy? ¿Qué me ha pasado?
—Poca cosa —aseguró el comisario—. Mucha sangre, algún coscorrón, pero nada importante. ¿Le duele?
—Las heridas, no. Me duele la cabeza. ¿No tendrán un calmante? Raquel le acercó una bandeja con comida.
—Empiece por estos calmantes. Luego le traeré una aspirina. Al incorporarse en la cama, se dio cuenta de los electrodos que tenía sujetos al cuero cabelludo.
—¿Qué es esto? —preguntó.
—Se los ha puesto el doctor Vergara.
—¿Y aquel hombre flaco, vestido de negro? —preguntó a la joven, mientras ésta le sujetaba la servilleta.
—Huyó en el coche. En cuanto me oyeron gritar, empezó a llegar gente, y se asustaron. Creo que dejarán para otro día lo de terminar de aplastarle la cabeza. Una lástima, porque a lo mejor conseguían meter en ella algo de sensatez.
—¿Por qué no nos dijo que iba a ver a Gabriel Lazo? —le reprochó Bielefeld—. Si no llega a ser por Raquel, que le siguió, ahora no lo contaría.
—Sabía que me ocultaba algo —añadió la joven.
—No podía decirles nada. La vez anterior en que le visité, Lazo me insistió mucho en que fuera solo, y si les hubiese visto a ustedes, habría desconfiado. ¿Está muerto, verdad?
—Acabaron con él a golpes —confirmó el comisario—. Seguramente intentaron hacerle hablar.
—¿Le mató ese hombre chupado, vestido de negro?
—El era uno de los que vi salir de la casa —aseguró Raquel.
—Pero no creo que fuese él —terció Bielefeld—. Ese hombre es un científico. Se llama Daniel Kahrnesky, alias El Topo. Acabo de recibir este informe.
Le enseñó una fotografía.
—O sea que contábamos con su ficha —dijo David—. ¿Por qué razón a mí me daba negativo en las consultas que hice a la Agencia?
—Porque es un «C—12». Los que tienen ese código están protegidos.
—Lo cual quiere decir que trabaja para ellos.
—Depende lo que entienda por «ellos». Desde luego, ha colaborado con la Agencia de Seguridad Nacional.
—¡Ese maldito Minspert! Él me aseguró que no había nada. —Kahrnesky también ha trabajado lo suyo con Israel.
—¿Con el Mossad?
—No. Es un colaborador del LAKAM, la Oficina de Enlace Científico del Ministerio de Defensa de Israel.
—¿Por eso lo llaman El Topo, porque es un enlace? ¿O por su aspecto?
—Cualquiera de esas razones valdría. Pero no, lo llaman así por el nombre del programa en el que trabaja: Túneles de la Mente.
—¿Qué diablos es eso?
—Ahora se lo explicará el doctor Vergara, que es quien ha estudiado esa parte del informe. Yo lo único que puedo decirle es que lo llevan muy en secreto. Kahrnesky es un intermediario, un coordinador científico. No creo que sea un matón. Recurren a él cuando hay cuestiones delicadas en las negociaciones políticas, o temas así. Es lo que en su jerga llaman «toma de decisiones en escenarios de incertidumbre».
—Escenarios en los que Kahrnesky desempeñará un papel esencial. ¿Me equivoco?
—Ha estado presente en todo el proceso preparatorio de la conferencia de paz. Dispone de muchos recursos y un equipo en el que hay un poco de todo: médicos, psicólogos, lingüistas, sociólogos, informáticos… Su especialidad son los estados alterados de conciencia. Eso es lo que le permite llegar más lejos que cualquier otro. Y lo que le hace tan peligroso si detrás de él hay alguien sin escrúpulos.
—Y por eso le encargaron que recuperara una información que andaba extraviada en el cerebro de mi padre.
—¿Qué clase de información? —preguntó el comisario.
—Quizá la misma que ahora tratan de averiguar sobre mi madre —añadió Raquel.
—Tiene que ser algo muy importante para ellos, a juzgar por cómo se han quitado del medio a dos testigos incómodos —afirmó Bielefeld.
—Tres —matizó David—. También han eliminado a Jonathan Lee, que estuvo con mi padre en la Agencia y en su hospital.
—Si han acabado con un ciudadano americano, eso quiere decir que no se van a detener ante nada… En fin, descanse un poco antes de que venga el doctor Vergara.
—¿Quiere algo más, señor Calderón? —le preguntó Raquel Toledano.
—Sí. Que no me llame «señor Calderón». Creo que va siendo hora de que nos tuteemos.
—No sé si sabré —rió ella—. Ya le había cogido gusto a lo de «señor Calderón por aquí, señor Calderón por allá…». Me sentía como en una de esas viejas comedias inglesas.
—Raquel…
—¿Qué sucede?
—No sé cómo decirlo…
—Pruebe a ser amable, para variar.
—Sólo quería darte las gracias. De no ser por ti me habrían aplastado la cabeza.
—Y Antigua habría quedado sepultada bajo una inundación de serrín… Descansa un poco.
John Bielefeld y Raquel Toledano acaban de salir del cuarto —informó el agente apartándose del visor telescópico del fusil—. Pero no consigo tener a tiro a ese maldito criptógrafo.
—Déjame ver… —le ordenó James Minspert—. ¿Cómo vas a darle a David Calderón, si tenemos en medio un árbol que tapa esa parte de la habitación? ¿Gutiérrez no ha sido capaz de conseguir algo mejor que este cuchitril?
—Es lo único que había libre, frente al hospital.
—Pues habrá que probar otros métodos —dijo devolviéndole el arma.
—Es imposible llegar hasta él. Han puesto vigilancia en todos los accesos y las enfermeras y personal auxiliar están controladísimos.
—Entonces hay que cortar ese árbol.
—Estamos en ello, señor. Pero tienen que hacerlo las brigadas municipales, para no despertar sospechas.
—Démosles un buen pretexto.
—Ya lo hemos hecho. Mañana estará completamente seco.
Aquel hombre chupado, Daniel Kahrnesky, que había estado rezongando todo el rato, estalló al fin, para decir:
—¡Mañana será tarde! En manos de ese neurólogo, habrán averiguado demasiadas cosas. Hay que hacerlo ahora.
Cuando Raquel y Bielefeld regresaron a la habitación de David, venían acompañados por el doctor Vergara y Víctor Tavera.
—¿Qué tal se encuentra? —le saludó el médico.
—Tengo la cabeza como una batidora.
—No me extraña, a juzgar por lo que ha quedado registrado aquí —y le mostró uno de sus gráficos, que David reconoció de inmediato. Su forma circular, el laberinto que recordaba las circunvoluciones cerebrales… Inconfundible.
—¿Cómo lo ha dibujado?
—No, yo no. Ha sido usted. Yo lo único que he hecho ha sido utilizar algunos programas informáticos para amplificar y procesar lo que sucedía dentro de su cabeza, y poder visualizar todo el proceso. Pura cartografía cerebral.
—Busque en mi ropa, por favor. Y tráigame unos papeles que llevaba en el bolsillo del chubasquero.
El neurólogo rebuscó en el impermeable y le entregó los sobados pliegos. David los hojeó, entregándole uno de ellos.
—Mire esto. Me lo prestó Gabriel Lazo, pero es de mi padre. Fue lo último que hizo.
El doctor Vergara lo puso junto a su gráfico cerebral, observó ambos dibujos en silencio, se los pasó a sus acompañantes y miró intrigado a David, antes de decirle:
—Creo que su mente está buscando lo mismo que la de su padre, a juzgar por los electroencefalogramas que le hemos hecho durante eso que ha tenido. Que no sé si llamar sueño, o cómo llamarlo. Mientras su cerebro generaba esas imágenes a través de los electrodos, usted habló, o farfulló, o algo así. Y lo hizo de una forma muy parecida a la señorita Toledano. Y a su madre. Y al Papa, y al delegado israelí. ¿No es verdad?
La pregunta iba dirigida a Víctor Tavera, que se encontraba a su lado. El ruidero asintió, extrañado:
—¿Qué sucede aquí? Llevo años grabando en esta ciudad sin que nadie me haga ningún caso. Y, de pronto, todo el mundo parece interesarse por mi trabajo.
—¿Quién más lo ha hecho? —se alarmó David.
—Ese tal Kahrnesky, por ejemplo…
—¿Usted también lo conoce?
—Yo le enseñé la fotografía —aclaró Bielefeld.
—Ese tipo vino a verme al estudio, al sótano donde estuvieron ustedes el otro día —continuó el ruidero—. Con dos matones. Empezaron a registrarlo todo. Me amenazaron. Pero en ese momento llegó mi hijo Enrique y anunció que el comisario estaba aparcando el coche y se disponía a entrar. Entonces abandonaron el lugar a toda prisa.
—Suponemos que buscaban las grabaciones de la Plaza Mayor, y quizá también las de Sara —sugirió Bielefeld.
—Pero ésas ya las tienen ellos, ¿no? Quiero decir, las del Papa —precisó David.
—El comisario se refiere a las grabaciones que vengo haciendo en la Plaza Mayor desde hace años. Y a las de Sara aquí, en el hospital, cuando me llamó el doctor Vergara para que registrara sus farfullos. Los primeros síntomas.
—Le he insistido a Víctor en lo delicado de nuestra situación —añadió Bielefeld—. Si pudiéramos comparar esas primeras grabaciones de Sara aquí y las que se oyeron durante el discurso del Papa en la Plaza Mayor, probaríamos que es ella quien habla, y nos dejarían entrar ahí abajo, por ese maldito agujero. Es que, si no, nadie nos va a creer…
—Supongo que lo del Papa ya lo habrán analizado otros con más medíos que yo —se interesó Tavera.
—Desde luego, pero quienes han examinado esta cinta en mi país no tienen ni idea de lo que significa esa plaza. Usted sí —le aclaró el comisario.
—Fue Sara quien me advirtió —dijo Víctor—. Ella fue la única que se dio cuenta de que la Plaza Mayor tiene un ruido de fondo regular y modulado, casi imperceptible, porque es de muy baja frecuencia. Y porque, además, se extiende por toda la ciudad, de manera que uno se acostumbra a él y cuesta localizarlo. Sin embargo, sale de la plaza. Sara pensaba que la gente no lo escucha, pero lo oye. Sobre todo cuando están durmiendo.
David recordó lo que le había dicho el informático de la Sección de Señales Especiales de la Agencia: «Aquí hay un patrón fijo, algún tipo de lenguaje». De manera que preguntó a Tavera:
—¿Se le ocurre alguna explicación?
—Si yo fuera más crédulo, le hablaría de psicofonías. Son repliegues de energía sonora. En circunstancias normales, se dispersa sin dejar ningún registro. Pero cuando una gran masa de gente está sintonizada en la misma onda, la sobrecarga de energía psíquica hace que se concentre en lugares especiales, que actúan como condensadores. Dicen que la Plaza Mayor es uno de ellos.
—¿Las grabaciones que usted ha oído coinciden? Me refiero a las de Sara y Raquel Toledano en esta Unidad de Sueño, la del discurso del Papa y la del delegado israelí en la conferencia de prensa.
—Punto por punto. La única diferencia es que la del Papa y la conferencia de prensa se oyen a través de unos resonadores. Quizá los tubos acústicos que comunican la plaza con los subterráneos. La señorita Toledano ha reconocido su propia voz en la grabación, aunque no tiene ni idea de lo que dice. ¿Quiere oír la de usted?
—Por favor.
—Preste atención —le pidió Tavera pulsando el arranque de la grabadora, de la que no tardó en salir una secuencia de sonidos que ya empezaba a resultarle familiar:
—Et em en an ki sa na bu apla usur na bu ku dur ri us ur sar ba bi li
.
Tras ese balbuceante comienzo, no tardaba en alcanzar un estado más reposado, menos abrupto:
Ar ia ari ar isa ve na a mir ia i sa, ve na a mir ia a sar ia
.
—¿En qué lengua estoy hablando? —se preguntó David.
—Yo diría que no está hablando —precisó Tavera—. Es más bien una letanía, como si estuviera recitando o cantando.
En efecto, las sílabas, antes más dispersas, se habían agrupado de una forma rítmica:
—Aria ariari isa, vena amiria asaría
. —¿Cree que estoy cantando?
—Algo así —intervino el doctor Vergara—. Desde luego, es un nivel más profundo de su actividad cerebral. La música se cuenta entre lo último que queda de una persona cuando otros sistemas de comunicación se han deteriorado o bloqueado. Fíjese si será profundo ese nivel que hay quien piensa que los patrones musicales están basados directamente en los del ADN del genoma.
La cantinela que salía del altavoz repetía una y otra vez, de forma clara, alta y perfectamente vocalizada, y a un ritmo monocorde:
Aria ariari isa, vena amiria asaría
.
—Hay una posibilidad: glosolalia —dijo Tavera. Y, sintiendo que invadía competencias ajenas, consultó a Vergara con los ojos, en busca de su aprobación. El médico le indicó que continuara.
—¿Glosolalia? —trató de confirmar David.
—Sí. Lo que se llama comúnmente «don de lenguas». Cuando alguien arranca a hablar en una lengua que ni siquiera conoce. O que creía no conocer. Me han llamado para hacer grabaciones alguna vez. He oído a gente totalmente iletrada entrar en trance y hablar o cantar durante horas en versos perfectamente medidos y ritmados, de una manera rápida, regular, perfectamente uniforme, de un modo que era imposible que fuese premeditado. No había truco.
—Las mujeres son más propensas —refrendó el doctor Vergara—. Y cuando entran en trance se bambolean y bailan girando en el sentido de las agujas del reloj, lo que indica que el impulso motor procede del hemisferio derecho.
—Como en la Plaza Mayor —dijo Raquel.
—Algunas de las grabaciones están hechas allí —la informó Tavera.
—No me refería sólo a eso —continuó la joven—. Cuando usted hablaba del giro en el sentido del reloj, me acordaba de la rotación de las mujeres en la plaza, enfrentadas a los hombres, que dan la vuelta en sentido contrario.
—Yo siempre he creído que tenía algo de baile —aseguró el doctor Vergara—, una de esas contradanzas en las que los chicos y las chicas giran en distinta dirección llevando de la mano unas cintas, que se van trenzando en torno a un tronco puesto en el centro. La danza de la vida, como si dijéramos: el ADN abriendo y cerrando sus cremalleras para hacer copias y reproducirse.
—La glosolalia también suele tener esa dimensión colectiva —dijo Tavera—. Es un fenómeno que se produce en momentos dramáticos o muy intensos, o en oficios religiosos bajo la dirección de un líder carismático que llega a crear un ambiente rítmico determinado. Lo del ritmo es clave.