La llave maestra (58 page)

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Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Intriga

BOOK: La llave maestra
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En cuanto a Raquel, su presencia quedaba descartada, entre otras muchas razones por la animosidad que aquel hombre sentía contra los Toledano. Tenía que volver a aquel caserón, aun a riesgo de ser inoportuno. Y tenía que volver solo.

Se asomó a la ventana. Caía el sol, se estaba yendo la luz y había empezado a llover. Escribió una breve nota, la metió en un sobre junto con una de las copias del CD, se puso un chubasquero, dobló cuidadosamente los pliegos milimetrados que le había prestado Lazo y los metió en el bolsón del impermeable.

En la recepción del hotel, dejó el sobre con el CD a la atención de Raquel Toledano y la otra copia en la caja fuerte.

Pero ahí acabaron sus precauciones. Las prisas por coger uno de los taxis que esperaban a la puerta le hicieron bajar la guardia. No se fijó en que alguien controlaba sus movimientos en el vestíbulo, y que le seguían.

Bajó del taxi a la entrada del sombrío y embarrado callejón. Avanzó entre los edificios en ruinas que flanqueaban el camino hacía la Casa de la Estanca, sujetos con un andamiaje de tablones para evitar que sus fachadas se desplomaran. Miró alrededor edificio por edificio, y continuó teniendo la sensación de que le vigilaban.

A medida que se acercaba al fondo, donde se encontraba el palacio, éste empezó a reclamar toda su atención. Sobre todo, cuando vio que la puerta estaba entornada. Una señal nada tranquilizadora, sabiendo el gran número de cerrojos con que se atrincheraba Lazo. Apresuró el paso entre los charcos.

Cuando se aproximó, no le cupo ninguna duda. La puerta estaba abierta. Subió en cuatro zancadas la escalera que conducía hasta la entrada. Ingresó con precaución en el largo pasillo. Las habitaciones que se alineaban a uno y otro lado estaban cerradas, y en él reinaba una oscuridad casi total. Buscó la llave de la luz y la pulsó varias veces, pero no sirvió de nada. Quizá se había ido con la tormenta. Al fondo, se adivinaba, más que verse, el salón donde lo había recibido Gabriel Lazo. El silencio era absoluto. Se acordó del perro, y le extrañó no oír sus ladridos.

Dudó entre moverse sigilosamente o gritar su nombre. Optó por lo primero. Creyó escuchar algo en el salón del fondo. Se quedó completamente inmóvil. Pero no oyó nada. Sólo el ruido de la lluvia golpeando en los cristales. Se encaminó hacia allí por el largo pasillo. Despacio, conteniendo la respiración, atento al menor ruido que pudiera apreciarse en el resto de la casa. Ahora pasaba por delante de una de las habitaciones en las que había entrado Lazo, en busca de las fotografías. Trató de reconstruir los movimientos del hombre en aquella ocasión, pero no logró recordar nada que le fuera útil en ese preciso instante.

Siguió adelante. Empezaba ya a percibir algunos matices dentro del salón, formas borrosas. Un hilillo de luz se colaba a través de la persiana de madera mal encajada que daba al patio trasero, y vio en el sofá una mancha blanquecina. A medida que se acercaba empezó a identificar algunos de los ruidos. Se colaban a través de la ventana. Venían del patio que Lazo utilizaba como corral. Debían de ser las gallinas.

Al fin llegó al salón. Y allí pudo comprobar por qué no había ladrado el perro. Estaba en el sofá, con la lengua fuera, espuma en la boca y un alambre al cuello. Estrangulado.

Ni rastro de Lazo.

Le pareció oír un ruido en una de las habitaciones. Las malditas habitaciones. Tendría que registrarlas, una por una. Vio una linterna sobre el televisor. Comprobó que funcionaba. Salió al pasillo, con ella como única arma. Era un error empezar el registro por el primer cuarto: demasiado previsible. Pero eso fue lo que hizo. Abrió con precaución la puerta, forzándola hasta la pared, por si alguien se hubiese ocultado detrás. Estaba casi vacía, sólo una cómoda desvencijada y una cama sin colchón, con un somier desnudo y baldado. Se oía el zumbido de una mosca y sus cabezazos estrellándose contra los cristales, de donde colgaban los restos de otros insectos en las tupidas telarañas, que se perfilaban al trasluz azulado del haz de la linterna.

Se detuvo ante la siguiente habitación. Comprobó que se encontraba llena de trastos y papeles. Seguramente había sido allí donde entró Lazo la noche de su anterior visita. Fue esta convicción lo que le empujó a registrarla. Debería haber tenido la precaución de no entrar hasta el fondo, quedándose en el quicio y bloqueando la puerta. O haberse asegurado de abrirla por completo. Pero de todo esto se dio cuenta demasiado tarde. Tropezó con un obstáculo y cayó de bruces, en su interior. Gateó, buscando la linterna, que se había apagado con el golpe. No lograba encontrarla. Tanteó con la mano lo que parecía una mesa, y se metió bajo ella. Se sobresaltó al oír cómo se cerraba la puerta tras él, y se dio un fuerte golpe contra la mesa al alzar la cabeza.

Oyó cómo alguien cerraba con llave. Y luego escuchó unos pasos, alejándose. Parecían corresponder a más de una persona. Se oían en dirección a la calle, bajando luego las escaleras. Salió de debajo de la mesa e intentó incorporarse. Tropezó de nuevo con el mismo obstáculo. Tanteó con el pie. Era un cuerpo humano. Siguió tanteando con el pie, hasta encontrar la linterna.

La encendió. Y entonces lo vio. A Lazo. Con la cabeza en medio de un gran charco de sangre. Muerto, sin duda.

Cuando pudo forzar la puerta y salir al pasillo, le pareció que alguien abandonaba la casa a toda prisa. Sin pensárselo dos veces, corrió en su persecución. Al llegar a las escaleras exteriores, miró en todas direcciones. Alcanzó a ver al fugitivo, que desaparecía chapoteando en uno de los edificios en ruinas que flanqueaban el callejón.

Fue tras él. Y al llegar al último bloque, se lo encontró. Allí estaba aquel hombre delgado, vestido de negro, que se había encontrado en la conferencia de prensa, en el convento de los Milagros y en el hospital. El criptógrafo se abalanzó contra él. Pero no fue muy lejos. El hombre se apartó, y un coche entró en el callejón. Tan pronto enderezó la dirección, enfiló contra David a toda velocidad. Un todoterreno. Un verdadero tanque.

Pudo esquivar la primera acometida. Se lanzó a un lado y empezó a rodar sobre el barro, hasta refugiarse tras las zapatas que sujetaban los tablones del andamiaje de una fachada en ruinas. Para cuando se hubo incorporado, el coche ya daba marcha atrás, intentando arrollarlo de nuevo. Se llevó por delante varias de las zapatas, el apuntalamiento se tambaleó y la fachada empezó a desplomarse sobre David, en medio de una gran nube de polvo.

Hubo de protegerse la cabeza con los brazos para evitar que le golpearan en la cabeza los escombros que cayeron sobre él. E inmediatamente, aprovechando la confusión y la falta de visibilidad, se situó en el otro lado, protegiéndose tras una farola. El todoterreno no tardó en ir de nuevo por él, embistiendo ahora de frente. Ante su sorpresa, no dudó en arremeter contra la farola, que empezó a doblarse. Y David, que había retrocedido ante aquel movimiento inesperado, cayó hacia atrás, rodando por tierra. La farola se partió y la cabeza de hierro forjado cayó contra la suya.

Apenas alcanzó a percibir un fortísimo estruendo, el ruido de cristales que se quebraban en multitud de fragmentos. Los ojos se le nublaron debido a la sangre, y le pareció oír los gritos de una mujer que increpaba a los ocupantes del coche. El conductor aceleraba para superar el obstáculo de la farola tumbada en el suelo y rematarle, pasándole por encima. David sintió el tufo acre de los gases del tubo de escape, forzado por los acelerones, y vio cómo las enormes ruedas se aproximaban hacia su cabeza. Luego esta imagen se debilitó, bañada en el rojo de la sangre, mezclada con el barro que le salpicaba la cara. También se debilitaron los ruidos del motor del coche, los gritos. Y cayó en la más absoluta oscuridad.

LA ÚLTIMA MISIÓN

C
uando ese día se abre la puerta de la celda, a Randa le basta con ver a Artal de Mendoza para calibrar la situación. Apenas puede disimular el insoportable dolor que le provoca el pinzamiento del muñón al que sujeta su mano postiza. Según los cálculos del prisionero, el mecanismo del escape ha seguido actuando como un cepo, apretándose más y más cada vez que su portador lo fuerza, hasta atenazarle por completo. Hay un callado duelo de miradas entre ambos. Finalmente, el carcelero desvía sus ojos malhumorados y cierra la maciza hoja metálica.

Repara entonces Raimundo en la sonrisa cómplice de su hija, que le dice al oído:

—Padre, ya tengo ese diseño de la llave maestra de Juanelo.

—¿Te lo dio Herrera?

—El me lo dio.

—El tiempo apremia. Sabes lo que tienes que hacer, ¿verdad?

—He empezado a trabajar en el telar. Ahora, seguid con vuestro relato, o seréis vos quien no concluya.

—¿Qué puedo decirte? Cuando salí desde Alejandría hacia El Cairo no podía apartar el pensamiento de Rebeca y de ti, de quienes me alejaba una vez más. Aunque me tranquilizaba un tanto saber que navegaba hacia aquí el mensaje que yo acababa de entregar a aquel pobre ciego que cantaba por calles y plazas.

En esa confianza, he de admitir que El Cairo me deslumbró. Estaba tan bien iluminado que resplandecía de noche. Yo debía visitar la más antigua de sus mezquitas, donde habían ido a parar los libros de la antigua biblioteca de Rubén Cansinos, regalados por Maluk a un visir que, al parecer, no era muy aficionado a ellos.

Se hallaba este templo en la ciudad vieja, que llaman Al Fustat, y había sido levantado a imagen del Haram de La Meca, pues se enorgullecían de sus vínculos y privilegios con aquel lugar, de cuya jurisdicción espiritual dependían mucho más que del propio visir. Me informaron que el imán situado al frente de él era de los de mayor conocimiento y teología. Iban muchos a consultarle sus cuitas, y de ordinario él andaba en gran faena. A ello se añadía en esos momentos un trabajo que debía acabar a plazo fijo, por lo que verle resultó en extremo dificultoso. Sólo logró este milagro el firmán extendido por Alí Fartax, a modo de carta de recomendación. Y con todo, hube de insistir durante cinco días.

En este tiempo, vi despedir a gran número de los que pretendían ser recibidos, y sólo uno de aquellos visitantes perseveró, acudiendo jornada tras jornada. Pude comprobar que se trataba de un hombre de rango y, a pesar de ello, humilde. Pues nunca alzó la voz ni gritó a una especie de portero malencarado que le negaba el paso, aun cuando llevaba más de una semana esperando audiencia.

Antes bien, se mostró muy cortés conmigo. Todas las mañanas, sin faltar una, llegaba un muchacho con un saco, del que extraía dos piezas de terracota ligera, las ajustaba una encima de la otra, llenando la de abajo de carbón vegetal, hacía fuego y preparaba un café verde con cardamomo, muy espeso y sabroso. Y al que insistió en invitarme, para hacer más tolerable la espera. Esto me dio confianza para preguntarle, al cabo, por las razones de su perseverancia y el objeto de su visita:

—Me llaman Sidi Bey at Tayir, y soy el armador de un barco que espera en el puerto de Suez, para llevar a La Meca un flete muy preciado, que deben entregarme en esta mezquita. Pero al parecer no está aún listo, por lo que no podemos partir. El muchacho que viene todas las mañanas es mi hijo Mehamat. Él ha nacido en Estambul, donde tengo un establecimiento para tomar café, pero yo soy natural de Moka, y utilizo la nave para el transporte.

—¿Tanto negocio es el café? —me asombré.

—Está de moda. Los peregrinos turcos lo han llevado a su país desde La Meca, donde abrí mi primer establecimiento para tomarlo.

—¿Cómo pensáis llegar hasta allí?

—Una vez en Suez, navegaremos hasta el puerto de Yidda, desde donde nos dirigiremos por tierra hasta la Ciudad Santa. Pero antes de emprender el viaje me gustaría «dar unas puntadas», y ésa es la razón de mi insistencia en ser recibido por el imán de esta mezquita. Iba a preguntarle qué quería decir con «dar unas puntadas», cuando aquel portero o acólito del templo me anunció que podía pasar.

—Pero este hombre está antes que yo —dije, señalando a Sidi Bey.

—¿Deseáis ser recibido, o no? —me preguntó aquella especie de sacristán o sabandija.

—Claro que sí —repuse—, pero no robándole el turno a este hombre.

El forastero se volvió hacia mí, y expresando su gratitud con la mirada me dijo:

—No os preocupéis. Seguiré esperando.

Una vez en presencia del imán, le expliqué el motivo de la recomendación de Fartax y le puse al tanto de los códices que andaba buscando. Movió la cabeza con contrariedad, para anunciarme:

—Es gran lástima que no vinierais antes. El comerciante Maluk partió hace tiempo de vuelta para Fez, después de entregarme esos libros por indicación del visir. Y se va a cumplir casi un mes desde que yo los envié a mi vez al jerife de La Meca.

Mi primer impulso consistió en una mezcla de desesperación y profunda cólera, al ver que de nuevo se alejaban de mí aquellos indicios que venía persiguiendo como una quimera. Luego experimenté una extraña impresión, la de estar ingresando en una trama o urdimbre cuyo fin y sentido se me hurtaban, pero que mis interlocutores, de algún modo, parecían dar por supuestos. Logré contenerme y, disimulando mi despecho, enseñé al imán algunos trazos como los del laberinto, que llevaba dibujados en un papel, preguntándole:

—¿Habéis encontrado dentro de esos volúmenes un gajo de pergamino de forma triangular, con un diseño como éste?

—En efecto —respondió sin la menor sombra de duda—. Y ésa fue la razón de enviarlos a La Meca.

—¿Pues cómo? —dije sorprendido.

—Porque sus formas me parecieron en todo semejantes a las que se conservan allí, dentro de la Kaaba.

Aquello todavía me asombró más. Sin embargo, resultaba plausible. Recordé nuestra estancia en Jerusalén y mi visita al Harán de la Cúpula de la Roca y al Pozo de las Almas, donde a través de un agujero yo había atisbado durante unos segundos las mismas formas de aquel laberinto. ¿Qué escritura o trazos eran aquellos? Muy importantes debían ser, para estar preservados en algunos de los santuarios más venerados por los creyentes. Y así lo confirmaba la historias de Azarquiel, el hombrecillo que había excavado en el corazón de Antigua siguiendo la pista de aquel pergamino tan ansiado por Al Hakam II e Ibn Saprut para su biblioteca de Córdoba. Todos ellos parecían haberse convertido de algún modo en instrumentos de aquel laberinto, enredados en las trazas de un designio superior.

Pero lo que más me turbaba era el barrunto de haberme convertido en un eslabón de aquella cadena, desde el momento en que Moisés Toledano nos había entregado a Rebeca y a mí los once gajos. O quizá desde mucho antes. Todo esto pasó por mi cabeza antes de decir al imán:

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