—Oled —dijo.
Al hacerlo resbaló la toalla, quedando completamente desnuda. Nunca creyó que pudiera haber un cuerpo tan grácil, esbelto como un junco, con la piel dorada, luminosa, del color de la arena. Los pechos, prietos y redondos en torno a unos pezones en sazón, mostraban que estaba ya lejos de ser una niña. Y se movía con una cadencia que fluía de ella sin esfuerzo, una armonía que sólo había visto en las mujeres acostumbradas desde niñas a llevar el cántaro a la cintura. Se turbó al verla así, y le pidió que se vistiese.
Ella se cubrió, sin ocultar su decepción.
—Como queráis, soy vuestra esclava —rió.
—Eres libre. Sólo te pido que me conduzcas hasta Rubén Cansinos. Luego podrás hacer lo que te plazca. Ése es el trato.
—Os llevaré a él. Conozco esta ciudad como la palma de mi mano.
Recuerda Randa que lo tomó primero a broma, una muestra más de aquel desparpajo adolescente de la muchacha. Sin embargo, pronto pudo comprobar que no había exagerado ni un ápice. Se movía como una anguila por la medina, sin perderse nunca en aquellos laberintos. Sólo por eso habría merecido tenerla al lado de uno.
Pero había más. A pesar de toda aquella atropellada vida de zoco y tenderete, se adivinaba en la joven algo profundamente oculto, íntimamente desconocido, secreto y del todo inocente, que no había sido corrompido si siquiera en sus más exuberantes atributos de mujer. Por desgracia, él no alcanzó a entenderlo hasta que fue demasiado tarde. Le desorientó que ella careciera de cualquier sentido del pecado en relación con su espléndido cuerpo. Eso era lo que más le turbaba en el trato con Tigmú. Y lo que le impidió entender que para la muchacha aquello nunca fue un simple juego. Que había en ella una desesperada búsqueda de afecto, y que su tenaz persistencia para entregársele era el modo de decirle que estaba dispuesta a todo con tal de lograr el suyo.
Vuelve Raimundo de estas cavilaciones y repara en el semblante de Ruth, que está esperando a que prosiga su narración.
—Te decía, hija, que en un principio pensé que aquella muchacha mulata más iba a servirme de estorbo que de ayuda. Pero ella estaba muy familiarizada con la ciudad y prometió que me llevaría de inmediato ante Rubén Cansinos.
Salimos un día de la posada con esta intención y, tras un largo trecho, llegamos ante un disparatado edificio. Era en su aparejo suntuoso. Pero estaba tan descuidado que no se entendía muy bien qué cosa era aquello, ni cuál su propósito. Me explicó la joven que se había construido para palacio de una de las concubinas del rey, a quien su madre conocía, por ser ésta gran cortesana y tener el camino expedito a harenes y divanes. Pero que el monarca, hombre dado a la bebida, estaba un poco achispado cuando lo inauguró, y al despedirse felicitó a su visir y al arquitecto «por este hospital tan necesario al reino». Ésas fueron sus palabras. Y como un soberano nunca se emborracha, y mucho menos se equivoca, pues hospital se quedó.
Ahí le encontramos.
Me explicó en su desgastado ladino, que las cigüeñas se emparejaban de por vida, y que al llegar el buen tiempo regresaban al mismo nido, que éstas tenían en España. Comprendí que su mundo se había detenido con la expulsión. Que seguía pensando como si estuviera «allá arriba», y fuera y viniera con aquellas aves. Que su memoria estaba tan roída por el recuerdo de Sefarad como las paredes del hospital por la lepra del salitre que las desconchaba.
Por lo demás, no me pareció que su mente flaqueara demasiado. Me contó que había tenido gran biblioteca, en la que llegó a contar con algunos volúmenes rescatados de las de Córdoba, y en particular la que mantuvieron el califa Al Hakam II y su canciller Ibn Saprut. Nombres ambos que había mencionado Moisés Toledano en Tiberíades, al entregarnos a su sobrina Rebeca y a mí los once gajos del pergamino, y contarnos su historia.
—Todo eso se va perdiendo con los nacidos aquí, a quienes ya no interesan los recuerdos de allá —añadió—. Se dice que en tiempos las costas de España se hallaban tan cerca de las de África que estaban unidas por un simple puente de piedra, por el que pasaban las caravanas que iban de un país a otro. Luego subió el nivel de las aguas y quedó sumergido. Pero los marineros aseguran que aún se puede ver con la marea baja.
Me dio a entender que ahora sólo podía mantener relación con todos aquellos lugares a través de las cigüeñas. Así esperaba la muerte.
—Tendríais que verlas cómo llegan de allá arriba cuando el estrecho de Gibraltar no les es propicio —suspiró—. Vienen agotadas. Tanto, que cierran los ojos y no los abren en horas. Cuido de las cigüeñas enfermas, y les doy sepultura llegado el caso. Muchos dejan donaciones para que así se haga, por creer que traen buena suerte. Piensan que son personas que toman esa forma cada año para regresar, recobrando luego la suya humana. Por esa razón se consideraría un criminal a quien matase a una de estas aves. Llegado febrero marchan hacia el norte. Sin embargo, sus nidos permanecen intactos. Y al volver cada cual reconoce el suyo.
Al edificio le dieron por ello dicho uso, aunque no sólo ése, sino que también servía para otros, como encerrar a los locos. Vi que las camas de éstos eran sólo paja molida, y que les escatimaban la comida, pasando por sus yacijas durante el reparto como gato por brasas. Y el resto del tiempo se la guardaban a mazo y escoplo. Lo cual hacía penoso contraste con la prosopopeya del edificio, que era gran casa aquélla, con un enorme patio, donde Tigmú dijo a un guardián que parecía conocerla bien:
—Venimos a ver a Calambres.
Nos dejó el paso expedito. Al cruzar el patio escuché un extraño ruido, como un castañeteo, que descendía desde lo alto de los tejados, sin acertar su causa. La muchacha se encaminó hasta un soportal y gritó en dirección a un anciano con una gran ave en el regazo. Tenía el rostro anguloso y la barba tan cana como las plumas de aquella ave, que se dejaba hacer sin apenas mostrar señal de inquietud. Parecía estar curándole una pata. Labor dificultosa de por sí, que se complicaba por las convulsiones de sus manos, a las que debía su apodo de Calambres. La soltó al ver a Tigmú, pero el animal apenas si se alejó de su lado.
La muchacha se llegó hasta él y le saludó con particular afecto. Noté que el anciano estaba paralítico de las piernas. Ella le explicó el objeto de mi visita. Por el modo en que habló con él comprendí al punto que Calambres no era otro que Rubén Cansinos. Traté de disimular mi emoción: allí estaba, al fin, el último Juramentado. Nunca habría dado con él sin la ayuda de Tigmú, pues fuera de aquel lugar todo el mundo parecía haberse desentendido de su existencia, y dentro de aquel recinto no conocerían su anterior nombre.
Pero pronto hube de volver a la realidad para preguntarme de qué me serviría hablar con él, si le habían encerrado por loco. Noté su voz cascada, rota por un cansancio infinito, cuando, tras explicarle lo que me traía ante su presencia, dijo:
—¡Cuánto habéis tardado! Me temo que llegáis demasiado tarde. Esa parte de mi vida ha muerto, y sólo a través de ellas he mantenido algún contacto con allá arriba.
Y al decir «ellas» señalaba hacia el ave que tenía en su regazo en el momento de nuestra llegada, y que ahora se había apartado un poco, pero allí seguía, aliñando sus plumas con el pico.
—Es una cigüeña, ¿no es cierto? —pregunté.
—No una cigüeña cualquiera. Es Susana. Y aquellas Cristina y Víctor, y esa otra Perla, con señas iba señalando, hacia lo alto del tejado, a las parejas que crotoraban en sus nidos—.
Por esas y otras razones que expuso, me pareció este hombre el más cuerdo del mundo. Y la prueba fue que, a pesar de la atención que yo le prestaba, debió de leer la ansiedad en mi rostro, y no tardó en añadir:
—Pero otros son los asuntos que os traen hasta aquí, ¿verdad?
No me hice de rogar. Saqué el cuchillo, eché mano de mi cinturón y lo descosí para recuperar los once gajos del pergamino que había escondido dentro. Se los mostré, extendiéndolos delante de él, y le expliqué cómo los había conseguido.
—Ya comprendo —dijo—. Os falta el último gajo, el mío. Pero no lo tengo. —Y al apercibirse de mi decepción, añadió—: Estaba cosido a las guardas de uno de los códices que me arrebató ese comerciante, Maluk, junto con el resto de mis bienes, cuando consiguió que me declararan loco y me encerraran aquí, para ensanchar su casa a costa de la mía. Apenas pude salvar la ropa que llevaba puesta. Y sólo haciendo que se olvidaran de mí he podido conservar la vida.
—¿No recordáis el título de ese códice? —le rogué tomándole de la mano.
Negó con la cabeza. Procurando no dejarme ganar por la desesperación, señalé los once fragmentos del pergamino que obraban en mi poder y añadí:
—Sois el único superviviente que consiguió ver los doce gajos juntos, antes de que los Toledano los dividieran a causa de la expulsión de 1492. ¿Cómo era este pergamino cuando estaba entero?
—Cuadrado.
Tomé los once gajos, y los uní de manera que formasen un cuadrado.
—¿Así? —le pregunté.
Lo examinó un largo rato, y al cabo hubo de admitir:
—No lo sé.
Repetí la operación una y otra vez, en distintas combinaciones, siempre con el mismo incierto resultado.
—Para encajarlos habría que saber leerlos —dijo el anciano.
—¿Esto es escritura?
—Lo es, aunque sólo el rabino Toledano sabía descifrarla. Por lo que oí, es un arte que procede de Mesopotamia, y que muy pocos calígrafos conocen hoy en día. Quizá allí, o en La Meca…
—Pero eso queda muy lejos.
—Allí dicen que están los mejores calígrafos —insistió Cansinos.
—Tengo entendido que, antes de cortarlo en doce gajos, unos albañiles moriscos dejaron señales en algunos edificios, indicando por dónde se entraba a los subterráneos. ¿Qué marcas son ésas?
—No tienen la misma forma que este laberinto, aunque dicen lo mismo. Esas señales están puestas de manera más sencilla, y en ladrillo. Oí decir que todos los edificios así marcados en Antigua estaban unidos por debajo mediante un pasadizo que iba a dar a un gran pozo, por el que se entraba hasta el tesoro. Y que dicho pozo contaba con varios pisos y salas en su interior, algunas de ellas habitables. Pero tan confusas en su disposición, y tan ramificadas, que los que entraron casi nunca acertaban a salir. Y que en ese pergamino estaba el único modo de no extraviarse. De manera que es necesario para reconocer las entradas, para no perderse una vez dentro, para conjurar los peligros que allí aguardan, y para encontrar luego la salida.
Me quedé admirado con todo aquello. Le pregunté entonces por la Crónica sarracena que se había utilizado para encuadernar aquellos códices de su biblioteca.
—No lo sabía. Yo los compré con esa encuadernación —confesó.
Su extrañeza ante lo que le conté fue tan sincera que le creí, y me limité a explicarle que debería esperar el retorno de Maluk de El Cairo, para averiguar el paradero de aquellos libros, ya que no podía regresar a España sin la Crónica.
Mientras volvía con Tigmú a la posada, confuso y agotado, reparé en lo arriesgada que sería aquella espera. Había ido dejando por todo Fez rastros de mi interés por unos volúmenes capturados por naves españolas. Recordé las advertencias del librero Muley Idris, y decidí llevar una vida lo más discreta posible, hasta el retorno de Maluk.
Y al llegar aquí calla Randa de nuevo. Pues nada de lo que entonces sucedió puede contárselo a su hija. Y hasta a él le duelen los recuerdos al evocar aquellos días, en que le atenazaba la tensión de la espera y tantos sentimientos encontrados. ¿Cómo relatarle a Ruth lo que pasó entre él y Tigmú?
Cuando esa noche llegó a su habitación, y se dispuso a acostarse, no contaba con la vitalidad de la muchacha, exultante por haber conseguido aquel encuentro con Cansinos que tan dificultoso se presentaba hasta entonces. Tampoco podía él concebir la naturalidad con la que Tigmú se metió en su cama, sin hacerle ningún caso cuando le dijo que saliera de ella. Tuvo que sacarla a rastras, y llevarla a su propia esterilla, desde donde se dedicó a mascullar extrañas palabras que debían de ser, como poco, maldiciones e insultos en el idioma de su madre. Sólo calló cuando él le lanzó sus dos sandalias, una detrás de otra.
No tardó en deducir qué es lo que le había llamado en sus insultos. A la mañana siguiente salió al mercado, de buena mañana, para comprar algo que comer. Pero no sólo trajo comida, sino un muchacho. Era un guapo chico, más o menos de su misma edad, y creyó al principio que era un amigo que Tigmú había encontrado. Se equivocaba.
—Es para ti —le dijo, con un burlón gesto de desprecio. Y se dio una significativa palmada en el trasero.
—Escucha, Tigmú —le dijo, llevándola aparte—, no me gustan los hombres.
—Entonces, ¿qué es lo que te pasa conmigo? ¿Qué te sucede?
—Tengo mis razones —se escabulló él.
Sus razones eran el recuerdo de Rebeca, sus ojos turquesa que le perseguían por todas partes y llenaban sus sueños, poblándolos de deseo, y tan vívidos que era como dormir con ella al lado. Además, Tigmú le parecía tan tierna que le daba reparo. «Apenas es una chiquilla», se decía tratando de convencerse a sí mismo.
Pero la mulata parecía de muy distinta opinión.
—¡Tus razones! —dijo ella frunciendo los labios con desdén—. Dame unas monedas. Esta tarde voy a ir al hammam. Quiero bañarme, y he de comprar jabón y perfumes.
Por si no tenía bastantes preocupaciones, allí estaba Tigmú. Y dependía de ella y de su discreción, al menos hasta que Maluk regresara de El Cairo. De manera que le dio el dinero, con tal de que le dejara en paz. No conocía su tenacidad.
Volvió, fresca y olorosa. No venía sola. Esta vez traía una muchacha, un poco mayor que ella. Y blanca.
—Es la muchacha más blanca y bella que había en el hammam. La he elegido para ti —fue toda su explicación.
Las dos se reían con complicidad.
—Escucha, Tigmú, no es eso. Tú eres más hermosa —le dijo. Y no era sólo un cumplido.
—Bueno —reconoció ella—. Quizá no me haya traído a la más bella que vi allí. No quería que lo fuera más que yo. Pero sí que es más blanca. ¿No es eso lo que quieres? ¿Pálidas, descoloridas?
Por toda respuesta, Randa se encerró en su habitación, mientras ella peroraba a sus espaldas. Oyó luego de nuevo las risas de las dos muchachas, cuando entraron más tarde y se llegaron hasta la cama de Tigmú. Se rieron toda la noche, mientras yacían juntas. Y no sólo se reían. Le pareció oír jadeos, sin saber muy bien si eran de veras o para burlarse de él.