Y el ex soldado se ha encogido de hombros. Sin embargo, cuando Pacheco le da la espalda y se aleja, Rafael puede ver desde su escondite cómo alza el puño y le amenaza:
—¡Maldito titiritero, o lo que seas! No sabes lo que te espera.
Ruth ha ido desgranando estas evocaciones con delectación, celebrándolas de tanto en tanto con sonrisas que le devuelve su padre. Pero ahora, la curiosidad puede más que ella. Y pregunta a Raimundo Randa:
—¿Por qué os disfrazasteis de titiritero y cambiasteis de nuevo de nombre?
—Porque ése es el oficio del correo y espía: tomar el de los otros, y nombres fingidos, para no declarar los suyos o los propósitos que trae. Necesitaba ganarme la confianza de don Manuel Calderón de un modo rápido, poder moverme con libertad por su palacio, averiguar qué había tras la Casa de la Estanca, que todos parecían codiciar. Y no podía decirle que me enviaba el emperador Carlos, o que venía desde Estambul. Mi mensaje y misión eran confidenciales, y yo no sabía de parte de quién estaba don Manuel.
—Durante el viaje de Yuste a Antigua di muchas vueltas a aquel asunto, y no le hallaba solución. Hasta que en Talavera, donde me detuve a hacer posada, vi a unos gitanos con su burro amaestrado, haciendo lo mismo que luego imité yo. Me dijeron que estaban de paso para la feria de Antigua. Les convidé a cenar, les pregunté cuánto solían ganar con aquel espectáculo, y les doblé la cantidad, con la promesa de restituirles después el pollino. Así es como pude aparecer en la plaza del mercado de Antigua. Fueron ellos quienes me indicaron, también, el nombre de Centurio, que les cobraba un diezmo a cambio de protección.
—Con quien no contaba era con Rafael Calderón —continúa Randa—. Enseguida me di cuenta de que él lo iba a complicar todo, para bien y para mal. Y tanto lo ha complicado que ahora tú eres su mujer y llevas en el vientre un hijo suyo. A decir verdad, cuando me hospedaron doña Blanca y don Manuel en el palacio de la Estanca, yo esperaba reencontrarme con mi pasado, con la casa de mi niñez y de mis padres. Al principio, todo fue derribarme en nostalgias y melancolías. Se me hacía raro ver a unos extraños ocupando las mismas habitaciones en las que habíamos dormido o comido nosotros, mientras ahora yo andaba relegado a las de los criados. Me sentía forastero en mi propio hogar, y otro ocupaba el lugar del niño mimado que fui yo. Pero Rafaelillo era tan cariñoso y bien dispuesto que pronto se me aflojaron estos corajes, y comencé a cobrarle gran afecto.
—E hicisteis bien, puesto que él nunca quiso contarle a don Manuel ni a doña Blanca lo que había visto en la ermita donde os encontrasteis con Centurio, por no entender del todo lo allí oído, ni cuadrarle que vos fuerais su cómplice.
—También a don Manuel terminé estimándole, cuando me hube convencido de que nada había tenido que ver con el traslado de mi padre a Andalucía. El ni siquiera parecía especialmente afecto a la Casa de la Estanca, sino que la guardaba y atendía como un servicio a Su Majestad. Lo mismo le sucedía a mi padre. En realidad, no eran sus habitantes quienes la codiciaban, sino los que no vivían allí.
—¿Y por qué?
—Muchas veces me lo pregunté, recordando los ruidos que debajo de ella escuchaba durante mi niñez. De manera que empecé a recorrerla con mucho tiento por las noches, bien entrados en el sueño los demás criados y los Calderón. Guardaba en el cuarto un candil, que encendía con las ascuas de un braserillo y amortiguando su luz con el capirote de una alcuza, me llegaba hasta los sótanos donde nunca me había dejado entrar mi padre cuando niño. Fue tarea ardua, pues no podía hacer ningún ruido ni infundir sospechas. Iba recorriendo aquellas estancias despacio, en noches sucesivas. Pero nada encontré. El último lugar que me quedaba por examinar era la bodega, el más espacioso de los sótanos, por haber en ella grandes toneles de vino, que don Manuel nutría de sus viñas y de otros vinos que compraba, pues era aquélla su fuente de ingresos regular cuando se retrasaban los pagos del rey. Aún no había bajado, como digo, a la bodega, ni encontrado nada digno de mención, cuando sucedió algo por completo inesperado.
Estaba yo una mañana repasando la intendencia del día, haciendo inventario de despensas y alacenas. Acababa de dejar la cocina para bajar a las caballerizas, y allí me encontraba comprobando el almacén del establo, cuando vino a buscarme uno de los criados para anunciarme que don Manuel me reclamaba.
Subí al aposento que me indicaron, y al entrar advertí el gesto, serio, de Calderón. Estaba de pie, despidiéndose ya de dos hombres, que me daban la espalda cuando entré. Abultado y ancho el uno, más delgado y tieso el otro. Me detuve un momento en el umbral, confuso, pues yo solía despachar a solas con el amo. Pero como don Manuel advirtiera mis dudas, me ordenó acercarme. Ellos se volvieron entonces hacia mí, y pude ver al más grande y viejo de los dos. No cabía duda. Era el relojero e ingeniero Juanelo Turriano, a quien había conocido en Yuste. Y aún no estaba repuesto de mi sorpresa, cuando comprobé que su acompañante no era otro que Juan de Herrera, el arcabucero que me había escoltado desde Laredo.
No tuve tiempo para reaccionar. Calderón ya me estaba presentando a sus visitantes:
—Pacheco es persona de mi confianza —dijo don Manuel—. Él os acompañará.
Herrera fue el primero en darse cuenta:
—¿Pacheco? —preguntó con un visaje de extrañeza.
También fue el primero en hacerse cargo de la situación cuando esbocé un gesto para que me guardase el secreto. Y tan deprisa, que el propio arcabucero cogió del brazo a Juanelo para sacarlo de allí, antes de que dijera nada.
En la calle, a plena luz, el relojero no tardó en reconocerme.
—Pero… Pero… —balbuceó—. ¿Qué hacéis aquí?
—Es una larga historia… ¿Y vos?
—Hay problemas con la Casa de la Estanca. No ceba bien —y ante mi rostro de desconocimiento, explicó el ingeniero—. Cuando la sequía es grande, no surten las fuentes de la ciudad, se secan. Y Su Majestad el rey quiere saber si podría subirse agua desde el río para asegurar el suministro, cuando no hay otro.
—Es condición indispensable para fijar aquí la corte y capital, llegado el caso —continuó Herrera—. De ahí la importancia de este asunto.
—¿Y cómo pensáis subir el agua desde el río? Es mucho trecho, y muy empinado —les pregunté.
—Con un artificio. Un ingenio mecánico que alentaría la propia corriente, moviendo unos cazos de abajo arriba, para levantar el agua.
Con esta respuesta me di por satisfecho, pero noté por sus rostros que ellos no habían quedado conformes con la mía.
—Os preguntaréis que hago aquí, en esta guisa —comencé—. Pues debéis saber que yo viví aquí de niño, y quise visitarla de nuevo.
—En Yuste parecíais con prisas por volver a Estambul —intervino Herrera—. El emperador os supuso preocupado por la enfermedad de José Toledano.
—¿Qué enfermedad es ésa? —pregunté sorprendido.
—La que acaba de matarle.
—¿Muerto es don José? ¿Estáis seguro?
—El otro día llegó un correo a Yuste para prevenir a don Carlos y pedirle que se detuviese cualquier negocio hecho en nombre del tal Toledano. Se le contestó que nada había que detener, puesto que la respuesta que iba con vos era negativa.
Vi en ello la mano de Noah Askenazi. Sólo Poca Sangre tenía poderes para tal cosa, como administrador de José Toledano. Y aun barrunté la de Artal de Mendoza, pues sólo Mano de Plata, como Espía Mayor de Felipe II, podía disponer de correos con tal celeridad. Askenazi no se fiaba del rumbo que hubiera podido seguir mi misión, una vez escapado de la celada que me había tendido en Ragusa, por lo que se había conchabado con Artal. Y todo aquello tenía que ver, de un modo que yo seguía ignorando, con la Casa de la Estanca. Por la que, ahora mismo, también parecían interesarse Juanelo y Herrera. ¿En nombre propio? ¿En nombre del rey? ¿O en nombre de quién?
Me pregunté qué decisión debía tomar. Tras tantas fatigas, allí estaba al alcance de mi mano la posibilidad de conocer los motivos por los que habían trasladado y muerto a mi familia. Y las razones por las que también intentaban acabar conmigo. Pero la vida de Rebeca se hallaría en grave peligro si yo no regresaba de inmediato a Estambul para advertirle de las asechanzas de Askenazi y ayudarle a desbaratarlas.
Era éste muy gran dilema. Juanelo y Herrera debieron notar la angustia que me acometía, al pensar en la suerte que podía correr Rebeca sin el apoyo y salvaguarda de su padre. Por eso no hicieron objeción cuando les anuncié que tenía que volver a Estambul a toda prisa y les pedí que guardaran el secreto de mi presencia en aquella Casa de la Estanca.
—¿Entiendes ahora por qué no puedo creer que Herrera me denunciara? —pregunta Randa a su hija—. Si eso fuera así, significaría que Mano de Plata se habría salido al final con la suya, y que tanto vosotros como yo estamos perdidos.
—¿Siempre os guardó Herrera ese secreto?
—Ese y otros muchos, como irás viendo. Tienes que encontrarle y hablar con él.
A
David Calderón le costaba volver a Antigua. En cada rincón le acechaban los recuerdos, esquirlas de viejas cuentas pendientes que ya nunca se cobraría: demasiados topetazos contra la realidad. Remolonear por, la ciudad en la que había nacido significaba experimentar sentimientos encontrados, que le zarandeaban hasta dejar su sensibilidad en carne viva.
Apenas si veía lo que le mostraban sus ojos. Lo percibía todo desde detrás de una mirada empañada por el pasado. Allí estaban todavía los lugares de su infancia, los árboles que tantas veces mal trató a punta de navaja, el mismo aire estremecido por las campanas.
Era como volver a un mundo del que había sido exiliado, un tiempo sin prisas ni sobresaltos, asentado en sí mismo. Y se veía de nuevo de niño, recuperaba el ánimo que sólo se tiene cuando todo parece esperarte, los seres queridos están a tu lado y cualquier cosa es posible aún. Antigua era la ciudad donde le habían sucedido por primera vez casi todas las cosas importantes, ésas que al cabo de los años seguía sintiendo vivas dentro de él. Más o menos vivas.
Habría necesitado pasear lentamente sus calles para reencontrarse a solas con aquellas sensaciones. Pero esa posibilidad le estaba vedada ahora, degradándole casi a la condición de intruso; o, peor aún, de turista. Se había rezagado de sus acompañantes para rumiar estas mustias melancolías, dejando que John Bielefeld y Raquel Toledano se le adelantaran, dirigiéndose hacia la Plaza Mayor. Veía ahora a la joven, su esbelta figura caminando decidida sobre los viejos adoquines, y le sorprendía su capacidad de recuperación e iniciativa.
«Seguimos con la prisas», pensó, al recordarla trabajando en el avión, enfrascada en aquellos documentos rescatados de la Agencia. Se preguntó qué había visto en ellos para sobreponerse a las resistencias íntimas que la joven parecía experimentar hacia la ciudad. Y también cuáles eran sus planes y propósitos en aquella mañana del sábado que iba a resultar agotadora. Porque era Raquel quien más insistía en no posponer las citas que les esperaban, a pesar de ser la más afectada por el cansancio del viaje y el cambio de horario.
«¿Y James Minspert y la Agencia de Seguridad Nacional?», se dijo David. No se habría quedado de brazos cruzados al descubrir la desaparición de la carpeta del Programa AC-110. Eso le ofrecía un pretexto perfecto para actuar. Si elegía la línea oficial, ¿qué capacidad de presión tendría sobre Bielefeld y Raquel? Porque disponía de recursos más que sobrados para doblegar a cualquiera de los dos. Dudaba mucho que la joven se enfrentara abiertamente a Minspert. Y menos aún el comisario, si James lograba la aprobación de sus superiores. ¿Y cómo ejercería entonces el enorme poder que le permitía la Agencia?
«Eso será el mal menor —pensó el criptógrafo—. Porque si decide actuar por libre, que Dios nos coja confesados…».
Dejando atrás estas especulaciones, se unió a sus dos acompañantes para entrar en la Plaza Mayor. Tras la fiesta del Corpus, la ciudad trataba de recuperar su ritmo habitual. Pero eso no resultaba fácil tras los incidentes allí sucedidos. Los curiosos se agolpaban todavía en los alrededores del recinto y, desde detrás de las vallas, intentaban atisbar los trabajos que se libraban en el agujero de sus pesares, aquel boquete de unos dos metros de diámetro que hollaba el centro exacto de la plaza.
Tampoco ellos pudieron ver gran cosa. Ya se encargó de impedirlo el inspector Gutiérrez, quien les esperaba en uno de los controles de acceso, donde a duras penas lograba contener a quienes pretendían entrar.
—Los periodistas están que trinan —les explicó.
—¿Todavía no han organizado ustedes una rueda de prensa? —se extrañó Raquel.
—Vamos a hacerlo hoy, a la una, en el ayuntamiento, ahí al lado. Yo tendré que asistir, porque luego quieren entrevistarme en directo para el telediario local. Por la custodia, ya saben. Eso es lo que verdaderamente le interesa a la gente de aquí. Los comerciantes de la zona acordonada quieren abrir. Dicen que están perdiendo negocio en la mejor época del año.
Raquel se quedó consternada al comprobar la altura de miras y el animoso talante de Gutiérrez y sus tenderos. Miró a Bielefeld, en busca de ayuda, y éste le aconsejó paciencia, y que le dejara hacer a él. Señalando el agujero que se abría en el centro de la plaza, el comisario preguntó a su colega español:
—¿Cuándo podremos bajar ahí?
—Imposible decirlo. Están recuperando la custodia pieza a pieza. Véalo usted mismo.
Así era. Los equipos de rescate excavaban con sumo cuidado, cribando la tierra a través de varios cedazos, para que nada se les escapara.
Aún quedan por localizar miles de fragmentos —comentó Gutiérrez—. Vengan conmigo a la catedral y se harán una idea.
El claustro, cerrado al público, se había habilitado como cuartel general para la reconstrucción de la joya perdida. Los muros estaban ocupados por grandes ampliaciones fotográficas de la custodia. Y las piezas recuperadas esperaban su turno esparcidas por varias mesas, improvisadas sobre caballetes.
El coordinador no se atrevió a dar una fecha para la conclusión de los trabajos:
—En cualquier caso, estaré en contacto con el inspector y le iré teniendo al día de las incidencias —se despidió.
De nuevo en la calle, Bielefeld no ocultó su inquietud a Gutiérrez:
—Me hago cargo de la situación que tienen ustedes aquí, pero le recuerdo que puede estar en juego una vida humana. Y no se trata de un don nadie. ¿O es que necesito recordarle a quién representa Sara Toledano?