—Habéis de saber, señor asno, que Su Majestad el rey está ansioso por ver concluidas las obras del Alcázar. Y su intención es hacerlas avanzar empleando a cuantos burros tenga a mano.
Todo el corro que le circunda ríe el gracioso equívoco, y don Manuel Calderón se queda pasmado ante la audacia del titiritero. Pocas obras tan impopulares en Antigua. A ellas se achaca la última subida de impuestos, que han provocado un pleito más sobre la ya muy pleiteada plaza del mercado.
Pero si atrevidas son las palabras del titiritero, más donosa aún es la reacción del borriquillo. El rucio mira al joven con ojos espantados, como si realmente entendiera el panorama que éste le va trazando y el trabajo que le espera a pie de obra, arrastrando los bloques de piedra. El animal simula encontrarse enfermo, se tumba en el suelo cuan largo es, se pone patas arriba con los remos bien estirados, infla el vientre y cierra los ojos como si estuviese muerto. Tan bien lo hace, que ni siquiera mueve sus largas pestañas.
El titiritero rompe en amargos lamentos, llora la pérdida de su pollino, canta ante los asistentes sus virtudes, se descubre y, sombrero en mano, les pide ayuda para comprarse otro.
Una vez terminada la colecta de monedas, da las gracias, guiña un ojo a la concurrencia, y continúa:
—No creáis que mi burro ha muerto. Este glotón conoce bien la pobreza de su amo y finge estar difunto para que le compre alfalfa con lo que me acabáis de dar.
Luego se vuelve hacia él y le ordena que se levante. Pero el borrico sigue tumbado, sin pestañear ni mover un músculo. El titiritero coge su bastón y finge darle una buena tunda. Todo en vano: el pollino no hace el menor movimiento.
Entonces, ya exasperado, se dirige de nuevo a los espectadores, mirando de reojo a su jumento:
—Señores míos, deben saber vuestras mercedes que el municipio ha promulgado un edicto para la festividad del Corpus que se avecina. Acudirán personas muy principales, y es su intención ofrecerles un gran recibimiento, por lo que se dispone que las amas de la buena sociedad y todas las mujeres hermosas de la ciudad monten en burros y les den su buena cebada para comer, a fin de que estén lustrosos en esa jornada.
Tan pronto oye estas palabras, el pollino se levanta de un brinco, y hace alarde de su brío y buena disposición. El público celebra su desfachatez con una nueva salva de risas y aplausos.
Don Manuel y su hijito también son de los que palmotean. Cuando, de pronto, el anciano siente posarse una mano en su hombro. Se vuelve, a tiempo para ver aquel rostro malencarado. Es lo que tanto ha estado temiendo.
Sabe bien quién es aquel hombre que ahora se enfrenta a él. Se apellida Mimbreño, aunque todos le conocen por el apodo de Centurio. Un ex soldado, bravucón, con la cara surcada por una cicatriz, al que han expulsado de la guardia del Alcázar por provocar continuos altercados. Un sujeto truhán y agreste, de malas querencias y peor vino, al que le bastan tres tragos de más para buscar pendencia. Cuando se encuentra en ese estado, todo su programa se reduce a insultar a diestro y siniestro, tirar estocadas a los hombres y quebrar las truelas de las putas.
Se le teme, porque es hombre de muchas injurias y monipodios, que no duda en alquilarse para libelos, cedulones y pasquines esquineros, de ésos que difaman a las gentes. O dar cuchilladas de tantos puntos, de las que dejan las quijadas con sangre y al descubierto, abrir la cara con redomazos de aguafuerte, poner sartas de cuernos infamantes y clavazón de sambenitos a las puertas, y organizar matracas y alborotos contra quien sea menester, si sus enemigos pagan bien.
Centurio le espeta, como si le escupiera a la cara:
—Echaba el judío pan al pato, y tentábale el culo de rato en rato.
Es un viejo refrán con el que se escarnece la impaciencia de los hebreos para sacar provecho de sus inversiones. Le está, pues, provocando, cuestionando su limpieza de sangre. Calderón es consciente de la gravedad de las circunstancias. Ahora lamenta no haberse hecho acompañar de sus criados, como tantas veces le han aconsejado. Le preocupa, sobre todo, la presencia de su hijito, y el daño que aquello pueda acarrearle. Pero ya es demasiado tarde para esos arrepentimientos.
—Vamos, vamos, que aquí todos somos cristianos viejos —dice conciliador. E intenta zafarse de las garras del soldado.
—¡Eso está por ver! —grita el bravucón.
Consigue con ello que se empiece a formar un corro en torno a él. Algunos le reconocen como habilitado real, el encargado de la Casa de la Estanca, a cuyo mal gobierno achacan ahora la falta de agua y el lucrarse con la que venden los azacanes.
Animado por los insultos que dirigen a don Manuel quienes le circundan, el fanfarrón vuelve a la carga. Calderón y su hijo están atrapados en medio de un círculo de rostros crispados y puños en alto. Ya se ven rodeados, manoteando angustiados, hundiéndose en una pesadilla sin fondo, de la que no consiguen salir. Apenas si logran entender las injurias que les dirigen. Bastará con que alguien lance el primer puñetazo para que su suerte esté echada. Hace un gesto al niño para que se aleje, pero Rafael se abraza a sus piernas, llorando, y le impide moverse. Ha de utilizar sus brazos para proteger al niño, y esto le deja a él al descubierto. Los ánimos están muy exaltados, y les destrozarán sin piedad.
En ese momento, alguien se abre paso hasta el círculo hostil que se ha formado alrededor de los Calderón y el soldado bravucón. Es el volatinero. Apercibiéndose de lo que sucede, da unas vigorosas palmadas para llamar la atención del público, agarra a Centurio de la mano, le arrastra hasta el lugar donde está su asno, sin hacer caso de las protestas y amenazas del fanfarrón, y se dirige de nuevo a la concurrencia:
—Yo me conformaba con un burro, pero ¿qué tenemos aquí? —y señala a Centurio, entre las risas de la multitud—… uno de nuestros más heroicos soldados. Quien, metido entre el enemigo con su espada, es como águila entre pájaros: todos le tiemblan. Tan fiero, que es capaz de rebanarle la cabeza a un enemigo y echarla luego con su espada tan alto, tan alto, que al caer al suelo ya viene medio comida de moscas.
La gente rehace el círculo alrededor del saltimbanqui, celebrando su ingenio.
—Pero nuestro soldado no sólo emplea su espada en tan duros menesteres —continúa—. También sabe ser galante, como en aquella ocasión en que, habiendo acompañado a su dama a la iglesia y, como empezara a llover al terminar la misa, desenvainó su arma, y la manejó con tal presteza que fue capaz de detener todas las gotas a mandobles, sin que una sola llegara a mojar a su dueña.
El público ríe de nuevo con ganas, y se olvida de los Calderón. El titiritero dirige a don Manuel una mirada para que aproveche la oportunidad, coja de la mano a su hijito y se aleje de allí.
Centurio se apercibe de ello, e intenta salir en su persecución. Pero el volatinero se le adelanta, cerrándole el paso y recitando esta redondilla:
—Los ciegos desean ver, oír desea el que es sordo, y adelgazar el que es gordo, y el cojo también correr; sólo el necio suele ser en quien remedio no cabe, porque pensando que sabe no cuida de más saber.
Queda el soldado harto corrido, pero nada puede hacer, por no dar a entender que es a él a quien cumplen aquellos versos. Se resigna a escuchar. Antes de que reaccione, el saltimbanqui sujeta al bravucón por el brazo y continúa el espectáculo allí donde lo dejó:
—Señores, no se nos vaya todo el día en dar arcabuzazos en los cielos. Y tú, valeroso soldado, aún no has oído toda la historia que le contaba a mi burro. Este pollino es muy regalado y torreznero, y se relame ante la idea de acudir a la procesión del Corpus montado por una hermosa dama que le dé buen forraje y mejor trato. Pero no todos los que concurran a esa fiesta van a tener la misma suerte. Yo, por ejemplo, ya he comprometido a mi rucio con una viuda vieja, fea y tacaña.
El asno, al escuchar estas palabras, empieza a cojear ostensiblemente, como si estuviese tullido. La gente aplaude su descaro. El charlatán se dirige a su borrico y le pregunta:
—¿Acaso te gustan las muchachas?
El jumento cabecea, asintiendo. Su amo le anima:
—Aquí hay muchas. ¡Dinos cuál es la que más te place!
El animal trota en torno al círculo y señala a una de las jóvenes, que se tapa la cara con las manos, sonrojada. El público celebra la gallardía del pollino y bromea con la suerte que tiene la moza al haber hallado galán tan cumplido.
El titiritero pasa de nuevo su sombrero, recoge las monedas, hace una reverencia, monta sobre su burro y se aleja de allí dejando tras de sí una estela de simpatía.
Para entonces, don Manuel y su hijo Rafael ya se han puesto a salvo. Calderón no olvida lo ocurrido. Ha quedado agradecido sobremanera al volatinero por haberles ayudado a salir indemnes de aquel peligroso trance. Y ha acudido el jueves siguiente al mercado —esta vez sin su hijo y acompañado de sus criados, discretamente armados— con la esperanza de verlo y manifestarle su reconocimiento.
Pero no lo ha encontrado, ni nadie ha sabido darle noticia de su paradero. Le dicen que algunos días entre semana trabaja como azacán con su pollino, subiendo agua desde el río, para venderla por las calles.
Decide buscarlo por ese lado. Hasta que un buen día Rafael entra en casa corriendo:
—¡Padre, venid! ¡Daos prisa!
Sale tras él, y al poco oye gran alboroto en la calle cercana.
Al acudir al lugar y mirar por entre la gente, reconoce al titiritero y a su borrico. El joven está tendido en el suelo polvoriento, y de su vientre mana gran cantidad de sangre. Cuando pregunta lo que ha sucedido, le señalan a un hombre que se aleja a toda prisa, y en el que no le cuesta mucho reconocer a Centurio, el soldado bravucón. Al parecer, éste se ha topado con el azacán, quien le ha ofrecido agua y, al reconocerle, el fanfarrón se la ha arrojado a la cara. El burro ha salido en defensa de su amo, soltando al soldado una coz tal que lo ha arrojado por tierra. Éste se ha levantado del suelo fuera de sí, ha sacado su espada y ha intentado acometer al animal. Y cuando el azacán se ha interpuesto, Centurio le ha tirado a él la cuchillada. Todo ha sucedido en un santiamén.
Manuel Calderón manda a Rafael a casa para que avise a su madre, doña Blanca, y vengan varios criados que lleven a aquel hombre hasta el palacio de la Casa de la Estanca. El titiritero no ha querido que lo muevan sin antes asegurarse de que recogen a su rucio. Luego, se ha desmayado.
La robusta naturaleza del azacán metido a titiritero pronto se sobrepone a las heridas, que no resultan ser tan graves. Dice llamarse Pacheco, y lo que más le preocupa, en su convalecencia, es no poder ganarse la vida con su duro trabajo anterior. Pero doña Blanca, Manuel y Rafael Calderón le animan, asegurándole que en su casa nunca faltará cama y mesa a un hombre que se halla en ese trance por haberles ayudado.
Animado por estas perspectivas, el joven pronto logra levantarse y valerse por sí mismo. Al comprobar que es persona instruida, Calderón le va encargando tareas livianas y, sobre todo, le encomienda la educación de su hijo Rafael, que empieza a estar en la edad de aprender a leer y escribir.
Al cabo de algunas semanas, Pacheco ya se encuentra en condiciones de salir a la calle, y pide a su amo permiso para hacerlo. Don Manuel se lo concede, recomendándole prudencia. Sabe que Centurio no ha vuelto a dar señales de vida desde su fechoría, pero por si acaso pone un criado a su disposición, para que le acompañe y ayude si fuera necesario. Pacheco, sin embargo, ha rechazado la idea de ir escoltado, y ha salido solo.
Desde la casa, desciende hasta el río y cruza el puente para, encaminarse al Barranco del Moro. Rafael Calderón, que está bañándose en la ribera con otros niños, le ve desde la distancia y le llama a gritos. Pero está demasiado lejos, no le oye. Tan pronto se ha secado un poco, Rafael se viste y sale tras él. Sube hasta el puente, lo cruza, enfila el barranco y toma el camino de una de las ermitas que bordean la ciudad, adonde ha visto que se dirige Pacheco. Se llega hasta ella. Rodea el edificio por entre los cañaverales que brotan al amparo del manantial que acoge el santuario. Desde allí, mientras avanza entre las hojas y los tallos, consigue verlo.
Pero no está solo. Se acaba de oír un silbido que parece una señal, y de entre la maleza sale un hombre que le saluda. La sorpresa del niño no conoce límites cuando desde su escondite comprueba que se trata de Centurio.
—Os veo muy recuperado —ríe el soldado—. A punto estuve yo también de creer que era vuestra la sangre que llevabais prevenida bajo el jubón, en aquella vejiga de cerdo. ¿Cómo va nuestro negocio, compadre?
—Aquí tenéis lo prometido —le dice secamente Pacheco, entregándole una bolsa.
Entre las cañas que le ocultan, Rafael observa cómo cuenta el dinero Centurio. No parece contento.
—¿Eso es todo? —pregunta al cabo—. Creía que éramos socios.
—Creísteis mal, Centurio.
—Quizá el equivocado seáis vos. Manuel Calderón tiene un niño de corta edad al que protegía aun a costa de su vida. Por ahí podemos apretarle.
Rafael puede ver cómo sube la ira al rostro de Pacheco, quien toma al matón por el cuello, acerca su rostro al de él, y le dice, descendiendo al tuteo y masticando cada sílaba:
—Escúchame bien, botarate. Si tocas un pelo a ese niño, te mataré. Los fanfarrones como tú nunca me han durado más allá de tres mandobles.
—¿Qué necesidad teníais de llamarme burro delante de tanta gente como me conoce, en la plaza del mercado? —le reprocha Centurio.
—Porque estaba furioso con vos —dice, soltándole—. Al ver que Manuel Calderón venía acompañado de su hijo Rafael os hice señal para que no pasarais adelante con nuestro plan, y no pusierais en peligro la vida del niño. Podíamos haber esperado, pero no me hicisteis caso.
—Está bien, está bien —recula el bravucón—. No os pongáis así. Siempre os hará papel un hombre bien dispuesto, como yo. Si cambiáis de opinión, y reconsideráis mis honorarios, enviadme recado a la Taberna del Cuervo. Allí hay una mesonera que suspira por mis huesos y sabrá hacerme llegar la noticia.
—Te prevengo, Centurio. Deja en paz a ese niño. Me ha costado mucho ganarme su confianza, y no voy a dejar que interfieras en mis planes.
—Allá cada cual. Como reza el dicho, poco importa con quien naces, sino con quien paces.