La loba de Francia (21 page)

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Authors: Maurice Druon

Tags: #Novela, Histórico,

BOOK: La loba de Francia
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Exigió que lo llevaran a su castillo de Perray, cerca de Rambouillet, a donde no iba casi nunca y que de repente se le hizo grato, por esa extraña atracción que sienten los enfermos hacia los lugares donde imaginan que recobrarán la salud.

Su cerebro, cuya energía había disminuido, pero no su claridad, estaba obsesionado al identificar su enfermedad con la que había atacado a su hermano mayor. Buscaba en sus actos la causa de este castigo que le infligía el Todopoderoso. Al debilitarse se hacía piadoso. Pensaba en el juicio Final. Los orgullosos se justifican fácilmente; Valois no encontraba casi nada que reprocharse. En todas sus campañas, en todos los saqueos y matanzas que había ordenado, en todas las extorsiones que había hecho sufrir a las provincias conquistadas y liberadas por él, consideraba que había usado siempre sus poderes de jefe y príncipe. Sólo un recuerdo le causaba remordimiento, una sola acción le parecía el origen de su actual expiación, un solo nombre se detenía en los labios al hacer examen de su carrera: Marigny. Porque en realidad nunca había odiado a nadie, salvo a Marigny. A todos los otros que había atropellado, castigado, atormentado y enviado a la muerte, lo había hecho convencido de ser un bien general que él confundía con sus propias ambiciones. Pero con Marigny había sido un asunto de odio personal. Había mentido a sabiendas al acusar a Marigny, había prestado falso testimonio contra él, y había suscitado falsas deposiciones; no había retrocedido ante ninguna bajeza para enviar al antiguo primer ministro, coadjutor y rector del reino, más joven entonces que el ahora, a que se balancease en Montfaucon.

Se había dejado llevar por el deseo de venganza, por el rencor que le producía ver, día tras día, que otro tenía en Francia más poder que él.

Y ahora, sentado en el patio de su casa solariega de Perray, mientras observaba el paso de los pájaros y miraba a los escuderos sacar los hermosos caballos que no volvería a montar, Valois comenzó... ¡la palabra le sorprendía a él mismo, pero no había otra!... empezó a querer a Marigny, a sentir afecto por su recuerdo. Hubiera deseado que su enemigo estuviera vivo para poderse reconciliar con él, y hablarle de todas las cosas que habían conocido y vivido juntos, y sobre las que tanto habían disputado. Echaba menos en falta a su hermano mayor Felipe el Hermoso, a su hermano Luis de Evreux, incluso a sus dos primeras esposas, que a su rival; y en los momentos que creía que no lo observaban, lo sorprendían murmurando algunas frases de una conversación tenida con un muerto.

Todos los días enviaba a uno de sus chambelanes, provisto de un saquete de monedas, a repartir limosnas a los pobres de un barrio de París, parroquia por parroquia; y los chambelanes, al depositar las monedas en las mugrientas manos, debían decir: «Rogad, buena gente, rogad a Dios por monseñor Enguerrando de Marigny y por monseñor Carlos de Valois.» Creía que si se pronunciaba su nombre junto al de su víctima, en las mismas plegarias, se ganaría la clemencia del Cielo. El pueblo de París se sorprendía de que el poderoso y magnífico señor de Valois se hiciera nombrar junto a quien él había proclamado, en otro tiempo, responsable de todas las desgracias del reino, y había hecho colgar en las cadenas del patíbulo.

En el Consejo, el poder había pasado a Roberto de Artois, quien, por enfermedad de su suegro, se encontraba de repente ascendido al primer rango. El gigante recorría frecuentemente, con los estribos calzados a fondo, la ruta de Perray en compañía de Felipe de Valois, para solicitar la opinión del enfermo. Porque todos se daban cuenta, y Artois el primero, del vacío que se había abierto de pronto en la dirección de los asuntos de Francia. Cierto que a monseñor de Valois se le había considerado bastante embrollón, dispuesto a resolverlo todo sin reflexionar lo suficiente, y hecho a gobernar mas de capricho que prudentemente; pero por haber rodado de corte en corte, de París a España y de España a Nápoles; por haber defendido los intereses del Padre Santo en Toscana; por haber participado en todas las campañas de Flandes, por haber intrigado en busca del trono del Sacro Imperio y haberse sentado durante más de treinta años en el Consejo de cuatro reyes de Francia, poseía la costumbre de plantear los problemas del reino dentro del conjunto de los asuntos de Europa. Y eso lo hacía de manera casi inconsciente.

Roberto de Artois, conocedor de las costumbres y gran pleitista, carecía de estas amplias perspectivas. Así, del conde de Valois se decía que era «el último», sin precisar bien lo que entendían por eso, como no fuera el Último representante de una gran manera de gobernar el mundo, y que sin duda iba a desaparecer.

El rey Carlos el Hermoso, indiferente, se paseaba de Orleáns a Saint-Maixent y Châteauneuf-sur-Loire, siempre a la espera de que su tercera esposa le diera la buena noticia de estar encinta.

La reina Isabel se había convertido en dueña, por decirlo así, del palacio de París, y alrededor de ella se creaba una especie de segunda corte inglesa.

La fecha del homenaje se había fijado para el 30 de agosto. Eduardo esperó la última semana del mes para ponerse en camino y, luego, fingirse enfermo en la abadía de Sandown, cerca de Douvres. El obispo de Wínchester fue enviado a París para certificar bajo juramento, si era necesario, cosa que no le exigieron, la validez de la excusa y proponer la sustitución del padre por el hijo, con el bien entendido de que el príncipe Eduardo, nombrado duque de Aquitania y conde de Ponthieu, llevaría las sesenta mil libras prometidas.

El joven príncipe llegó el 16 de septiembre, pero acompañado del obispo de Oxford y, sobre todo, de Walter Stapledon, obispo de Exeter y Lord tesorero. El rey Eduardo, al escoger a éste, que era uno de los más activos y acérrimos partidarios de Despenser, así como el hombre más hábil y astuto y uno de los más destacados, indicaba claramente su deseo de no cambiar de política. El obispo de Exeter no estaba encargado solamente de una misión de escolta.

El mismo día de la llegada y casi en el preciso momento en que la reina Isabel apretaba en sus brazos a su hijo, se supo que monseñor de Valois había sufrido una recaída y que se esperaba que entregara su alma a Dios de un momento a otro. En seguida, toda la familia, los grandes dignatarios, los barones que se encontraban en París, los enviados ingleses, todo el mundo se precipito a Perray, salvo el indiferente Carlos el Hermoso, que inspeccionaba en Vincennes unos arreglos interiores que había ordenado a su arquitecto Painfetiz.

Y el pueblo de Francia continuaba disfrutando de su hermoso año 1325.

VII.- Cada príncipe que muere

¡Cuánto había cambiado monseñor de Valois para los que no lo habían visto durante las últimas semanas! Antes, estaba siempre tocado, ya con una gran corona centelleante de pedrerías los días de pompa, o bien con una caperuza de terciopelo bordado, cuya inmensa cresta dentellada le caía sobre el hombro, o con uno de aquellos bonetes con cerco de oro, que llevaba en sus habitaciones. Ahora, por primera vez, dejaba la cabeza descubierta y sus cabellos rubios, veteados de blanco, a los que la edad habla dado un color desvaído, colgaban a lo largo de sus mejillas y sobre los cojines. Su delgadez, en un hombre que antes era robusto y sanguíneo, resultaba impresionante, aunque menos que la inmóvil contracción de la mitad de la cara, que la boca ligeramente torcida de la que un sirviente limpiaba la saliva, menos incluso que la apagada fijeza de su mirada. Los paños recamados de oro, las cortinas azules sembradas de flores de lis, que, extendidas como un dosel pasaban por encima de la cabecera de la cama, no hacían más que acentuar la decadencia física del moribundo.

Él mismo Valois, antes de recibir a toda aquella gente que se apretujaba en su habitación, había solicitado un espejo, y durante un momento había estudiado aquel rostro que dos meses antes impresionaba a pueblos y reyes. ¿Qué le importaban ahora el prestigio y el poder? ¿Dónde estaban las ambiciones que tanto había perseguido? ¿Qué significaba aquella satisfacción de caminar siempre con la cabeza levantada entre las frentes inclinadas, desde que en aquella cabeza habla estallado y oscilado todo? ¿No estaba muerta aquella mano que servidores, escuderos y vasallos se lanzaban a besar? Y la otra mano, que todavía podía mover, y de la que se serviría en seguida para firmar el testamento que iba a dictar —en el supuesto de que esa mano izquierda pudiera trazar los sígnos de la escritura—, ¿era más suya que el sello grabado con el que sellaba sus órdenes, y que le quitarían del dedo después de su muerte? ¿Había poseído verdaderamente alguna cosa? La pierna derecha, totalmente inerte, parecía que ya estaba perdida. Dentro de su pecho se producía a veces como un vacío de abismo.

El hombre es una unidad pensante que actúa sobre los demás y transforma el mundo. Luego, de repente, la unidad se disgrega, se desliga, y entonces, ¿qué es el mundo y qué son los demás? Lo importante en ese momento, para monseñor de Valois, no eran los títulos, las posesiones, las coronas, los reinos, las prerrogativas del poder, la primacía de su persona entre los vivos. Los emblemas de su linaje, las adquisiciones de su fortuna, incluso sus descendientes agrupados alrededor de él: todo ello había perdido para él su valor esencial. Lo importante era el aire de septiembre, el follaje todavía verde, con vetas de color rojizo, que veía por las ventanas abiertas; pero sobre todo el aire, el aire que respiraba con dificultad y que era tragado por aquel abismo que llevaba en el fondo del pecho. Mientras sintiera entrar el aire por su garganta, el mundo continuaría existiendo con él en su centro, pero un centro frágil, semejante al final de la llama de un cirio.

Luego, todo cesaría, o más bien, todo continuaría, pero en la oscuridad total y en el más espantoso silencio, como subsiste la catedral cuando se apaga el ultimo cirio.

Valois se acordaba de los últimos momentos de miembros de su familia. Volvía a escuchar las palabras de Felipe el Hermoso: «¡Mirad lo que vale el mundo. He aquí al rey de Francia!» Se acordaba de las palabras de su sobrino Felipe el Largo: «Ved aquí al rey de Francia, vuestro soberano señor; no hay ninguno entre vosotros, por pobre que sea, con el que no quisiera cambiar mi suerte.» Había escuchado esas frases sin entenderlas. Eso era lo que habían sentido los príncipes de su familia en el momento de la muerte. No podían decir otras palabras, pero los que gozaban de salud no las podían comprender. Todo hombre que muere es el más infeliz del universo.

Y cuando todo se hubiera desligado, apagado, disuelto; cuando la catedral se hubiera llenado de sombras, ¿qué iba a descubrir ese pobre hombre más allá? ¿Encontraría lo que le había enseñado la religión? ¿Pero qué eran esas enseñanzas sino inmensas, angustiosas incertidumbres?

¿Sería llevado ante un tribunal? ¿Cuál sería la cara del juez? ¿Y en qué balanza se pesarían todos los actos de su vida? ¿Qué pena puede infligir a quien ya no existe? El castigo... ¿Qué castigo? ¡Tal vez el castigo consistiera en conservar el entendimiento claro en el momento de atravesar el muro de Las sombras!

—Carlos de Valois no podía dejar de pensar enque Enguerrando de Marigny había tenido el entendimiento claro, el entendimiento más claro aún, del hombre que goza de buena salud, que está en su plenitud física y que va a morir, no por la rotura de algún engranaje secreto del ser, sino por la voluntad de otro. Para él la muerte no había sido el último resplandor de un cirio, sino el súbito apagón de todas las llamas.

Los mariscales, los dignatarios y grandes oficiales que habían acompañado a Marigny a la horca, los mismos o sus sucesores en los cargos, estaban en aquel momento allí, a su alrededor, llenando la habitación, desbordándose hasta la pieza contigua, con la mirada de hombres que asisten a la última pulsación de uno de los suyos, extraños al fin que observan, y teniendo ante ellos un porvenir del que queda eliminado el moribundo.

¡Ah! ¡Con qué gusto hubiera dado todas las coronas de Bizancio, todos los tronos de Alemania, todos los cetros y todo el oro de los rescates por una mirada, una sola, en la que no se sintiera eliminado! Pena, compasión, pesar, espanto y emoción del recuerdo, todo esto se leía en los ojos que rodeaban el lecho del príncipe moribundo; pero todos estos sentimientos no eran más que una prueba de la eliminación.

Valois observaba a su primogénito, Felipe, mozo gallardo de gran nariz, que estaba en pie a su lado, bajo el dosel, y que mañana o un día muy próximo, tal vez dentro de un minuto, sería el único, el verdadero conde de Valois, el Valois vivo. Estaba triste, de acuerdo con las circunstancias el gran Felipe y apretaba la mano de su esposa Juana de Borgoña, la Coja; pero cuidadoso, a la vez, de su actitud, por el porvenir que se le presentaba, parecía decir a los asistentes: «¡Mirad, es mi padre el que muere!» En sus ojos Valois estaba también eliminado.

Y los otros hijos... Carlos de Alençon, que evitaba cruzar la mirada con el moribundo, apartándola lentamente hasta que la volvía a encontrar; el pequeño Luis, atemorizado, parecía enfermo de miedo, ya que era la primera agonía que veía... Y las hijas... Estaban varias presentes: la condesa de Hainaut, que, de vez en cuando, hacía una señal al sirviente encargado de limpiar la boca de Valois; y la menor, la condesa de Blois, y más lejos la condesa de Beaumont junto a su gigante esposo, Roberto de Artois, ambos formando grupo con la reina Isabel de Inglaterra y el pequeño duque de Aquitania, mozuelo de largas pestañas, en actitud discreta como se está en la iglesia, y que sólo conservaría de su tío Valois este recuerdo. A Valois le pareció que también por aquel lado se fraguaba algo, un porvenir del que igualmente él quedaba eliminado...

Si inclinaba la cabeza hacia el otro lado de la cama, veía rígida, impertérrita, pero viuda ya, a Mahaut de ChâtillonSaint-Pol, su tercera esposa. Gaucher de Châtillon, el anciano condestable, con su cara de tortuga y sus setenta y siete años, estaba a punto de alcanzar otra victoria: estaba viendo morir a un hombre veinte años más joven que Él.

Esteban de Mornay y Juan de Cherchemont, ambos antiguos cancilleres de Valois antes de serlo de Francia; Miles de Noyers, legista y maestro de la Cámara de Cuentas; Roberto Bertrand, el caballero del verde león y nuevo mariscal; el hermano Tomás de Bourges, confesor, y Juan de Torpo, físico, estaban allí para ayudarle, cada uno en su menester. Pero, ¿quién puede ayudar a un hombre a morir? Hugo de Bouville se enjugaba una lágrima. ¿Por qué lloraba el grueso Bouville sino por su juventud ida, su vejez próxima y su vida ya pasada?

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