La entrevista se celebraba en el palacio del rey de Sicilia, que Carlos de Valois había recibido de su primer suegro, Carlos de Nápoles, el Cojo, como regalo de boda. En la gran sala reservada a las audiencias, una docena de personas, escuderos, cortesanos y secretarios, hablaban en voz baja, en pequeños grupos, volviendo frecuentemente la mirada hacia el señor que recibía, como si fuera un verdadero soberano, en una especie de trono coronado por un dosel. Monseñor de Valois lucía un gran vestido de terciopelo bordado de letras V y de flores de lis, abierto por delante, que dejaba ver el forro de piel. Tenía las manos cargadas de anillos; llevaba su sello privado, grabado en una piedra preciosa, colgado de la cintura por una cadenita de oro, y se tocaba con una especie de bonete de terciopelo mantenido por un cerco de oro cincelado; una corona para andar por casa. Estaba rodeado de su primogénito, Felipe de Valois, joven bien plantado, de gran nariz, que se apoyaba en el respaldo del trono, y por su yerno Roberto de Artois, sentado en un escabel, con sus grandes botas de cuero rojo extendidas ante él.
—Monseñor —dijo lentamente Mortimer—, si la ayuda de un hombre que es el primero entre los barones de las Marcas galesas, que ha gobernado el reino de Irlanda y ha dirigido diversas batallas, puede serviros de algo, aportaré de buen grado esta ayuda para la defensa de la cristiandad, y mi sangre está, desde ahora, a vuestra disposición.
Valois comprendió el orgullo de aquel personaje que hablaba de sus feudos de las Marcas como si los siguiera teniendo y al que sería necesario manejar bien para sacar partido de él.
—Tengo el honor, sire barón —respondió—, de ver agrupados bajo el pendón del rey de Francia, es decir, del mío, ya que se ha acordado desde ahora, que mi sobrino continuará gobernando el reino mientras yo dirijo la cruzada, de ver, digo, agrupados a príncipes soberanos de Europa: mi pariente Juan de Luxemburgo, rey de Bohemia; mi cuñado Roberto de Nápoles y Sicilia; mi primo Alfonso, de España; y a las repúblicas de Génova y Venecia, que, a petición del Padre Santo, nos aportarán el apoyo de sus galeras. No estaréis en mala compañía, síre barón, y haré que todos os respeten y honren como alto señor que sois. Francia, de donde provienen vuestros antepasados y lugar de nacimiento de vuestra madre, apreciará mejor vuestros méritos de lo que parece haberlo hecho Inglaterra.
Mortimer inclinó la cabeza en silencio. Esa seguridad valía algo; pero vigilaría que no se quedara en simple cortesía.
—Porque hace más de cincuenta años —continuó monseñor de Valois— que no se hace nada grande en Europa en servicio de Dios; exactamente desde mi abuelo San Luis, que con ello gano el cielo y perdió la vida. Los infieles, envalentonados con nuestra ausencia, han levantado cabeza y se creen dueños de todo: saquean las costas, asaltan los barcos, ponen trabas al comercio y, con su sola presencia, profanan los Santos Lugares. Y nosotros, ¿qué hemos hecho nosotros? Año tras año nos hemos replegado de todas nuestras posesiones, de todos nuestros establecimientos; hemos abandonado las fortalezas que construimos y hemos olvidado defender los sagrados derechos adquiridos. Son éstos tiempos revueltos. A comienzos de año, embajadores de la pequeña Armenia, vinieron a pedirnos socorro contra los turcos. Doy gracias a mi sobrino el rey Carlos IV por haber comprendido el interés de la petición y haber apoyado los pasos que he dado; a tal extremo, que ahora se atribuye la idea. Pero, en fin, bueno es que crea en ella. Por lo tanto, dentro de poco, y una vez reunidas nuestras fuerzas, partiremos a atacar en tierras lejanas a los berberiscos.
Roberto de Artois, que escuchaba esta arenga por centésima vez, movía la cabeza con gesto de aprobación, divirtiéndose interiormente del ardor que mostraba su suegro en la exposición de la hermosa causa. Porque Roberto conocía los » secretos del juego. Sabía que efectivamente se tenía el proyecto de atacar a los turcos, pero atropellando un poco a los cristianos que estaban al paso; porque el emperador Andrónico Paleólogo, que reinaba en Bizancio no era propiamente defensor de Mahoma, que se sepa. Sin duda su Iglesia no era la legítima, pues hacía el signo de la cruz al revés, pero de todas formas era el signo de la cruz. Ahora bien, monseñor de Valois seguía con la idea de reconstruir en provecho propio el famoso imperio de Constantinopla, que se extendía no solamente sobre los territorios bizantinos, sino sobre Chipre, Rodas, Armenia y todos los antiguos reinos de Courtenay y Lusignan. Y cuando llegaran allá, el conde Carlos con todas sus mesnadas, Andrónico Paleólogo no sería presa difícil. Monseñor de Valois tenía sueños de César...
Vale decir que empleaba con bastante habilidad la técnica que consiste en pedir lo máximo para obtener un poco. Así, había intentado cambiar su mando de la cruzada y sus pretensiones al trono de Constantinopla por el pequeño reino de Arles, junto al Ródano, a condición de que se le agregara el Vienense. La negociación, entablada a principios de año con Juan de Luxemburgo, fracasó por la oposición del conde de Saboya, y sobre todo por la del rey de Nápoles, que poseía las tierras de Provenza y no quería de ningún modo que su turbulento pariente formara un reino independiente en la frontera de sus Estados. Entonces monseñor de Valois se lanzó con más fuerza a la santa expedición. ¡Estaba escrito que la corona que se le había escapado en España, en Alemania, e incluso en Arles, tenía que irla a buscar al otro extremo de la tierra!
—Cierto es que no se han superado todavía los obstáculos —continuó monseñor de Valois—. Aún estamos discutiendo con el Padre Santo sobre el número de caballeros y la soldada que se les ha de dar. Queremos ocho mil caballeros y treinta mil hombres de a pie, y que cada barón reciba veinte sueldos diarios, y cada caballero, diez; siete sueldos y seis denarios, los escuderos; y dos sueldos los hombres de a pie. El papa Juan quiere que reduzca mi ejército a cuatro mil caballeros y quince mil hombres de a pie; me promete, sin embargo, doce galeras armadas. Nos ha autorizado el diezmo, pero pone mala cara ante la cifra de un millón doscientas mil libras por año, durante los cinco que durará la cruzada, tal como le hemos solicitado, y sobre todo, a las cuatrocientas mil libras que necesita el rey de Francia para los gastos accesorios...
«De las cuales, trescientas mil están previstas para el buen Carlos de Valois —pensó Roberto de Artois—. ¡A ese precio, ya se puede dirigir una cruzada! No debo burlarme, ya que yo tendré mi parte.»
—¡Ah! Si yo hubiera estado en Lyon, en lugar de mi difunto sobrino Felipe, cuando el último cónclave —exclamó Valois—, sin que quiera hablar mal del Santo Padre, hubiera elegido a un cardenal capaz de comprender más claramente el interés de la cristiandad y que se hiciera rogar menos.
—Sobre todo después que hicimos colgar a su sobrino en Montfaucon el pasado mes de mayo —observo Roberto de Artois.
Mortimer dio media vuelta en el asiento y, mirando a Roberto de Artois, dijo sorprendido:
—¿Un sobrino del Papa? ¿Qué sobrino?
—¿Como, primo mío, no lo sabéis? —dijo Roberto de Artois, aprovechando la ocasión para levantarse ya que no podía estar mucho tiempo inmóvil. Con la bota empujó los leños que ardían en el hogar.
Mortimer había dejado de ser «milord» convirtiéndose en «primo mío» debido a un parentesco lejano que habían descubierto por los Fiennes; dentro de poco seria «Roger» a secas.
—No, claro ¿cómo ibais a saberlo? Estabais encarcelado por gracia de vuestro amigo Eduardo... Se trata de un barón gascón, Jourdain de L'Isle, a quien el Santo Padre había dado una sobrina suya por mujer y el cual cometió unas cuantas fechorías: robos, homicidios, violación de damas, desfloramiento de doncellas, además de algunas bribonadas con jovencitos. Estaba rodeado de ladrones, asesinos y demás gente de esa ralea, que despojaban por su cuenta a laicos y clérigos.
Como el Papa lo protegía, se le disimulaban esos pecadillos, con la promesa de enmendarse.
Jourdain no supo hacer nada mejor, para probar su arrepentimiento, que coger al sargento real que le habían enviado para entregarle un requerimiento y hacerlo empalar... ¿Sobre qué? Sobre el mismo bastón flordelisado que llevaba el sargento.
Roberto soltó una carcajada que dejó al descubierto su natural inclinación por lo canallesco.
—A decir verdad, no se sabe que crimen fue mayor —prosiguió—: si matar a un oficial del rey o embadurnar la flor de lis con el excremento del sargento. El sire Jourdain fue colgado en el patíbulo de Montfaucon. Lo podéis ver todavía si pasáis por allí; los cuervos le han dejado poca carne.
Desde entonces, son frías nuestras relaciones con Aviñón.
Y Roberto reanudó la risa, con la boca hacia el techo, y los pulgares en la cintura; y su alegría era tan sincera que el mismo Roger Mortimer se echó a reír por contagio; y lo mismo hicieron Valois y su hijo Felipe...
La risa los había unido más. Mortimer se veía de repente admitido en el grupo del poderoso Valois, y se tranquilizó un poco. Miraba con simpatía el rostro de monseñor Carlos, una cara grande, subida de color, de hombre que come demasiado y a quien el poder priva de hacer suficiente ejercicio. Mortimer no había vuelto a ver a Valois desde dos fugaces encuentros, una vez en Inglaterra con ocasión de las fiestas de la boda de Isabel, y otra en 1313, cuando acompañó a París a los soberanos ingleses para ir a rendir el primer homenaje. Y todo esto que parecía de ayer estaba ya muy lejos. ¡Diez años! Monseñor de Valois, hombre todavía joven en aquella época, se había convertido en ese personaje macizo, imponente... ¡Vamos! No podía perder el tiempo ni desperdiciar la ocasión de aventuras. Después de todo, aquella cruzada comenzaba a gustarle a Roger Mortimer.
—¿Y cuando levarán anclas nuestras naves, monseñor? —preguntó.
—Dentro de dieciocho meses —respondió Valois—. Voy a enviar a Aviñón una tercera embajada para arreglar definitivamente la cuestión de los subsidios, las bulas de indulgencia y la orden de combate.
—Será una hermosa cabalgada, monseñor de Mortimer, en la que hará falta bravura y en la que los vanidosos tendrán que enseñar algo más que en las justas —dijo Felipe de Valois, que no había hablado hasta entonces y cuyo rostro se coloreo levemente.
El primogénito de Carlos de Valois veía ya las velas hinchadas de las galeras, el desembarco en las lejanas costas, los pendones, las corazas, la carga de los caballeros franceses contra los infieles, la Media Luna pisoteada por las herraduras de los corceles, las jóvenes moriscas capturadas en el fondo de los palacios y las bellas esclavas desnudas que llegaban encadenadas...
Nada impediría que Felipe de Valois saciara sus deseos con esas sucias. Se ensanchaban las aletas de su nariz, ya que Juana la Coja, su esposa amada, cuyos celos estallaban en furiosas escenas en cuanto él miraba el pecho de otra mujer, se quedaría en Francia. ¡Ah! no tenía buen carácter la hermana de Margarita de Borgoña. Se puede querer a la propia esposa y verse empujado por una fuerza natural a desear otras mujeres. Por lo menos era necesaria la cruzada para que el gran Felipe se atreviera a engañar a la Coja.
Mortimer se irguió ligeramente y estiró su negra cota. Quería volver al tema que le interesaba, y que no era el de la cruzada.
—Monseñor —dijo a Carlos de Valois—, podéis considerarme unido a vuestras filas. Pero yo he venido también a solicitar de vos...
Había pronunciado la palabra. El antiguo Gran Juez de Irlanda había pronunciado la palabra sin la que ningún peticionario recibe nada, sin la que ningún hombre poderoso concede su apoyo.
Solicitar, pedir, rogar... Por otra parte, no hacía falta que hablara mas.
—Lo sé, lo sé —respondió Carlos de Valois—; mi yerno Roberto me ha puesto en antecedentes.
Vos deseáis que abogue por vuestra causa ante el rey Eduardo. Pues bien, mi muy leal amigo...
De repente, porque había «solicitado», se había convertido en amigo.
—...pues bien, no lo haré, porque solo serviría para que me infligiera un nuevo ultraje.
¿Sabéis la respuesta que vuestro rey Eduardo me ha dado por mediación del conde de Bouville? Sí, seguramente la sabéis... ¡Y yo había solicitado ya dispensa matrimonial al Padre Santo! ¡Fijaos en qué situación he quedado! No puedo pedirle ahora que os restituya vuestras tierras, os restablezca en vuestros títulos y expulse a sus vergonzosos Despenser.
—Y que de este modo conceda a la reina Isabel...
—¡Mi pobre sobrina! —exclamó Valois—. ¡Lo sé todo, leal amigo, lo sé todo! ¿Creéis que yo puedo, o que el rey de Francia puede hacer cambiar al rey Eduardo de costumbres y de ministros?
Sin embargo, no debéis ignorar que cuando nos ha enviado al obispo Rochester a reclamar vuestra entrega, nos hemos negado e incluso hemos rehusado recibir siquiera a su obispo. Es la primera afrenta que hago a Eduardo a cambio de la suya. Estamos ligados vos, monseñor Mortimer, y yo por los ultrajes que nos ha infligido. Y si llega la ocasión a uno u otro de vengarnos, os aseguro, querido sire, que nos vengaremos juntos.
Mortimer sintió, sin manifestarlo, que le invadía la desesperanza. La entrevista de la que Roberto le había prometido milagros... «Mi suegro Carlos lo puede todo; si se hace vuestro amigo, y se hará, sin duda, podéis estar seguro de triunfar...» la entrevista parecía terminada. ¿Y con qué resultado? Nulo. La promesa de un vago mando, dentro de dieciocho meses, en los países de los turcos. Roger Mortimer pensó abandonar París y visitar al Papa, y si de ese lado no obtenía nada, iría a ver al emperador de Alemania... ¡Ah, eran amargas las decepciones del destierro! Su tío de Chirk se lo había predicho...
Entonces Roberto de Artois rompió el incómodo silencio que se había hecho:
—¿Por qué no buscar esa ocasión de venganza de que habláis, Carlos?
Era la única persona de la corte que llamaba por su nombre al conde de Valois, siguiendo su costumbre del tiempo en que solamente eran primos; además, su estatura, fuerza y truculencia le concedían derechos que únicamente podía tener él.
—Roberto tiene razón —dijo Felipe de Valois—. Se podría, por ejemplo, invitar al rey Eduardo a la cruzada, y allí...
Acabó su pensamiento con un gesto vago. Decididamente, era imaginativo el largo Felipe.
Veía el paso de un vado, o mejor aun una cabalgada en pleno desierto, el encuentro con una partida de infieles, la carga de Eduardo y abandonarlo fríamente en manos de los turcos... ¡Eso era una hermosa venganza!