Los mismos consejeros íntimos estaban incómodos, a pesar de que conocían esta costumbre del rey, que se encontraba incluso en su correspondencia, de pasar lista a todas las dificultades del reino a cada nuevo trastorno que sobrevenía.
El canciller Baldock se frotaba maquinalmente la nuez en el punto donde terminaba su traje de arcediano. El obispo de Exeter, Lord tesorero, se mordía la uña del pulgar y observaba a sus vecinos con mirada taimada. Solo el joven Hugh Despenser, demasiado ensortijado, engalanado y perfumado para un hombre de treinta años, mostraba satisfacción. La mano del rey colocada en su hombro daba muestras claramente a todos de su importancia y poder.
Con su nariz pequeña y fruncida, sus labios recortados, bajando y levantando la mandíbula como si fuera un caballo a punto de piafar, aprobaba cada declaración de Eduardo con un pequeño carraspeo, y su rostro parecía decir: «Esta vez la copa está colmada, y vamos a tomar severas medidas.» Era delgado, alto, bastante estrecho de pecho y tenía una piel delicada, propensa a las inflamaciones.
—Messíre de Bouville —dijo de repente el rey Eduardo, volviéndose hacia el embajador—, decid a monseñor de Valois que el matrimonio que nos ha propuesto, y cuyo honor apreciamos, decididamente no se celebrará. Tenemos otros proyectos para nuestro primogénito. Y se terminará de una vez con la deplorable costumbre de que los reyes de Inglaterra elijan sus esposas en Francia, sin que ello les reporte beneficio alguno.
El gordinflón de Bouville empalideció ante la afrenta, y se inclinó. Dirigiendo a la reina una mirada desolada salió de la estancia.
Primera y bien Imprevista consecuencia de la evasión de Roger Mortimer: el rey de Inglaterra rompía con las alianzas tradicionales. Con esta decisión quiso herir a su esposa, pero al mismo tiempo hirió a sus hermanastros Norfolk y Kent, cuya madre era francesa. Los dos jóvenes se volvieron hacia su primo Cuello-Torcido, quien se encogió ligeramente de hombros con un movimiento de resignada indiferencia. El rey, irreflexivamente, acababa de enajenarse para siempre la amistad del poderoso conde de Valois, de quien todos sabían que gobernaba a Francia en nombre de su sobrino Carlos el Hermoso.
El joven príncipe Eduardo, que continuaba junto a la ventana, inmóvil y silencioso, observaba a su madre y juzgaba a su padre.
Después de todo, se trataba de su matrimonio, y no podía decir nada. Pero si le hubieran solicitado que mostrara su preferencia entre su sangre inglesa y francesa, se hubiera inclinado por ésta.
Los otros tres infantes más jóvenes habían dejado de jugar, y la reina hizo una señal a las doncellas para que se los llevaran.
Luego, con la mayor calma, clavando los ojos en los del rey, dijo:
—Cuando un esposo odia a su esposa, es natural que la haga responsable de todo.
Eduardo no era hombre capaz de responder directamente.
—¡Toda la guardia de la Torre está emborrachada, el teniente ha huido con ese felón, y mi condestable está gravemente enfermo a causa de la droga que le han dado! —gritó—. ¡A no ser que el traidor finja la enfermedad para evitar el castigo que merece! Porque su misión era vigilar que mi prisionero no se escapara. ¿Lo oís, Winchester?
Hugh Despenser el padre, que era responsable del nombramiento del condestable Seagrave, se inclinó al paso de la tormenta. Tenía el espinazo estrecho y delgado, con cierto arqueo en parte natural y en parte adquirido en su larga carrera de cortesano. Sus enemigos lo llamaban «la comadreja». La codicia, la envidia, la cobardía, el egoísmo, las trapacerías, añadidos a la delectación que dan estos vicios a quienes son sus víctimas, parecían haberse alojado en las arrugas de su rostro y bajo sus párpados enrojecidos. Sin embargo, no carecía de valor; pero no tenía buenos sentimientos más que para su hijo y algunos escasos amigos, entre los cuales se contaba precisamente Seagrave.
—My Lord —dijo con voz tranquila—, estoy seguro de que Seagrave no es culpable de nada...
—Es culpable de negligencia y pereza; es culpable de haberse dejado engañar; es culpable de no haber adivinado el complot que se tramaba en sus narices; tal vez, es culpable de mala suerte...
Yo no perdono la mala suerte. Wínchester, aunque Seagrave sea uno de vuestros protegidos, será castigado; así no se dirá que no mantengo en equilibrio la balanza y que mis favores solo van a vuestros amigos. Seagrave reemplazará a Mortimer en la prisión; de este modo sus sucesores aprenderán a vigilar con más cuidado. Así es, hijo mío, como se gobierna —agregó el rey deteniéndose ante el heredero del trono.
El niño levantó la vista hacia él y la bajó en seguida.
El joven Hugh, que sabía como desviar la cólera del rey, inclinó la cabeza hacia atrás y, mirando las vigas del techo, dijo:
—Quien de verdad se burla de vos, cher Sire, es el otro felón, el obispo Orletón, que lo ha preparado todo y parece temeros tan poco que ni siquiera se ha tomado la molestia de huir o de esconderse.
Eduardo miró al joven Hugh con reconocimiento y admiración. ¿Cómo no iba a emocionarse al ver el perfil, las hermosas actitudes que Hugh adoptaba para hablar, su voz alta y bien modulada, y luego aquella manera a la vez tierna y respetuosa de decir cher Sire, a la francesa como hacía en otro tiempo el gentil Gavestón, a quien habían matado los barones y obispos...? Sin embargo, Eduardo era ahora un hombre maduro, conocedor de la maldad de los hombres, y que sabía que nada ganaba con transigir. No lo separarían de Hugh, y todos los que se opusieran serían castigados, uno a uno, sin piedad.
—Os anuncio, mis lores, que el obispo Orletón será llevado ante el Parlamento para que sea juzgado y condenado.
Eduardo se cruzó de brazos y levantó la cabeza para comprobar el efecto que habían producido sus palabras. El arcediano-canciller y el obispo-tesorero, aunque eran los peores enemigos de Orletón, se sobresaltaron por solidaridad de eclesiásticos.
Enrique Cuello-Torcido, hombre prudente y ponderado, que, pensando en el bien del reino, no podía dejar de llevar al rey al camino de la razón, le hizo observar que un obispo sólo podía ser llevado ante la jurisdicción eclesiástica constituida por sus iguales.
—Todo es cuestión de empezar, Leicester. Que yo sepa, el santo Evangelio no enseña a conspirar contra los reyes. Puesto que Orletón olvida lo que hay que dar al César, el César se acordará por él. Esto es también uno de los favores que debo a vuestra familia, señora —continuó el rey, dirigiéndose a Isabel—, ya que fue vuestro hermano Felipe V quien, contra mi voluntad, hizo nombrar por su Papa francés, a Adán Orletón obispo de Hereford. ¡Está bien! Será el primer prelado condenado por la justicia real y su castigo servirá de ejemplo.
—En otro tiempo Orletón no os fue hostil, primo mío —insistió Cuello-Torcido—, y no hubiera tenido motivo a no ser por vuestra oposición, o de alguien de vuestro Consejo, a que el Padre Santo le concediera la mitra. Es hombre de gran saber y fuerte de espíritu. Tal vez ahora podríais, puesto que es culpable, ganarlo más fácilmente con un acto de clemencia que con una acción justiciera, la cual, al lado de todas vuestras dificultades, atizará la hostilidad del clero.
—¡Clemencia, misericordia! Siempre que se burlan de mi, cada vez que me provocan, cada vez que me traicionan, vos no pronunciáis otras palabras, Leicester. Me suplicaron —y cometí una gran equivocación al escucharlos—, me suplicaron que concediera gracia al barón de Wigmore.
Confesad que si me hubiera comportado con él como lo hice con vuestro hermano, ese rebelde no estaría ahora recorriendo los caminos.
Cuello—Torcido se encogió de hombros, cerró los ojos e hizo un gesto de cansancio. Era irritante aquella costumbre de Eduardo, que él creía real, de llamar a los miembros de su familia o a sus principales consejeros por el nombre de sus condados, y de dirigirse a su primo hermano, gritándole: Leicester, en lugar de decirle simplemente «primo mío», como hacía toda la familia real, incluso la misma reina. Y era de pésimo gusto recordar en cada ocasión la muerte de Tomás de Lancaster como si fuera una gloria para él. ¡Ah!, ¡qué extraño hombre y que mal rey que imaginaba poder decapitar a sus parientes sin levantar resentimientos; que creía que un abrazo bastaba para hacer olvidar una muerte; que exigía adhesión a los que había herido, y quería encontrar fidelidad en todos, mientras que el no rezumaba más que cruel inconsecuencia.
—Sin duda tenéis razón, my Lord —dijo Cuello-Torcido—, y puesto que vos reináis desde hace dieciséis años, debéis de saber ajustar vuestros actos. Entregad, pues, a vuestro obispo al Parlamento. Yo no pondré obstáculos.
Y, entre dientes, para que solo lo oyera el joven conde de Norfolk, añadió:
—Mi cabeza está de través, es verdad, pero quiero conservarla donde se encuentra.
—Porque es burlarse de mí, y vos estaréis de acuerdo conmigo —continuó Eduardo abanicando el aire con la mano—, horadar los muros y evadirse de una torre que yo mismo hice construir para que no se escapara nadie.
—Tal vez, Sire esposo mío —dijo la reina—, cuando la construíais estabais más atento a la gentileza de los albañiles que a la solidez de la piedra.
Cayó un repentino silencio sobre los asistentes. La punzada era imprevista y brutal. Todos contuvieron la respiración y miraron, unos con deferencia, otros con odio, a aquella mujer de frágiles formas, erguida en su asiento, sola, que arremetía de tal manera. Con la boca entreabierta descubría sus finos dientes, apretados dientes carniceros y bien cortantes. Isabel estaba visiblemente satisfecha del golpe que había asestado.
El joven Hugh enrojeció; su padre fingió no haber oído.
Eduardo se vengaría, desde luego; pero ¿de qué manera? La respuesta tardaba en llegar. La reina observaba las gotas de sudor que perlaban las sienes de su marido. Nada repugna tanto a una mujer como el sudor de un hombre a quien ha dejado de querer.
—Kent —gritó el rey—, os hice guardián de los Cinco Puertos y gobernador de Douvres. ¿Qué guardáis en este momento? ¿Por qué no estáis en las costas que se hallan bajo vuestro mando, desde donde nuestro felón intentará escapar?
—Sire hermano mío —dijo el conde de Kent, estupefacto—, vos me ordenasteis acompañaros en vuestro viaje...
—Pues bien, ahora os ordeno salir hacia vuestro condado, dar una batida por los burgos y campos en busca del fugitivo y velar vos mismo que se inspeccionen todos los barcos que se hallan en los puertos.
—Que pongan espías en los buques y que apresen al mencionado Mortimer, vivo o muerto, si sube a uno de ellos —dijo el joven Hugh.
—Muy bien aconsejado, Gloucester —aprobó Eduardo—. En cuanto a vos, Stapledon...
El obispo de Exeter se quitó el pulgar de los dientes y murmuró:
—My Lord...
—Vais a volver rápidamente a Londres. Iréis a la Torre a comprobar el Tesoro, que es vuestra misión, y tomaréis la Torre bajo vuestro mando y vigilancia hasta que se nombre un nuevo condestable. Baldock extenderá ahora mismo para uno y otro, las órdenes que harán que os obedezcan.
Enrique Cuello-Torcido, con la mirada puesta en la ventana y la oreja apoyada en el hombro, parecía soñar. Calculaba... Calculaba que habían pasado seis días desde la evasión de Mortimer, que al menos serían necesarios ocho mas para que empezaran a ejecutarse las órdenes, y que de no ser loco, y evidentemente Mortimer no lo era, seguramente habría salido del reino. Se alegraba de haberse solidarizado con la mayoría de los obispos y señores que después de Boroughbridge, consiguieron salvar la vida del barón de Wigmore. Porque ahora que este se había escapado, tal vez la oposición a los Despenser volvería a encontrar el jefe que le faltaba desde la muerte de Tomás de Lancaster, un jefe todavía más eficaz, más hábil y más fuerte de lo que había sido este...
La espalda del rey se curvó; Eduardo giró sobre sus talones para enfrentarse de nuevo con su mujer.
—Sí, señora, os considero con toda justicia responsable. ¡Y en primer lugar, dejad esa mano que no habéis dejado de apretar desde que he entrado! ¡Dejad la mano de Lady Juana! —gritó Eduardo dando una patada en el suelo—. Mantener a vuestro lado tan ostensiblemente a la esposa de un traidor es garantizar a este. Los que han ayudado a la evasión de Mortimer sabían bien que contaban con la aprobación de la reina... además, nadie escapa sin dinero; las traiciones se pagan, los muros se horadan con oro. El camino es fácil: de la reina a su dama de compañía, de la dama de compañía al obispo, del obispo al rebelde. Tendré que examinar más de cerca vuestro tesoro.
—Sire esposo mío, me parece que mi tesoro está bien vigilado —dijo Isabel, señalando a Lady Despenser.
El joven Hugh parecía haberse desinteresado de repente del asunto. La cólera del rey se volvía, como de costumbre, contra la reina, y Hugh se sentía un poco mas triunfante, Cogió un libro que Lady Mortimer leía a la reina antes de que entrara el conde de Bouville. Era una colección de endechas de María de Francia
10
; la cinta de seda señalaba esta estrofa:
Ni en Lorena ni en Borgoña,
Ni en Anjou ni en la Gascuña,
No se podía encontrar
Tan apuesto caballero;
Ni existía bajo el cielo
Tierna doncella o gran dama.
Por noble que fuera o bella,
Que amores de él no quisiera.
«Francia, siempre Francia... No leen más que cosas de ese país —se decía Hugh—. ¿Y quién es ese caballero con el que sueñan? Mortimer, sin duda... »
—My Lord, yo no vigilo las limosnas —dijo Alienor Despenser.
El favorito levantó la vista y sonrió. Felicitaría a su mujer por aquella observación.
—Veo que también habré de renunciar a las limosnas —dijo Isabel—. Pronto no me quedará nada de reina, ni siquiera la caridad.
—Y deberéis también, señora, por el amor que me tenéis, y que todos ven —prosiguió Eduardo—, separaros de Lady Mortimer; ya que ahora nadie en el reino comprendería que se quedara junto a vos.
Esta vez, la reina palideció y se apoyó ligeramente en su asiento. Las bellas manos de Lady Mortimer comenzaron a temblar.
—Una esposa, Eduardo, no puede creerse que participe en todos los actos de su esposo. Yo soy un claro ejemplo. Creed que Lady Mortimer esta tan apartada de las faltas de su marido como yo lo estaría de vuestros pecados, si los cometierais.